Nihilismo.
22/08/2016
Dos hechos con las mismas consecuencias. -Diferente respuesta social-
29/08/2016

Por Francisco José Contreras, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla. Publicado en Actuall el 20 de Julio de 2016.

Integrar implica suscitar lealtad, comunión, sentimiento de pertenencia en el inmigrante. Integrar significa aportar sentido, razones para vivir. Eso no lo consigue la Europa actual, que se parece más a un albergue que a un hogar.

Por Francisco José Contreras, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla. Publicado en Actuall el 20 de Julio de 2016.

Integrar implica suscitar lealtad, comunión, sentimiento de pertenencia en el inmigrante. Integrar significa aportar sentido, razones para vivir. Eso no lo consigue la Europa actual, que se parece más a un albergue que a un hogar.

Se adivinaba algo parecido a un suspiro de alivio en las noticias sobre la escasa devoción de Mohamed Lahouaiej, el terrorista de Niza: ¡no iba a la mezquita!, ¡no respetaba el Ramadán!… O sea, que no era un verdadero islamista. Entonces podemos interpretar el caso como un episodio de locura o violencia gratuita, y no como una batalla más de la guerra asimétrica entre el Islam radical y la sociedad occidental. Es la tranquilizadora conclusión que están deseando alcanzar millones de europeos que reaccionan al choque de civilizaciones con esa estrategia del avestruz que Bruce Bawer diseccionó aceradamente en “Mientras Europa duerme”: “Aunque [algunos europeos] ahora admitan que Al Qaeda está en guerra con Europa, la mayoría sigue sin poder aceptar que también Europa está en guerra con Al Qaeda. […] ¡Eso no va con nosotros!, parecen clamar. ¡Nosotros no somos belicosos, somos pacifistas! ¡Amamos a todo el mundo!”.

Pero el análisis policial del ordenador del asesino revela que sí se había sometido a un adoctrinamiento teológico-político-criminal acelerado en las dos semanas que precedieron al atentado, visitando numerosas webs y vídeos de Daesh. Y eso basta. Ya no hace falta haber recibido entrenamiento militar en Siria o Irak, tener vínculos orgánicos con la estructura de Daesh, etc. Ni siquiera es imprescindible haber sido piadoso, haber tomado en serio en el pasado la fe y moral islámicas. Basta tenerla presente en la hora de la muerte. Basta tener un cuchillo a mano, o un vehículo pesado, o una pistola. Uno grita “Alahu akbar!” y redime con su inmolación toda una vida de impiedad. Lo hizo un joven afgano en el tren alemán anoche.

Decenas de muertos al arremeter un camión contra una multitud en Niza / EFE.

En realidad, como explica Bernard-Henri Lévy, esta Yihad 3.0 –descentralizada, ubicua e improvisada, confiada a amateurs y no ya a comandos profesionales- es tanto o más temible que la que conocíamos hasta ahora. Implica que cualquier joven musulmán harto de vivir puede encontrar de la noche a la mañana justificación trascendente para su odio a la sociedad que habita, y alcanzar la gloria de los mártires al tiempo que le ajusta las cuentas a un mundo que le ha decepcionado. Como el proceso de radicalización es cada vez más rápido, la policía no podrá detectarlos a tiempo.

La legión de los Willy Toledo y Pablos Hasel se apresuran, como siempre, a culpar a Occidente

¿Por qué odian tanto? La legión de los Willy Toledo y Pablos Hasel se apresuran, como siempre, a culpar a Occidente: la violencia islamista como respuesta a no se sabe muy bien qué agravios (la guerra de Irak, la tímida intervención en Siria, el colonialismo, la marginación, la “pobreza”…). Por supuesto, la vesania yihadista es anterior a –e independiente de- cualesquiera intervenciones occidentales en el mundo árabe-musulmán. EE.UU. no le había hecho nada a Bin Laden cuando éste derribó las Torres Gemelas (salvo armarle en los 80 para que combatiese a los soviéticos en Afganistán). Ni los cristianos de la España visigoda les habían hecho nada a Tarik y Muza.

