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Por José Luis Velayos. Catedrático de Anatomía, Embriología y Neuroanatomía, Profesor Extraordinario de la Universidad CEU-San Pablo – Miembro de CíViCa. Enviado el 19 de septiembre de 2022.

En el ser humano se da una unidad abarcativa de lo morfológico, fisiológico, fisicoquímico, psicológico, en un lugar y momento concretos, poseyendo el pasado y el presente, y vertiéndose al futuro. Otra característica del hombre es el gran desarrollo del telencéfalo, correspondiente sobre todo a la corteza cerebral.

Kurzweil afirmaba en 2012: “En poco más de 30 años, los humanos serán capaces de cargar toda su mente a las computadoras y convertirse en un inmortal digital”. Decía que las diferencias entre la máquina y el hombre se irán difuminando.  Sin embargo, la máquina es perecedera, sus materiales se desgastan; y el hombre podrá estar en coma, tener un corazón artificial, ventilación mecánica, etc., pero su ser siempre será humano. Su alma es inmortal. Las máquinas no tienen alma y, lógicamente, no son inmortales.

El comienzo de la vida va con el momento de la fecundación.

El momento de la muerte, también puntual, es parte de la biografía personal (se podría decir que “va con el DNI”).

Para los clásicos, la muerte es la separación del cuerpo y del principio vital (alma, psique). También se han dado definiciones impersonales: extinción del sistema individual, supresión del metabolismo, etc.

La muerte supone la desaparición de la unidad biológica. Es el cese del funcionamiento del organismo como un todo. La realidad que se aprecia tras la muerte no corresponde a un ser humano; es un cadáver, son los restos de un hombre o mujer.

El cerebro es el órgano crítico cuyo fallo determina irreversiblemente la muerte. Dentro del cerebro, el tallo cerebral regula las funciones respiratoria y circulatoria; su fallo hace que dejen de funcionar unitariamente los órganos. Es  la zona, en la cabeza del toro, en que el matador hunde la espada al final de la faena, provocando la muerte inmediata.

Después de la muerte, durante un tiempo, algún órgano u órganos pueden seguir funcionando (lo que hace legítimo el trasplante de órganos).

El hombre es el animal que conoce que va a morir. Hacia los tres/cuatro años, con la experiencia de la yoidad, puede aparecer la angustia de la muerte.

La  muerte es inexplicable de forma experiencial. Por eso, el miedo a morir es normal: miedo a  si después hay una aniquilación, un cambio de morada o un tránsito. Decía Julián Marías que es seguro que vamos a morir, pero no tenemos seguridad de lo que pasará después.

Son conocidas las referencias a un túnel, a la visión de una luz, etc. por parte de personas que han estado al borde de la muerte, fenómenos que podrían tener un correlato fisiológico: ¿disminución de la cuantía de oxígeno en áreas cerebrales visuales primarias y asociativas? ¿afectación del tallo cerebral? ¿afectación de áreas uni y/o plurimodales asociativas? Las cuestiones pueden ser múltiples.

La ciencia no puede demostrar la existencia de otra vida, pero el hombre, desde su más temprana infancia, intuye que va a vivir siempre. Desea una inmortalidad de verdad, y de forma personal, no la de vivir en el recuerdo, en estatuas, en imprenta. Ve absurda la aniquilación.

La Historia nos habla de la invención de  elixires y pócimas para conseguir, ilusoriamente, la eterna juventud. Hoy día, las mujeres (y muchos hombres) quieren parecer siempre jóvenes, y no escatiman gastos para ello. ¿No será en el fondo una manifestación del deseo de inmortalidad? En algunos, la fe en la ciencia sustituye a la fe en Dios.

Al animal “le tiene sin cuidado” la vida eterna. Está aferrado a su propia vida, le ocupa lo próximo, lo cercano.

Al hombre le preocupa la vida eterna, el para siempre (el existencialismo cristiano fue una potente corriente cultural en el siglo XX). El ser humano desea “ver la luz” al final de sus días. A este respecto, en la Divina Comedia, Dante describe el Paraíso como la posesión de la Luz, inacabable, identificada con el ser de Dios.