Por Nicolas Jouve, catedrático emérito de Genética y presidente de CíViCa (Asociación miembro de la Federación Europea One of Us). Publicado en Actuall el 16 de enero de 2020.
El cerebro es un órgano tangible del cuerpo, que forma parte del sistema nervioso central. La mente forma parte del mundo invisible y trascendente de cada persona. El problema de la mente y el cerebro, es que, siendo dos realidades perceptibles e irreductibles, no se pueden desvincular entre sí.
La Neurobiología es una de las áreas más dinámicas y de mayor expectativa social de la investigación biomédica. Ello se debe al auge de las nuevas tecnologías que permiten hoy analizar con más profundidad que nunca las causas de las enfermedades mentales y neurodegenerativas, quedando abierto además un espacio de discusión sobre la relación entre el cerebro y la mente.
Aunque sobre la relación entre la mente y el cerebro se han vertido chorros de tinta, las ideas que van surgiendo a raíz de los últimos avances consecuencia de proyectos multinacionales, hace necesario abundar sobre el significado de ambos conceptos. El cerebro y la mente no son lo mismo.
El cerebro es un órgano tangible del cuerpo, que forma parte del sistema nervioso central y que se encuentra alojado en la parte anterior y superior de la cavidad craneal. La mente forma parte del mundo invisible y trascendente de cada persona, al que se asocian la consciencia, la memoria, la voluntad y toda la serie de procesos psíquicos, que en el ser humano adquieren una dimensión superior respecto al resto de las criaturas sintientes.
El cerebro es un órgano material, con sus limitaciones determinadas por su composición a base de neuronas, vasos sanguíneos y demás elementos, mientras que la mente es abierta y potencialmente moldeable e ilimitada en sus capacidades de conocimiento y flexibilidad, en función de la voluntad y el deseo de cada persona. La mente es inmaterial y para desarrollar sus funciones impregna a todo el ser humano, no sólo las células y demás componentes cerebrales.
El hecho de la relación inseparable de la mente y el cerebro no implica una supeditación de una a la otra de ambas realidades, como si una fuese la consecuencia de la otra
El problema de la mente y el cerebro, es que, siendo dos realidades perceptibles e irreductibles, no se pueden desvincular entre sí. El filósofo José Luis González Quirós dice que «el problema de la naturaleza de lo mental no puede separarse del problema de la naturaleza, porque mente y naturaleza son ámbitos de la realidad que no se presentan separadamente» [1].
Pero el hecho de la relación inseparable de la mente y el cerebro no implica una supeditación de una a la otra de ambas realidades, como si una fuese la consecuencia de la otra. Algunos científicos se empeñan en materializar la mente y tratan de explicar –que no de demostrar-, la existencia de un determinismo biológico de nuestra conciencia, y como consecuencia de nuestra conducta. De ser esto cierto, quedaría condicionada nuestra libertad, y todo lo espiritual se convertiría en una secreción del cerebro, como piensa por ejemplo el neurofisiólogo portugués Antonio Damasio, Premio Príncipe de Asturias en 1985 [2]. Si así fuese, las actividades humanas estarían dominadas por un automatismo al dictado de las neuronas y nosotros seríamos unas marionetas sujetas por los hilos del gran órgano rector, que sería el cerebro.
En el otro extremo se sitúan los metafísicos y racionalistas que, con una concepción dualista, consideran el cuerpo como una realidad separada y sometida a los dictados de un espíritu trascendente, algo complicado de explicar sin que medie un atrevido salto al vacío y la especulación.
En realidad, lo que caracteriza a los seres humanos, son sus dos realidades biunívocamente unidas y complementarias, cuerpo y alma –cerebro y mente-. Suele tenerse como una definición clásica del término persona la del filósofo romano Boecio (480–525), según el cual la persona es «sustancia individual de naturaleza racional».
Al margen de los significados, a principios del siglo XXI, las neurociencias, sobre la base del magnífico conocimiento adquirido sobre el cerebro, tratan de reducir la mente, la sustancia racional, a lo puramente material. Esta visión reduccionista se parece mucho a lo que ocurrió a principios del siglo XX, cuando emergió la ciencia de la Genética, tras el descubrimiento de las leyes de la herencia. Entonces fueron los genes, los que se convirtieron en los responsables de todo, los caracteres físicos las enfermedades, el comportamiento, la inteligencia, etc.
