Por Andrés Ollero, Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional y Secretario General del Instituto de España.
“Me refiero al derecho a no ser objeto de compraventa en una clínica o en una pescadería. Nos pasamos la vida modificando la naturaleza, gracias a lo cual hemos descubierto la bomba atómica, pero llevar el cuerpo humano al mercado es llevar allí a la persona”. Cristina CASABÓN
Emmanuel Kant se convirtió en padre de la Ilustración con un programa de dos puntos: “Atrévete a saber”, superando cualquier rechazable minoría de edad, pero sin olvidar que “la persona nunca puede servir de instrumento, sino que ha de ser siempre tratada como fin de nuestra acción”. Lo que no imaginaba es que llegaría a tener nietos tan poco ilustrados como para ser incapaces de suscribir ambos principios.
El asunto asomó ya con el “bebé medicamento”, procreado para -en un alarde de altruismo- ceder a un hermano elementos fisiológicos con los que subsanar sus defectos biológicos. Habermas denunció ya el nacimiento de un “supermercado genético” de la mano de una “naturaleza des-almada”. A su juicio, el sometimiento de la protección de la vida pre‑personal a fines terapéuticos de alto rango colectivo produce una pérdida de sensibilidad de nuestra visión de la naturaleza humana y un “acostumbramiento”. que allana el camino a la puesta en marcha de una “cría de hombres”.
Como tantas otras cosas, el asunto ha acabado banalizándose. Ahora se trata de fabricar un ser un humano que se convierta en una muñeca, liberando así -en un alarde de individualismo- de una insoportable soledad. Una filósofa menos conocida, citada por nuestra autora de hoy, no se queda corta a la hora de explicarlo: la tecnología -dejémonos de romanticismos- ha generado un poder “que convierte al vientre de la mujer en un horno de pan”.
Cuando oigo hablar en serio de una maternidad subrogada altruista, ajena a todo mercado y explotación -como cuando oigo hablar de prostitución voluntaria, en seguida me acaba pudiendo la filosofía del derecho. El ordenamiento jurídico existe para regular conductas indispensables para mantener una convivencia pacífica, no para normalizar en dosis masivas actitudes imaginarias, ignorando el costo colectivo de la operación.
El ser humano se acaba viendo elevado a animal de compañía, en plena apoteosis de los derechos de los animales. La idea kantiana de una dignidad humana, que -secularizando la del hombre como hijo de Dios- se convertía en fuente de derechos inviolables e inalienables, queda ya para iusnaturalistas de estricta observancia. Se ha producido un cambio de paradigma. Hablar a estas alturas de “naturaleza humana”, llevaría a incurrir en un especieísmo. Palabro que no encuentro en mi vieja edición del diccionario de la Real Academia, pero que veo homologado en internet como “la creencia que afirma la superioridad de una especie en detrimento de las demás”; algo así como si todos los seres humanos no sintiéramos, por un día, nacionalistas catalanes.
Me impresionó mucho, hace algún decenio, en una comisión parlamentaria sobre las parejas de hecho. oír perorar sobre los más novedosos derechos al patriarca Pedro Zerolo. Tanto me afectó que no me resistí a preguntarle, dispuesto a aprender algo, qué entendía por derechos. Su respuesta resultó profética. Los tales derechos no eran sino meros deseos, que -eso sí- lograban general acogida. No exigían entusiasmo alguno por parte del personal, bastaba con que suscribieran una razonable ración de tolerancia sobre los antojos ajenos.
Así han acabado naciendo los derechos de los animales de compañía, cuyo traslado exige mimos muy superiores a los reclamables por un vulgar ser humano. Lo de las dignidades ha pasado a la historia. Ahora el último grito es entender por derechos una colección de ventajitas, fruto de generalizados antojos de los demás. Si alguien se considera por ello degradado es su problema. El progreso es el progreso.