La marginación no es tampoco la explicación. Los “pobres” de la banlieue parisina o de Mollenbeek viven mucho mejor que sus compatriotas en Marruecos o Argelia. Europa ha ofrecido a los inmigrantes un nivel de libertad y bienestar de los que carecían en sus países de origen. La insistencia de los Toledo-Hasel en imputar la responsabilidad al propio Occidente (no a “la gente”, claro, sino a los segmentos de Occidente identificados como encarnación del Mal: Aznar y Bush, o Israel, o “el imperialismo yanqui”, etc.) revela en realidad una pulsión suicida de autonegación y autodestrucción colectivas. La culpa nunca es del no occidental.

Pablo Hasel, rapero que ya ha sido condenado por enaltecimiento del terrorismo / YouTube

Entonces, ¿cómo puede la Europa tolerante, civilizada, próspera, suscitar ese odio homicida en algunos de sus huéspedes? Marcello Pera atisbó una pista muy importante: “Integrar no es lo mismo que hospedar. Integrar es asumir que existe algo […] a lo que atribuimos tanto valor que pedimos al que llega que lo respete, que lo aprecie, que lo comparta”. La Europa actual hospeda –muy cómodamente- pero no integra. Integrar implica suscitar lealtad, comunión, sentimiento de pertenencia en el inmigrante. Integrar significa aportar sentido, razones para vivir. Eso no lo consigue la Europa actual, que se parece más a un albergue que a un hogar.

Ofrecemos a los recién llegados libertades y un nivel de prosperidad-incluso si están en ele paro-muy superior al que tendrían en sus países de origen

Sí, ofrecemos a los recién llegados libertades y un nivel de prosperidad –incluso si están en el paro- muy superior al que tendrían en sus países de origen. Y todo eso es muy valioso. Pero no basta para cimentar una identidad, ni para dotar de sentido a la vida. Pues la libertad es un valor penúltimo, instrumental. Una vez se me garantiza la libertad –me dejarán vivir como quiera, creer lo que quiera, amar a quien quiera- se abre el verdadero problema: ¿cómo vivir?, ¿qué creer?, ¿a quién amar?, ¿qué metas existenciales perseguir? Y la Europa civilizadísima, que tutela los derechos mejor que cualquier sociedad anterior, carece de respuesta para esas cuestiones de fondo. Le entrega a cada individuo su parcela de libertad, pero le deja sin la menor indicación sobre cómo invertirla: qué bienes perseguir, qué virtudes cultivar, qué causas más grandes que uno mismo abrazar. Y una libertad que no puede ser dedicada a metas valiosas puede terminar siendo vivida como vacío, como maldición: “estamos condenados a ser libres” (Sartre).

La libertad tiene sentido como valor penúltimo: como instrumento que permite alcanzar unos bienes –distintos de la propia libertad- que son la verdadera meta. Tradicionalmente fue la religión –o filosofías que hacían las veces de religión, proponiendo virtudes y fines vitales arduos- la que ofrecía tales fines últimos. Pero Europa ha abandonado su religión (recuérdese la reticencia de la Constitución europea a siquiera mencionar el cristianismo); también ha abandonado cualquier filosofía (por ejemplo, la pseudorreligión nacionalista, que cifraba el sentido de la vida en servir a la patria) que proponga una moral exigente. Sólo queda la libertad convertida en un fin en sí mismo: el apetito individual convertido en única guía de la existencia. El sentido de la vida estriba en… hacer en cada momento lo que me apetezca, con el único límite de la libertad de los demás. Parece que el europeo medio sólo cree en eso.

Memorial por las víctimas de los atentados, en la Plaza de la Bolsa de Bruselas. (Fotografía: Christophe Petit Tesson / EFE)

Y es muy poco. No basta para llenar el corazón humano. En realidad, el ideario europeo es una admirable estructura de derechos y libertades en cuyo centro habita sin embargo el vacío, el absurdo. La visión de fondo es nihilista: la realidad es un estornudo de la nada; el hombre es producto de combinaciones moleculares azarosas; somos un fogonazo entre dos eternidades de oscuridad; la muerte tendrá la última palabra. Si el triunfo final es de la nada, quizás no deba sorprender que algunos inadaptados decidan adelantar su victoria con un gran espectáculo de sangre, luz y sonido. Quizás Mohamed Lahouaiej no llegó nunca a creer en Alá y las huríes, sino sólo en la muerte. Quizás el yihadismo sea en el fondo –como sugirió Glucksmann en “Dostoievski en Manhattan”- no una cosmovisión medieval anacrónicamente resucitada, sino algo mucho más trendy: el nihilismo postmoderno llevado a sus últimas consecuencias.

CíViCa
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