Por Nicolás Jouve, Catedrático Emérito de Genética Presidente de CíViCa y ex -miembro del Comité de Bioética de España.
Artículo en PDF: Los mitos y falsedades sobre el inicio de la vida y el valor del embrión humano
Los debates sobre el aborto, la investigación con embriones humanos (la clonación, la investigación con células madre, la transferencia nuclear, la formación de quimeras, etc.) y el uso de métodos anticonceptivos y abortivos han supuesto la aparición de afirmaciones concretas, las más de las veces descabelladas y faltas de fundamento científico, sobre cuándo comienza la vida de cada ser humano y cuál es su valor y significado en sus etapas más tempranas y vulnerables.
Lo menos que se debe exigir dada la trascendencia del tema es rigor y conocimiento. Por ello y ante la cantidad de afirmaciones erróneas que se suelen utilizar se presentan una muestra de los mitos y falsedades, disfrazadas de fundamento científico que se esgrimen y los hechos objetivos que los desmontan. Esto debe permitir aclarar el verdadero significado de la vida humana desde su inicio. Es decir, que es lo que dice la Biología sobre una pregunta científica relativamente simple: ¿Cuándo empieza la vida?
Se trata de una pregunta fundamental para resolver cualquier duda ética y para fundamentar las leyes que deben proteger la vida humana. Una pregunta que debe basarse en los conocimientos aportados por los biólogos: embriólogos, biólogos celulares, genetistas…, y no en opiniones o ideologías. Este conocimiento es la base del estatuto biológico del embrión, en que debe basarse el estatuto ontológico y finalmente el jurídico –y solo en este orden-, para el establecimiento de las leyes de protección de los seres humanos en todo momento y a lo largo de todo su ciclo vital.
Antes de nada, un recordatorio básico. Para que se lleve a cabo la fecundación (fertilización o concepción), primer acto en relación con el inicio de la vida, se necesita un espermatozoide maduro y un ovocito humano maduro. Antes de la fertilización, cada uno tiene solo 23 cromosomas, no 46, que es el número de cromosomas necesarios y característicos para un solo miembro individual de la especie humana. La denominación «óvulo fertilizado» es incorrecta. No es un óvulo de ningún tipo; es un ser humano, en el estadio de cigoto. Un ser humano es el producto inmediato de la fecundación.
Lo que se trata de probar con esto es la imposibilidad de enmarcar temporalmente el ciclo biológico de un ser humano. Ante estas afirmaciones poco científicas es importante tener clara la diferencia entre la vida celular y la vida generada tras la fecundación.
De hecho, células hay siempre, los propios gametos sirven de puente para pasar de padres a hijos por lo que la vida según estas tesis trascendería un periodo temporal concreto. Quienes argumentan esto dicen que para que haya vida basta con que concurran dos propiedades: “capacidad de reproducción” y “metabolismo” propio. Claro automáticamente se puede pensar que una célula de la piel, o una célula nerviosa o muscular, por ejemplo, constituyen un ser vivo… pues se cumplen al menos la propiedad del metabolismo propio. Pero ojo, una sola de estas células no puede producir un ser humano con 46 cromosomas, ni tiene capacidad de reproducción. La vida activa de un espermatozoide o un óvulo se limita a su misión reproductora, de modo tal que si no se culmina serán eliminados o expulsados como desechos a las pocas horas de su producción.
El error está en obviar que la reproducción no se refiere solo a la capacidad de multiplicarse o dividirse, cosa que tampoco poseen los gametos, ni muchas (aunque no todas) las células somáticas humanas. Reproducirse es dejar descendientes que podamos catalogar como individuos de la misma especie.
Lo cierto es que ninguna de las dos capacidades, de reproducción y metabolismo, las poseen los gametos por separado, pero sí el cigoto formado tras su fusión, el verdadero “big-bang” de la vida.
El embrión humano formado tras la fecundación es un organismo, un ser humano y no una «burbuja» o un «montón de células». Este nuevo individuo humano posee una combinación inédita de cromosomas y genes de procedencia tanto de la madre como del padre, que determinan sus características biológicas propias y distintas y por lo tanto no es de ninguna manera una réplica ni un «pedazo de los tejidos de la madre». A través de la mezcla de los cromosomas maternos y paternos, el cigoto es un producto genéticamente único del reordenamiento génico y cromosómico del que depende el programa de desarrollo que se pone en marcha inmediatamente tras la fecundación.
Científicamente no hay absolutamente ninguna duda de que el producto inmediato de la fertilización es un ser humano recién constituido. Un cigoto humano es un ser humano. No es un ser humano «potencial» o «posible». El cigoto humano es la primera realidad corporal de un ser humano. Desde la Biología se puede afirmar que el cigoto es el punto exacto en el espacio y el tiempo en que un nuevo ser humano comienza su ciclo vital. Es un ser humano real, que efectivamente tiene el potencial de crecer y desarrollar sus capacidades. Unas capacidades que no poseían los gametos de que procede. En primer lugar, cada cigoto tiene una “identidad genética” propia y singular, construida por la adición de genes de sus parentales y distinta a la de ellos. En segundo lugar, no se trata de un ente abstracto o indeterminado, sino de un ente genuinamente humano, con ADN humano que está orientado y tiene la capacidad de seguir un proceso de desarrollo, precisamente bajo las directrices de la información genética propia. En tercer lugar, esta célula es “totipotente”, tiene en sí la capacidad de generar todas las células del organismo con sus diferentes especialidades.
