Por el Dr. Enrique Burguete Miguel, Instituto Ciencias de la Vida. Observatorio de Bioética. Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir. Publicado en Observatorio de Bioética el 12 de Diciembre de 2018.
Hoy es un día triste para los que amamos la verdad y a las personas que nos la acercan. Ha fallecido Robert Spaemann, uno de los más grandes pensadores de nuestro tiempo, distinguido con honores académicos a lo largo del mundo y, sin embargo, relativamente desconocido en España salvo en círculos restringidos como la Universidad de Navarra, donde fue investido Doctor Honoris Causa en 1994.
Fue un filósofo tan brillante (admirado entre otros, por Benedicto XVI) como humilde. En su autobiografía, de hecho, describió su propia existencia como un episodio pasajero en el universo, tan irrelevante que ni siquiera tendrá el estatus de pasado cuando nadie la recuerde. Pero eso, espero, nunca ocurrirá.
La filosofía y la fe
El talante de Spaemann fue permanentemente escéptico frente al pensamiento único, las ideologías totalizadoras y la conciencia de su época. Quizá por ello, sus detractores le encasillaron, de un modo pretendidamente despectivo, como «filósofo católico». Encasillamiento poco agudo que Spaemann nunca acepto, advirtiendo que no existe un bien ético específicamente católico, sino tan sólo el Bien. Bien que los cristianos reconocen gracias a la Revelación, sin que esto signifique que su contenido no sea accesible desde la racionalidad dialógica. Por eso, antes que como «filósofo católico», Spaemann prefirió definirse como un católico cuya profesión es hacer Filosofía. E hizo bien. Las éticas, como señala Adela Cortina, no llevan «apellidos» religiosos (católicas, budistas, islamistas) sino filosóficos (deontológicas, personalistas o utilitaristas), pues reflexionan sobre el fenómeno de la moralidad en su conjunto con los métodos y el lenguaje de las tradiciones filosóficas.
Es cierto, sin embargo, que la apertura a la verdad no es ajena a la experiencia de quien la busca. Y si ésta incluye la relación con Dios, como le ocurría a Spaemann, ¿por qué habría de renunciar a ella? A un creyente interesado por la Filosofía no se le puede reprochar que parta de un presupuesto, como si quien le hace este reproche no partiera de presupuesto alguno. En la experiencia de Spaemann, la alegría de la salvación está presente desde su recuerdo más temprano: la remembranza, del indescriptible bienestar del niño de tres años que, reposando en el regazo materno, despierta con la salmodia de los monjes que le habían cantado ya durante el sueño (Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi; in domun Domini ibimus). Nunca pudo apartar de sus oídos aquel cántico en la abadía benedictina de San José, en el Gerleve westfeliano, donde sus padres fueron admitidos en la Iglesia tras su éxodo desde el socialismo y donde le hicieron bautizar cuando tenía ya tres años.
En cualquier caso, y pese a rechazar los encasillamientos, a Spaemann nunca le incomodó que se le asociara con el realismo metafísico. Creía firmemente que prescindir de una lectura realista del ser humano, como ser que trasciende su mera constitución biológica, abocaría a la Ética y a la razón a una situación de orfandad. Y que una edad postmetafisica (la que evocan los apologetas de una sociedad sin religión) dejaría a los hombres sin palabras para entender su propia vida.
Un apasionado de la razón
Intelectual por vocación, Spaemann se definió como un apasionado de la razón que, siendo todavía niño, mantenía ya largas conversaciones a propósito de la intentio recta ontológica. De su madre heredó la radical convicción en la existencia de una verdad accesible a la razón y, en consecuencia, la impugnación de la mera apariencia y el convencimiento en la razonabilidad de la fe frente a la superstición del empirismo.
Su inmunidad frente a las ideologías tuvo su origen, quizá, en la vivencia del Tercer Reich durante su infancia. Ésta le permitió captar la existencia de dos mundos: uno oficial, en el que no existía libertad de pensamiento; y uno privado –el de su círculo cristiano– al que se adhirió con total convencimiento. Una dualidad que confirmó durante su juventud cuando el rechazo al nacionalsocialismo le acercó al marxismo (los enemigos de mis enemigos son mis amigos) y fue señalado por disentir de las decisiones tomadas a mano alzada en el Congreso Popular del Partido Comunista celebrado en Berlín en diciembre de 1947.
