Por Nicolás Jouve, presidente de CiViCa. Catedrático Emérito de Genética. Publicado en Actuall, el 24 de marzo de 2020.
Cada 5 de julio se produce un triste aniversario en España, el de la implantación de las leyes del aborto, la de 1985 y la reformada de 2010. Unas leyes impuestas políticamente desde un mal entendido progresismo, que han supuesto la pérdida de dos millones de vidas humanas, que, además de dejar muchas secuelas psicológicas en las mujeres que optaron por esta salida, y de los hombres o familiares que las animaron a ello, son una de las principales causas del invierno demográfico que sufre España.
Según la Organización Mundial de la Salud cada año se producen unos 211 millones de embarazos en una población mundial que ha superado los 7.000 millones de personas. De ellos, unos 46 millones –el 22%-, acaban en abortos provocados. En 2019, hubo 42 millones de muertes por aborto inducido en todo el mundo, convirtiéndose en la primera causa de muerte a nivel mundial. Muy por encima de la pandemia de la COVID-19 que nos tiene en vilo desde hace unos meses y que con todo el dramatismo con que se está viviendo lleva cerca de 560.000 muertes en todo el mundo, hasta principios de julio. A la espera de cómo acabará el año, de momento, el SARS-Cov-2 es 75 veces menos mortífero que el aborto.
Ante esta realidad no hay que darle muchas vueltas. El aborto es un acto de extrema violencia contra una vida humana, la más inocente y vulnerable de todas, el concebido no nacido, no por razones científicas sino políticas y sociales.
El aborto, desde su origen partió de una inmensa falsedad, la de negar la naturaleza biológica del ser humano en su fase más vulnerable e indefensa, la etapa fetal. A ello se fueron añadiendo otros argumentos, como que el embrión es un amasijo de células, que se trata de un preembrión que no tiene suficiencia constitucional, que el inicio de la vida no se produce hasta la constitución de uno u otro órgano –el sistema nervioso central, el inmunológico, el cerebro, que el feto es parte de la madre, etc.-. Todo vale para justificar la primacía del deseo de la madre respecto al derecho a la vida de su hijo, habiendo convertido el aborto en una cuestión jurídica al margen de la verdad biológica.
Pero no hay que darle muchas vueltas, el hecho en si es que el aborto es un acto violento que se ejerce con la intención de que una vida humana en formación no prospere. Se trata de cortarla cuanto antes y por supuesto antes de que nazca, imprimiendo a este execrable hecho un carácter de derecho en el que enfrentan dos valores, la voluntad de la madre frente al derecho a la vida del hijo. Inclinar la balanza en contra del más vulnerable no puede ser calificado de otra manera más que como un fracaso de la sociedad, que consiente la legalización de su desaparición. Recordemos lo señalado en la Declaración de Helsinki: «En investigación médica en seres humanos, la preocupación por el bienestar de los seres humanos debe tener siempre primacía sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad». La legalización del aborto supone la consideración de que la vida humana en gestación no es un ser humano de cuyo bienestar haya que preocuparse. Al final, todo se reduce a una entelequia filosófica, pero por favor, que no le echen la culpa a la ciencia.
El aborto, aparte de ser inhumano, va en contra de la verdad biológica, que nos está demostrando la independencia genética y biológica del embrión y del feto respecto a la madre que lo gesta, además de establecer una relación de simbiosis y de protección mutua para garantizar su desarrollo. A ello se suma la evidencia de una serie de cambios fisiologícos y hormonales durante el embarazo que afectan al cerebro materno, para optimizar el desarrollo, proteger al feto y prepararse para el parto y los cuidados maternos del bebé tras el nacimiento. La fecundación es el punto exacto en el espacio y en el tiempo en que comienza la nueva vida y esta se edifica a partir del cigoto formado, con la nueva información de los genes recibidos, una combinación nueva y distinta a la de cada parental y de la que depende su desarrollo ontológico. Una evidencia biológica y genética incuestionable se oculta por razones de conveniencia política, social y jurídica con el peor fin, la destrucción de la vida.
