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Por Andrés Ollero, Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional y  Secretario General del Instituto de España. Real Academia de Ciencia Morales y Políticas (España). Ponencia presentada en Buenos Aires, dentro del Seminario organizado por la argentina Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas sobre “La Argentina y España: Cuatro décadas viviendo en democracia”, el 13 de abril de 2023.

Quiero, ante todo, expresar mi satisfacción por esta nueva visita a Argentina, agradeciendo la generosa invitación de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, que me permite continuar el positivo encuentro celebrado recientemente en Madrid. Surgen en memoria otras ocho ocasiones de haber visitado este país y sus instituciones universitarias en oportunidades anteriores, desde 1983 a 2015 (ocho años ya), con estancia en Buenos Aires en casi todas ellas, más Mendoza, Rosario, Córdoba, La Plata, Azul. Ushuaia y Posadas.

Entrando ya en materia. La recuperación de un sistema democrático en España, tras la muerte del general Franco, que había reunido dictatorialmente en él todos los poderes del Estado, tuvo efecto inmediato. Las primeras elecciones generales dieron paso a un gobierno con refrendo parlamentario. Legislativo y Ejecutivo comenzaban una nueva etapa, en el marco de una monarquía parlamentaria, refrendada por la Constitución. Situación peculiar era la de los miembros del Poder Judicial, que -en principio- continuaron en sus cargos sin mayores novedades.

No dejaron de plantearse situaciones singulares como la recordada en  la tempana sentencia 80/1982, de la  que fue ponente Francisco Tomás y Valiente. La jurisdicción ordinaria había negado la condición de heredera a una ciudadana, considerada hija ilegítima por la normativa preconstitucional, equiparando con las leyes fundamentales franquistas a la Constitución, considerando que aunque su reciente texto estableciera el principio de igualdad vetando toda discriminación por tal motivo, habría que esperar a que se modificara lo previsto por el Código civil al respecto[1].

La Constitución desmanteló los órganos de gobierno judiciales, dependientes hasta entonces directamente del Ministerio de Justicia, en todo lo relativo a organización, formación y ascensos de sus integrantes. Elemento decisivo fue la figura del Consejo General del Poder Judicial, de indisimulada influencia italiana, de cuyos aires doctrinales -uso alternativo derecho incluido- se alimentaban sus miembros más proclives a planteamientos de izquierda. Su presidente lo era, a la vez, del Tribunal Supremo, como más elevada cabeza organizativa y jurisdiccional.

La composición de cúpula del gobierno judicial, reflejaba uno de las exigencias reiteradas de los jueces autoconsiderados progresistas; el autogobierno. Asunto poco sorprendente para un universitario como el que esto relata, acostumbrado a verlo funcionar en el ámbito académico, donde la autonomía se consideraba sagrada. De ahí que la Constitución estableciera que la mayoría (doce) de los veinte vocales del Consejo se eligieran “entre jueces y magistrados”, mientras los otros ocho se repatirían entre las dos cámaras, para ser elegidos por diputados y senadores.

La Constitución excluía la militancia política o sindical de los jueces, mientras estuvieran en activo, pero admitía su afiliación a asociaciones profesionales. Unitaria inicialmente la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), pronto -tras algunas tensiones suscitadas- los miembros de la llamada Justicia Democrática, se sintieron incómodos en ella y pasaron a crear una segunda: “Jueces para la Democracia”; con el tiempo. “Jueces y Juezas”, por aquello del progreso. Posteriormente, junto a la matriz inicial, surgirían hasta tres más.

La primera versión del Consejo General, gobernando la Unión del Centro Democrático (UCD), reflejó una interpretación del texto Constitucional que, unánimemente se consideró compartida; se entendía que elegir “entre jueces” suponía elección “por” los jueces, acorde con el autogobierno auspiciado por el sector progresista.

