Por José Luis Velayos. Catedrático de Anatomía, Embriología y Neuroanatomía, Profesor Extraordinario de la Universidad CEU-San Pablo – Miembro de CíViCa. Enviado el 3 de junio de 2022
El hombre ha sido creado para vivir con Dios, en diálogo con El, como algo natural, como el respirar o el latir del corazón. Sin oración (que es diálogo con Dios), el alma se queda sin “oxígeno”, se anquilosa.
De acuerdo con Zubiri, el hombre es un animal de relaciones. Por eso, la oración es relación con Dios.
Autores místicos, como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, vivieron momentos de contemplación, de contacto íntimo con el Creador, no provocados por ellos, sino por Dios. Él toma la iniciativa. A este respecto, San Juan de la Cruz, en “Subida al Monte Carmelo”, dice: “visiones, revelaciones, locuciones, son puramente espirituales, porque no se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales sino que se le ofrecen por vía sobrenatural, pasivamente”. Santa Teresa, en el libro de su “Vida”, dice: “Todo parece obra del Señor”.
Para Freud, la vida de oración es una sublimación de los instintos. Para el psiquiatra vienés todo es sexo. Sin embargo, en la vida del hombre hay muchos más registros.
Para algunos, la vida espiritual se explica en base al funcionamiento de determinadas zonas de la corteza cerebral, especialmente del lóbulo temporal. Es lógico que en la meditación, en la oración, en los arrobos místicos, esté activo el cerebro. Pero como de lo material no puede surgir algo de un nivel diverso, lo espiritual no puede ser una emanación del cerebro; por ejemplo, la idea del bien, la idea de lo que es la verdad, son inmateriales, no pueden localizarse en ninguna área cerebral concreta. Y como el hombre es una unidad corpórea-espiritual, es lógico que en la experiencia mística participe también el organismo (en estas situaciones puede haber modificaciones en la presión arterial, en la temperatura corporal, en la percepción sensorial, etc.). Estamos hechos de barro y aliento.
Y el ser humano desea vivir para siempre, deseo de inmortalidad, que se experimenta ya en la más temprana infancia, que, si se desenfoca, puede llevar en algunos casos a angustias y desequilibrios psicológicos. Y desea la inmortalidad de verdad, no la de vivir en el recuerdo. Es algo inscrito en su naturaleza, deseo que no puede localizarse en ninguna zona cerebral concreta. Es vivir eternamente y personalmente.
No todos admiten la inmortalidad en tal sentido. Kurzweil, en 2012 afirmaba: “En poco más de 30 años, los humanos serán capaces de cargar toda su mente a las computadoras y convertirse en un inmortal digital”. Dice que las partes biológicas de nuestro cuerpo serán reemplazadas con piezas mecánicas, algo que podrá suceder hacia el año 2100. Y cree que las diferencias entre la máquina y el ser humano se irán difuminando con el tiempo. Sería en realidad, no una inmortalidad del sujeto concreto, sino, supuestamente, de las máquinas. (Markram, entre otros, piensa que pronto podremos construir un cerebro humano).
El cristiano cree en la resurrección de la carne, por la que el hombre vivirá eternamente, provisto de su propio cuerpo, congruente éste con su alma. En este sentido, Tresmontant afirma que cada alma se corresponde con una entidad material propia, adecuada; así, el cuerpo resucitado será el que corresponda a la realidad material concreta, personal, de cada individuo.
El alma humana no es la de una rana. o la de un caballo, o la de uh arbusto, y ni siquiera es intercambiable con la de otro ser humano. Por eso, es una falacia la idea, bastante difundida, de la reencarnación, cuya base al fin y al cabo está en el innato deseo de inmortalidad del ser humano.