España es un Estado aconfesional, que no laicista II

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Por Roberto Germán Zurriarain. Doctor en Filosofía. Licenciado en Teología. Profesor de Didáctica de la Religión de la Universidad de La Rioja, publicado en  el Blog de  Roberto Germán  Zurriaráin el 5 de septiembre de 2020.

II. La aconfesionalidad del Estado entendida como laicismo

La primera acepción de “laico” que recoge la RAE es aquella que no tiene órdenes clericales, y la segunda, que ya se ha expuesto, y que se aplica a las voces Estado y Enseñanza, dice que se entiende por “laico”: aquello que es que independiente de cualquier organización o confesión religiosa. Luego, estas dos acepciones no tienen nada que ver con aquellas interpretaciones que defienden un “Estado laico” como aquel que confina lo religioso exclusivamente al ámbito privado y, por ende, considera que la enseñanza religiosa, sea de la confesión que sea, esté fuera de las aulas y, por tanto, de los planes de estudio.

Por consiguiente, esta nueva interpretación del término “laico” considera necesaria, como condición indispensable para la convivencia en una sociedad pluralista, la eliminación de cualquier versión religiosa en el ámbito público y la construcción de una sociedad sin referencias religiosas.

La democracia, opinan los defensores de esta interpretación, solamente puede realizarse en un clima en el que las instituciones públicas excluyan la vida religiosa de los ciudadanos, y ésta pase a ser una actividad estrictamente privada, sin ninguna consideración por parte de las instituciones públicas ni influencia en el desenvolvimiento de la vida pública.

Esta comprensión de la aconfesionalidad del Estado hunde sus raíces en una concepción errónea de las relaciones entre lo público y lo privado.

De forma muy sumaria, se podría afirmar que el Estado (desde esta interpretación de la que se alimenta la visión laicista de la aconfesionalidad del Estado) es el poder que determina el ámbito de lo público. Según esta interpretación, la esfera política, representada por el Estado (reducido éste al Gobierno de turno), constituye la esfera pública que discurre en paralelo a la esfera social. El Estado adquiere así una neutralidad respecto de lo no-político, de lo social. En consecuencia, el Estado se autodefine “neutral”, esto es, se presenta como válido para dejar intacto nuestro vivir social. Pero como Estado se iguala erróneamente al Gobierno, por tanto, éste determina e impone lo que pertenece al ámbito público. En el fondo, es imponer una moral concreta (la del Estado que determina lo que está bien o mal).

Ahora bien, la contrapartida necesaria es que tampoco nuestro vivir social puede afectar al Estado: nuestras decisiones carecen de toda trascendencia pública. Al ciudadano se le despoja de su responsabilidad por la esfera política. El ejercicio de la libertad del ciudadano se reduce a la elección entre lo que se propone como mero consumidor de lo que se ofrece. Es verdad que el ciudadano tiene la posibilidad de elegir, en el amplio mercado de cosmovisiones de vida, los valores que considere oportunos, pero los contenidos de dicha elección son marcados por el poder político para el ámbito público.

Desde esta visión, el ámbito público sólo es configurado por el poder político que no permite ningún tipo de injerencia. Por esta razón, la religión o el discurso de las instituciones religiosas debe desaparecer de la esfera pública en el respeto al pluralismo de un Estado que no profesa religión alguna.

En efecto, las religiones, al entrañar creencias y valores para la acción, configuran la esfera pública, por lo que, según el planteamiento laicista, el ejercicio explícito del derecho fundamental a la libertad religiosa, como derecho fundamental reconocido por la Constitución española y por otras Leyes, Convenciones, Pactos Internacionales de nuestro ordenamiento jurídico, queda relegada al ámbito privado de la conciencia individual.

Por tanto, la interpretación laicista se sustenta en la idea de un Estado que fagocita y sustituye a la sociedad civil. Sólo lo “estatal” debe ocupar el ámbito público. Como consecuencia el Estado queda “liberado” de la religión y de su influjo, pues determina los contenidos y cánones morales en la esfera pública.

Luego para el laicismo, la esfera pública es la esfera de la a-religiosidad y a-moralidad con respecto a los valores morales propuestos por las religiones. Sin embargo, a su vez, la ideología laicista vierte en la sociedad sus patrones obligatorios de conducta y comportamiento morales, lo que entraña evidentemente una profunda transformación de la identidad cultural y social y la imposición de modelos antropológicos y morales.