La llegada al poder de los socialistas, tendió a considerarse como prueba de la madurez de la Constitución. Aunque el “cambio” fuera el lema propuesto por Felipe González, nadie pensó en que se cambiara el sistema de elección en la composición del Consejo. Más bien, puestos a cambiar, los socialistas modificaron de modo drástico la edad de jubilación de los jueces, adelantándola cinco años, entendiendo quizá que el fervor por el progreso se apacigua con la edad. Algo similar ocurriría en Polonia años después, con no poco escándalo, pero en el caso español nadie tuvo nada que objetar..  Poco después el mismo gobierno extendió el servicio activo tres años más, luego resituó el tope en los setenta e incluso admitió una voluntaria prórroga hasta los setenta y dos. Algo pudo haber pues de indiscriminada depuración en la fase inicial y, en todo caso cierto aviso para navegantes.

Un problema iría pronto emergiendo. Aunque. dado el pluralismo asociativo, no había ningún grupo netamente mayoritario, todo parecía indicar que al notable número de los jueces no afiliados le sonaba mejor la melodía profesional que la del progreso. Al fin y al cabo, la preparación de las llamadas oposiciones, para acceder al cuerpo de funcionarios judiciales, con duros años de trabajo monacal durante todo el día, alimentaba entre los que lograban superar tal ordalía, más la querencia a conservar lo logrado que el hambre por arriesgados vanguardismos.

Esto puede explicar un curioso fenómeno. El “cambio” en la Ley Orgánica del Poder Judicial se tradujo en el envío a las cámaras por el gobierno socialista de un proyecto de ley, en  cuyo texto  no solo los jueces elegían a sus doce representantes, sino que hasta se diseñaba el formato de las papeletas, para evitar que todas las vocalías acabaran monopolizadas por las alturas de la carrera, forzando una mayor variedad de órganos judiciales concernidos.

Sorprendentemente una aislada enmienda de un diputado extremadamente minoritario hizo funcionar a las calculadoras, al sugerir que fueran las cámaras las que se repartieran, a diez por cabeza, todas las vocalías, sin otro rastro de autogobierno que recordar a los grupos parlamentarios mayoritarios que tuvieran buen cuidado en incluir a seis de ellos “entre” jueces que consideraran afines[2]. La acogida fue semejante a la previsible si se hubiera establecido que, en adelante. los cargos académicos fueran elegidos por políticos desde fuera de la universidad.

El Partido Popular puso el grito en el cielo tanto ardor que debió quedarse afónico. Cuando le tocó gobernar, con mayoría absoluta, no puso empeño alguno en volver a los orígenes, como antes había defendido.

El asunto acabó llegando al Tribunal Constitucional, que en una de sus sentencias -a mi modo de ver- menos afortunadas, argumentó hasta la saciedad en sus fundamentos que fueran los jueces los que eligieran a sus iguales, para evitar que la lógica política inundara al Poder Judicial. Sin embargo, incurriendo en lo que el propio Tribunal ha patentado como “formalismo enervante”, apeló al principio de conservación de la norma, para afirmar que como aún no se había producido tal inundación política, habría que esperar a que tal hecho ocurriera para declarar la inconstitucionalidad.

El hecho se fue repitiendo con terquedad, gobernando unos y otros, y la llamada “politización de la justicia” se ha visto convertida durante años en obligado trend-topic. En el metaverso, los vocales del Consejo lucen la escarapela del partido que los propuso, convirtiendo en aparentemente vicarias todas sus decisiones.

La apoteosis se vive en estos días, con un Consejo General que no se ha renovado cuatro años después de extinguirse su mandato, al exigir los populares que se vuelva a la interpretación inicial del texto constitucional, un presidente del mismo dimitido, recortes legislativos socialistas destinados a garantizar que el Consejo no pueda llevar a cabo ninguna de sus funciones, salvo alguna que excepcionalmente puede interesar al gobierno…

En su día, la entrada en juego del Tribunal Constitucional fue sin duda una de las aportaciones decisivas de la carta magna, no exenta de minoritaria crítica. La designación del primero fue todo un ejemplo de buen hacer, dentro del ambiente de pacto que presidió el arranque de la transición democrática. Se nombró a lo mejor que se fue encontrando sin sectarismo alguno. Resultó significativo que, cuando alguien filtró, o inventó, que el presidente de sus doce miembros sería el prestigioso profesor Aurelio Menéndez, sus componentes, en un precoz arranque de autogobierno, eligieron al profesor García Pelayo, tras sus largos años en el exilio en la etapa franquista. No menos significativo fue que, cuando el Tribunal aborda, por vez primera en 1985, la despenalización del aborto, el propio García Pelayo resolviera con su voto de calidad el empate existente, inclinándose por la solución más favorable a la protección del no nacido.