Ni somos esclavos de nuestros genes, ni nuestros actos obedecen automáticamente a lo que dictan nuestras neuronas
Ahora son las neuronas las responsables de los pensamientos, la voluntad y todas las demás manifestaciones de la mente, como simples reacciones a los estímulos del mundo exterior de cada persona. Los riesgos de esta visión materialista son evidentes si pensamos en las consecuencias de lo que ocurrió en la década de 1920, hace ahora un siglo, cuando se deshumanizó la sociedad y surgió la eugenesia social, un movimiento que justificaba la búsqueda de la perfección y el mejoramiento de los seres humanos mediante acciones concretas sobre las poblaciones.
Sus doctrinas no sólo eran populares, sino que se pusieron en práctica con leyes que restringían severamente la inmigración y el matrimonio en función de la calidad genética, o llevaron a la institucionalización y esterilización de decenas de miles de ciudadanos en países desarrollados, llegando a justificar el racismo, cuna del nazismo y los nacionalismos supremacistas.
Aquello se apagó, cuando se profundizó en el conocimiento de lo que realmente diferencia lo genético de lo adquirido, lo hereditario de lo cultural. Así, quedó demostrado gracias a grandes genetistas como el americano de origen ucraniano Theodosius Dobzhansky (1900-1975), que entendió que, al margen de los genes «la especie humana ha evolucionado de un modo único para componérselas con el ambiente. Este modo es la cultura. La cultura no se transmite de generación en generación, por medio de los genes, aunque esa sea la forma en que se transmite su base biológica» [3].
Ni somos esclavos de nuestros genes, ni nuestros actos obedecen automáticamente a lo que dictan nuestras neuronas.
La investigación del cerebro puede explicar muchas cosas sobre la fisiología del sistema nervioso, el funcionamiento de las neuronas, las redes neuronales, y las causas de muchas enfermedades mentales y neurodegenerativas, pero esto no es suficiente para explicar la conciencia y la voluntad. El trabajo sobre cómo funciona la interfaz mente-cerebro es arduo y difícil dada la naturaleza inmaterial de uno de los componentes del dilema. Decía nuestro premio Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal (1852–1934) que «pasarán siglos y acaso millares de años antes de que el hombre pueda entrever algo del insondable arcano del mecanismo no solo de nuestra psicología, sino de la más sencilla, de un insecto» [4].
Las neuronas son componentes del cerebro, no de la mente, y sus respuestas a estímulos externos son de tipo electroquímico, no una actividad autónoma que explique la conciencia. La mente, mediante un proceso de deliberación y contrastación psicológica, es la que dicta las órdenes y determina la decisión a adoptar ante un estímulo externo, si bien, puede haber diferentes niveles de reacciones que van desde lo meramente instintivo y reflejo a lo racional, en que sería imposible la autonomía del cerebro. El sistema nervioso no es el responsable de nuestros actos, sino en todo caso su brazo ejecutor.
El Prof. José Luis Velayos, Catedrático Honorario de Neuroanatomía de la Universidad de Navarra, señala las importantes diferencias en el funcionamiento de la mente y el cerebro humano respecto a los animales: «La uniformidad en el obrar de los animales tiene que ver con los instintos, ya que siguen de forma necesaria lo que les indican los mismos. El hombre, en cambio, puede dominar la esfera inferior, puede salirse del presente y proyectarse hacia el futuro, pues conoce que conoce, piensa que piensa. […] No hay una explicación neurocientífica definitiva de cómo se produce la consciencia, a pesar de que existen zonas en el encéfalo que intervienen en la elaboración de la misma. En consecuencia, no se puede ejercer la libertad en el sueño, en el estado de coma, en el Alzheimer, etc.; y la libertad está cercenada en situaciones de miedo, de coacción, de amenaza, en la embriaguez, etc». [5].
Si el cerebro fuese un aparato que dictase nuestras acciones de forma automática y las neuronas o los genes, fuesen los dueños de nuestras capacidades y de nuestros actos, habría perdido su sentido el esfuerzo, la conducta exploratoria, la voluntad, la libertad y todas las demás facultades relacionadas con el deseo de progresar o adaptarse al medio en que vivimos y de ser lo que somos o lo que queremos ser. Sería la negación de lo más genuinamente humano, su racionalidad.
[1] J.L. González Quirós. Mente y cerebro, (Iberediciones, Madrid 1994)
[2] A. Damasio, Y el cerebro creó al hombre. (Ed. Destino-Planeta, Barcelona 2010).
[3] Th. Dobzhansky. Diversidad genética e igualdad humana. (Labor, Barcelona 1978).
[4] S. Ramón y Cajal, Recuerdos de mi vida, (Crítica. Barcelona 2006).
[5] J. L. Velayos, «Libertad y cerebro». Publicado en www.CiViCa.com.es, 19–2–2018: http://civica.com.es/bioetica/libertad-y-cerebro/