La racionalidad cordial que define su obra se forjó durante sus años de estudiante en la Universidad de Münster. Allí participó en el Collegium Philosophicum dirigido por Joachim Ritter, donde entabló relación, entre otros, con Hermann Lübbe, Erns Wolfgang Böckenförde y Martin Kriele. El Collegium tenía un carácter más heterogéneo y plural que la «Escuela de Frankfurt», donde -conforme a sus palabras- jóvenes como Habermas aspiraban a transformar la sociedad desde su propia teoría y se enfrentaban a quienes no la compartían. El Collegium, en cambio, estaba abierto a nuevas perspectivas y sus miembros, entre quienes se contaban kantianos, semi-marxistas, tomistas y hegelianos, discutían sin pelearse con un talante firme, pero dialogante. Firmeza que le permitió, años después, conservar la capacidad de sostenerle la mirada al espejo renunciando a su codiciada cátedra en Heidelberg (donde había sucedido a Gadamer), por una cuestión de conciencia. Y diálogo que le permitió intercambiar panfletos con los estudiantes marxistas de München y debatir con su líder en la tarima de un aula repleta de estudiantes.
Una antropología centrada en el amor
Su antropología, compendiada en Personen. Versuche über den unterschied zwischen «etwas» und «jemand» (1966), concede un lugar de privilegio al amor, en que el que cifra el origen y la meta de la vida humana. Para Spaemann, las personas no «somos» directamente nuestra naturaleza, sino que «tenemos» una naturaleza humana. Y puesto que sólo se tiene plenamente lo que también se puede soltar, sólo se tiene a sí mismo quien es capaz de entregar su vida por amor. En esto, precisamente, consiste nuestra dignidad personal: en la disposición a vaciarnos de nosotros mismos para ocupar un segundo plano en relación con los demás. La disposición a entregar la vida por amor es el rasgo que distingue a la persona completa y la culminación de su propia existencia. Por analogía, la consideración utilitarista del otro y el consecuencialismo en nuestras acciones, implican una recaída en lo espontáneamente natural, en la centralidad instintiva que impulsa nuestro afán de supervivencia y de dominio.
Su filosofía moral
En cuanto a su filosofía moral, Spaemann canceló el vínculo kantiano entre la razón práctica y la Metafísica formal, mostrando que los imperativos categóricos tienen más que ver con el «querer» que con el «deber» y que los a priori éticos no anulan la libertad constitutiva de la naturaleza humana. De este modo, evidenció que nuestras acciones van siempre en pos de objetivos voluntarios y están sujetas a responsabilidad. No son éticamente neutras. De hecho, subrayó la existencia de acciones que, al margen de sus consecuencias, no se corresponden con nuestra dignidad. Se trata de aquellas que atentan contra la estructura de autoafirmación personal a la que llamamos «lo natural», donde la persona se expresa en tres esferas ante las cuales no podemos comportarnos de modo meramente instrumental sin violar la dignidad propia o la de los demás: la vida orgánica, el lenguaje y la sexualidad. No tenemos manos, ni sexo, ni lengua, para darles el uso que mejor nos parezca como si lo único importante fuese nuestra buena intención.
Su victoria definitiva
Pero sólo se trataba de rendir homenaje a Robert Spaemann. Debo renunciar, por tanto, a la tentación de desarrollar los principios epistemológicos de su obra. No quisiera terminar, sin embargo, sin rebatir al propio Spaemann cuando habla de la irrelevancia de su vida como un episodio pasajero del universo. Creo, honestamente, que Spaemann permanecerá vivo en su obra mientras la humanidad no renuncie abiertamente a la racionalidad cordial. Y, como creyente, creo que Spaemann está en el cielo, escuchando de nuevo la salmodia de los monjes mientras reposa tiernamente en el regazo de su madre. Y que así, de nuevo, se estará regodeando con el fracaso del empirismo como monopolizador de la verdad. Éste, como Spaemann anticipó en Personen, no puede demostrar la inmortalidad del alma, pero tampoco rechazarla. Su pretendido common sense, que niega la realidad de lo no reproducible mediante la experimentación, abre un abismo con la humanidad histórica que se caracteriza, desde los comienzos de su existencia, por la fe en la existencia después de la muerte. Me permito añadir: por la fe en la derrota definitiva de la muerte.
Dr. Spaemann, gracias por su legado. Descanse en paz.