En consecuencia, desde la perspectiva laicista, las religiones y su contenido moral que muchos ciudadanos profesan pertenecen al ámbito privado y subjetivo con base exclusivamente emocional.

Dicho esto, el otro extremo sería un Estado confesional, es decir, aquél que hace suya una confesión religiosa concreta, por ejemplo “un catolicismo de Estado”, esto es, el tipo de relación de “Iglesia católica-Estado” que había en España años atrás. No obstante, hoy día (sin ánimo de ser exhaustivo) Malta sigue siendo un Estado confesional católico, Gran Bretaña anglicano, Grecia ortodoxo; Suecia, Finlandia y Dinamarca Estados luteranos; Israel judío; Marruecos, Irak, Egipto, Libia, Túnez, Argelia, Somalia, Malasia, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Jordania, Madagascar, Pakistán y Yemen, Estados confesionales islámicos.

Un Estado confesional, sea de la creencia religiosa que sea, hace un flaco favor a la religión, pues es una realidad que no puede ser obligada e impuesta, sino voluntaria y descubierta.

Pero, rechazar un Estado confesional no implica apostar por un “confesionalismo” de signo contrario, esto es, un Estado confesional ateo. Consideramos que éste es lo mismo que sostener una aconfesionalidad del Estado “laico”, entendida en términos laicistas, en la que se prohíbe la manifestación pública de cualquier confesión religiosa.

Estas dos posturas, el “confesionalismo” creyente y el ateo o laicismo, son incompatibles con el derecho fundamental a la libertad religiosa, que es un derecho central de toda sociedad democrática.

Con respecto a la enseñanza religiosa escolar, la interpretación de la aconfesionalidad del Estado como laicismo se traduce en que cada uno eduque a sus hijos en la religión que quiera, pero no en las escuelas de titularidad pública.

Con todo, esta interpretación olvida, entre otras cosas, que el ser humano, a pesar de ser finito, se interroga, constantemente, hasta tal punto que se proyecta hacia un horizonte infinito del preguntar. Esta experiencia, que lo lleva más allá de su finitud, hace que se experimente como un ser que trasciende, que no se queda atrapado en la inmediatez de la realidad de las cosas ni en la propia.

En efecto, la escuela persigue la formación integral de los alumnos, y ésta se consigue a través de una perspectiva multidimensional, entre otras, la dimensión trascendente o religiosa, propia de la asignatura de religión.

Nuestra dimensión trascendente es la que nos permite no quedarnos encerrados en nosotros mismos; al contrario, nos empuja a realizarnos como seres constitutivamente abiertos a las cosas que nos rodean, a los otros y a “Dios”. Este carácter o dimensión trascendente del ser humano es tan importante que su omisión lleva consigo la ausencia de fines trascendentes, anulando nuestros deseos de plenitud, quedando el ser humano encerrado en su propia finitud.

En este sentido, la trascendencia viene a ser una dimensión constitutiva del ser humano y el fenómeno religioso es expresión de aquella dimensión. La trascendencia, por consiguiente, es un constitutivo antropológico propio de la existencia humana y se pueden entender las distintas religiones como caminos de búsqueda hacia lo trascendente.

La interpretación laicista de la aconfesionalidad del Estado niega y omite esta dimensión trascendente del ser humano.

No obstante, una interpretación “parcialmente” laicista de la aconfesionalidad del Estado admitiría que en el currículum escolar apareciese una asignatura que fuese una historia de todas las religiones o una cultura de las religiones, pero nunca una confesión religiosa concreta (católica, la islámica, la judía o la evangélica; las cuatro confesiones con las que el Estado firmó convenios con sus representantes en 1992).

Sin embargo, creemos que esta concepción sigue siendo precaria y escasa, porque no deja sitio para un tratamiento profundo y reflexivo de una parte esencial de nuestra realidad e historia que se han configurado desde la religión, en nuestro caso, la católica.

En efecto, la religión católica en España es un hecho social innegable, por lo que debe ser estudiado y evaluado. Es un gran error ignorarlo. La escuela es un espacio idóneo para reflexionar sobre este fenómeno.

De esta manera, toda escuela debe ser un ámbito donde quepan todas las confesiones. Luego, la tarea primordial de la escuela, de titularidad pública o de iniciativa privada ya sea civil o religiosa, es la de ser un instrumento de ayuda al crecimiento integral y pleno desarrollo de la persona en todas sus dimensiones: intelectuales, sociales, culturales, profesionales y espirituales