El papel de la ciencia aquí es muy importante, pues nos permite determinar cuando estamos en presencia de una vida humana y es a partir de ese momento cuando se debe imponer el respeto y el deber de protegerla y la preocupación por su bienestar. Un respeto que se basa en su identidad biológica humana y en la dignidad que como tal le es inherente. El aborto se impone al margen del conocimiento, cuando se ignoran, se trivializan, se tergiversan o se retuercen los datos de la ciencia sobre la realidad de la vida en la etapa embrionario-fetal
Lo cierto es que el aborto se ha extendido por el mundo en las últimas décadas como la pandemia que estamos viviendo, incluyendo a los países de tradición cristiana. El foco inicial de esta pandemia criminal contra los más inocentes tuvo lugar un 24 de enero de 1973, cuando en el caso Roe versus Wade, en los EE.UU., una sentencia de la Corte Suprema admitió el aborto de una mujer que decía haber sido violada. Tras una conversión religiosa, Norma McCorvey declaró que haber sido parte de la decisión de legalizar el aborto fue “el mayor error de su vida” (en la fotografía Norma McCorvey que, tras servir de palanca para legalizar el aborto, dedicó su vida a la causa provida). Realmente ella no abortó nunca, pero en 1970, cuando estaba embarazada de su tercer hijo dijo que había sido violada, y pidió el aborto. El caso fue rechazado y antes de la sentencia ya había dado a luz. Sin embargo, apeló y la apelación llegó a la Corte Suprema de los EE.UU., donde los jueces resolvieron con el argumento de que el derecho de una mujer a poner fin a su embarazo estaba sujeto a la libertad de elección personal en asuntos familiares protegidos por la Constitución. El caso se utilizó intencionadamente para justificar las leyes del aborto en Estados Unidos. A partir de ahí, la enorme influencia de este país en el mundo y el empuje de las Naciones Unidas, bajo el señuelo del riesgo de la explosión demográfica y las demandas de los movimientos feministas, harían el resto. Un trabajo de ingeniería social que conduciría a la aprobación de leyes del aborto por todo el mundo, hasta convertir esta práctica en un derecho de la mujer.
Pero, tras la pleamar siempre viene la bajamar, y ahora, cumplido el 47 aniversario de aquél histórico caso, desciende cada vez más la demanda del aborto, que ha supuesto la muerte de millones de niños en todo el mundo, en favor de la causa provida. En enero de 2017, el actual presidente Donald Trump, como ya había hecho anteriormente Ronald Reagan, firmó una orden por la que se prohíbe destinar fondos oficiales para subvencionar a grupos internacionales que realizan o fomentan el aborto. Además, la política antiaborto de Trump ha motivado la aparición de una serie de reformas legislativas a favor de la vida, o si se prefiere restrictivas respecto al aborto en los EE.UU. El año pasado se produjo una oleada sin precedentes de leyes antiaborto, las llamadas «heartbeat bills», que tienen el efecto práctico de prohibir el aborto antes de las seis semanas, antes de que la mayoría de las mujeres sepan que están embarazadas. Estas leyes se aprobaron en Georgia, Kentucky, Ohio y Mississippi. Incluso en Alabama se prohibió el aborto por completo. Paradójicamente, quienes se oponen a estas leyes restrictivas del aborto reclaman un criterio científico con un argumento cuando menos sorprendente: «El embarazo y el desarrollo fetal son un continuo. Lo que se interpreta como un latido cardíaco en estos proyectos de ley es en realidad un parpadeo inducido eléctricamente de una parte del tejido fetal que se convertirá en el corazón a medida que se desarrolla el embrión». Pues claro que sí que el embarazo es un proceso continuo y el desarrollo fetal sirve para que poco a poco se vayan organizando los tejidos y órganos, incluido el corazón que ya late a un ritmo de unos 113 latidos por minuto en la quinta semana. Pero señalar que lo hace inducido eléctricamente es ocultar la auténtica situación, que el ritmo cardiaco revela un punto crucial más de un desarrollo que se puso en marcha mucho antes de que se organice el tejido cardiaco, tras la fecundación. Decir que hay un desarrollo continuo es reconocer que en algún momento tuvo lugar su inicio, y una vez iniciada la vida, admitir su “interrupción” solo puede calificarse como un acto criminal.
Ahora, los provida en los EE.UU. esperan que las batallas judiciales inciten a la corte a reconsiderar la decisión histórica Roe vs Wade, que legalizó el aborto en 1973. Mientras, en Europa y en concreto en España, el aborto será legal, pero no es legítimo pues se basa en la negación del valor de la vida humana en la fase más crítica de su existencia, desde la perspectiva de su desarrollo biológico. El aborto, ni siquiera ha traído ningún beneficio social, aunque si económico a quienes se nutren de este gran negocio de la muerte.
Por todo ello, hay que seguir participando en iniciativas a favor de la vida de todos, y especialmente de los más inocentes e indefensos, desde los que aún no han visto la luz hasta los que, en la declinación de su trayectoria vital, merecen ser tratados con el respeto y la dignidad que todo ser humano merece.