El Tribunal responde al modelo “concentrado”, actuando como “legislador negativo”, fiel a la matriz kelseniana predominante en el continente europeo. En consecuencia, revisa la posible inconstitucionalidad de actos emanados no solo del Legislativo o el Ejecutivo, sino también del Poder Judicial. No faltó quien afirmara: “En España solo hay un Tribunal Supremo y no se llama así”.

Sus sucesivas renovaciones han acogido mayoritariamente a académicos y magistrados, con la excepción de algún fiscal o abogado. La Constitución no descarta entre ellos a quienes tengan experiencia política o parlamentaria, dadas las abundantes cuestiones cuya solución exige tales conocimientos. Se repite así lo ya ocurrido en el Consejo: el metaverso los alinea en conservadores y progresistas sin molestarse en leer las sentencias, lo que genera una presunción de culpable dependencia. Ello me ha llevado a publicar una auditoría de mis sesenta y nueve votos particulares, en los que la diferencia entre los que discrepo de unos u otros es de tres[3].

Por lo demás, las cámaras se retrasan igualmente a la hora de renovar a sus miembros -cuatro cada tres años- despertando sospechas de manipulación política, Tanto en Alemania como en Portugal se ha recurrido a normas que se eviten tales anomalías, haciendo que sean los propios miembros del Tribunal los que propongan candidatos, si las cámaras no lo hacen a su debido tiempo. La “solución” ideada en España es simplemente vergonzosa, En vez de aprestarse los políticos a cumplir su deber -que no privilegio- constitucional, mantienen una ley que da por cumplidos a los magistrados los años de retraso de su nombramiento. Cuatro de ellos han visto por tal sistema reducida su presencia en el Tribunal a seis años, en vez de a los nueve que prevé la Constitución. Por si fuera poco, periodistas poco informados aplican tal criterio a los designados con retraso -prácticamente todos- y los tratan como a ilegítimos okupas antes de que hayan agotado su mandato constitucional[4].

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El Tribunal, siguiendo el ejemplo alemán, continuado por el de Estrasburgo del Consejo de Europa, permite el acceso directo de los ciudadanos por la vía del recurso de amparo, lo que le estaba llevando a morir de éxito. Para evitarlo, se ha reducido tal posibilidad a casos de los que quepa justificar su “especial trascendencia constitucional”. Se entiende que la función del Tribunal no es tanto fijar la justicia del caso como sentar doctrina, para que sea la jurisdicción ordinaria la que asuma aquella labor. La reforma no ha logrado sin embargo frenar con eficacia el número de recursos presentados.

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La frecuente referencia mediática a una posible politización de la justicia perjudica injustamente la labor de sus profesionales, cuando lo que reiteradamente se produce es un indisimulado afán político por instrumentalizarla. A ello se añade una escasa cultura de responsabilidad política, que se ve sustituida como único límite por la sanción administrativa o incluso penal[5], Por si fuera poco, los casos de corrupción protagonizados por políticos abundan, hasta el punto de que solo se vean libres de ellos los partidos que no llegan al poder.

Una lamentable variante de esta situación viene surgiendo en torno al llamado procès relacionado con movimientos catalanes de secesión. Esto ha dado lugar a una curiosa metamorfosis terminológica, que ha puesto de moda la necesidad evitar una judicialización de la política. Desgraciadamente, no se trata de invitar a dimitir al político por comportamiento irregular, haciendo así innecesaria la intervención de los tribunales, con eco inmediato. Se ha convertido, por el contrario, en una tipología que permite al político vivir fuera de la ley, mientras que quienes pretenda ponerle freno se verán acusados de judicializar lo político; como si tales especímenes gozaran de la inmunidad de los dioses mitológicos.

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Por si fuera escaso el panorama, la integración española en instituciones europeas, tan positiva por tantos conceptos, no ha dejado de provocar situaciones complicadas en el ámbito judicial. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, con sede en Luxemburgo, ha tomado por bandera la “primacía del derecho europeo”, sin admitir traba alguna en su ejercicio. Esto ha llevado a frecuentes fricciones con tribunales constitucionales de los Estados miembros, especialmente vistosas en el ámbito alemán. Es obvio que su función implica una delegación de soberanía de los Estados, pero ello no lo convierte de ninguna manera en Tribunal Constitucional de la Unión, sin apoyo en tratado alguno[6].

En el caso español esto dio lugar a la Declaración 1/2004 del Tribunal Constitucional, favorable a la suscripción de los Tratados de la Unión Europea y a una prudente actitud inicial evitando contacto con el Tribunal de la Unión, con sede en Luxemburgo, estimando su función como infraconstitucional[7] y no considerándose, en consecuencia, como su obligado interlocutor; al  no actuar como última instancia del Poder Judicial español,  atribuyendo dicha condición al Tribunal Supremo.

Cuando abandonó tal actitud, al presentar una cuestión prejudicial, con motivo del llamado caso Melloni, el Constitucional español acabó dividido[8], dado el tono de la respuesta recibida, que incluía una sorprendente interpretación restrictiva de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Por si fuera poco, la experiencia de la Euroorden, ambicioso sistema  previsto para sustituir dentro de la Unión Europea las extradiciones por la simple puesta a disposición entre jueces de los Estados miembros, para luchar contra de delincuencia  transfronteriza, está resultando -en el caso español- especialmente desagradable, al permitirse juzgados extranjeros de orden inferior discutir los pronunciamientos de tribunales españoles sobre derecho interno, poniendo en peligro el sentido mismo de tal institución.

 

[1] Dada la obligada brevedad de mi intervención oral, remitiré en su texto a publicaciones personales en las que ampliado algunos de sus aspectos. Este caso, Diálogo de tribunales en Enciclopedia de las Ciencias Morales y Políticas para el Siglo XXI. Ciencias políticas y jurídicas. (Con especial referencia a la sociedad pos-Covid-19) (edición de Benigno Pendás; prólogo de Miguel Herrero de Miñón) Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas-Boletín Oficial del Estado, 2020, págs. 743-746.

[2] Sobre el particular La Justicia en el escaparate Madrid-Valencia, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas-tirant lo blanch, 1922, págs. 143-155.

[3] Votos particulares Madrid, tirant lo blanch, 2022.

[4] Sorpresa, se cumplió la Constitución Diario ABC 3 septiembre, 2021.

[5] De ello me ocupé, a propósito de la lucha ilegal contra el terrorismo en Responsabilidades políticas y razón de Estado Madrid, Papeles de la Fundación (para el Análisis y los Estudios Sociales), nº 31 (1996) y La relación entre ética y política. Responsabilidad pública y presunción de inocencia «Nueva Revista” 1992 (24), págs. 30-31.

[6] Al respecto Diálogo de tribunales en “Enciclopedia de las Ciencias Morales y Políticas para el Siglo XXI. Ciencias políticas y jurídicas”, edición de Benigno Pendás; prólogo de Miguel Herrero de Miñón, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas-Boletín Oficial del Estado, 2020, págs. 743-746.

[7] La aplicación del derecho comunitario como cuestión infraconstitucional en el ordenamiento jurídico español “Revista de las Cortes Generales” 2009 (76), págs. 117-133.

[8] En la sentencia 26/2014, relativa a la respuesta dada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su Sentencia de 26 de febrero de 2013 a las cuestiones prejudiciales planteadas por el propio Tribunal Constitucional en su Auto 86/2011, de 9 de junio.