Como bien saben los embriólogos, un cigoto humano de una sola célula, o un embrión humano más desarrollado, o un feto humano es un ser humano, y esa es la forma en que se supone que deben considerar esos períodos particulares de desarrollo.
En la dimensión temporal se distinguen dos fases en el desarrollo humano: la “fase embrionaria”, desde el cigoto hasta el final de la séptima semana, y la “fase fetal”, que va desde la octava semana al parto, aproximadamente 36 semanas después de la fecundación.
Como bien saben los genetistas, todo el proceso de desarrollo está regulado genéticamente en espacio y tiempo. Todo transcurre sin solución de continuidad. Las células se dividen y multiplican conservando la misma información genética del cigoto. En su momento se produce la diferenciación de distintos tipos de células, lo que se debe a la expresión diferencial de parte del genoma, permaneciendo inactivos los demás genes en cada una de ellas. Hay por tanto unas instrucciones, un programa de actividades genéticas diferenciales que se pone en marcha tras la fecundación
El producto inmediato de la fecundación es genéticamente una niña o un niño con un sexo determinado por el complemento cromosómico que posee desde ese primer instante. Si el espermatozoide aportó 22 autosomas y un cromosomas X, tras la fecundación el cigoto tendrá una combinación de 22 pares de autosomas y una combinación XX del par sexual (22”+XX o 46,XX) y el embrión será una hembra genética, y si aportó 22 autosomas y un cromosoma Y, tras la fecundación el cigoto tendrá una combinación de 22 pares de autosomas y una combinación XY del par sexual (22”+XY o 46,XY) y el embrión será un varón genético.
El embrión temprano constituye la primera fase de la vida y crece y se desarrolla desde la fecundación obedeciendo a un programa de actividades genéticas, su identidad genética, constituida en la fecundación. Esta información es la que lo capacita de forma suficiente para seguir el proceso de desarrollo de forma autónoma. Cuando se habla de constitución, de acuerdo con la acepción del diccionario de la RAE, estamos hablando del conjunto de caracteres específicos de algo. Es decir, el conjunto de notas que caracterizan un todo.
Dados los avances de la Biología celular y molecular y de la Genética del desarrollo, hoy sabemos que cada célula del embrión cumple un papel en interacción con el conjunto. Pero el conjunto es una unidad de desarrollo en sí misma que se autoconstruye con el programa genético que quedó fijado en el cigoto. Todas las células de un embrión temprano contienen la misma información de partida, que incluso utilizan solo parcialmente. Sin embargo, cada célula del embrión temprano, lejos de ser un elemento autónomo, contribuye de forma diferencial al proceso del desarrollo del todo, que, además, debe observarse con perspectiva temporal.
El desarrollo es un proceso dinámico y continuo y, si bien poco a poco van aflorando nuevas características, sería arbitrario determinar un momento concreto para decidir que ya posee suficientes notas como para reconocerle el estatus de ser humano y persona. ¿Cómo decidir ese momento si la realidad es la misma que ya existía desde la fecundación y seguirá siéndolo hasta el final de su vida?, y ¿cómo atribuir al ambiente materno la incorporación de unas notas que no es que no sean propias del embrión, sino que no ha transcurrido el tiempo necesario para que se manifiesten? El ambiente materno del que depende el desarrollo embrionario no constituye un elemento formal del embrión, aunque sea necesario para su desarrollo, como no lo es el aire o la alimentación del recién nacido o del adulto.
Es uno de los mitos más comunes perpetuados a veces incluso en artículos casi científicos, especialmente en la literatura bioética. El embrión humano, que es un ser humano, comienza con la fecundación, no con la implantación (alrededor de 5 a 7 días), no tampoco a los 14 días o 3 semanas, según diferentes opiniones. El período embrionario comienza con la fertilización y termina al final de la octava semana, cuando comienza el período fetal.
El mito tiene su origen en una explicación no científica, sino sociológica. Cuando se expandieron las tecnologías de la contracepción, a principios de los años sesenta, los promotores de los métodos anticonceptivos, conscientes de que los métodos dirigidos a interferir con la implantación corrían el riesgo de no recibir una amplia aceptación social, promovieron la idea de declarar éticamente irrelevantes los primeros catorce días del desarrollo embrionario humano. Pero los hechos son como son, como se desearía que fueran. El verdadero inicio de la vida lo marca la fusión de los gametos, la fecundación, aunque su producto haya de recorrer un camino hasta la anidación en el útero.
La anidación no supone ningún cambio en la esencia del embrión, que, tras la implantación en el útero materno, sigue su transformación en relación con su entorno, pero en dependencia de su propia información genética. Lo que ocurre, tras la anidación, es que se acentúa su relación y dependencia del ambiente materno hasta el extremo de que si el embrión no anida se detiene el desarrollo y muere, pero no por sus carencias constitucionales, sino por la falta de un ambiente adecuado que le proporcione el oxígeno y los nutrientes necesarios para el mantenimiento de la vida. La anidación en el útero materno no añade ni quita nada a la nueva vida en sí misma; lo que hace es suministrarle las condiciones ambientales óptimas para su desarrollo
El uso del término “preembrión” no tiene cabida en la literatura científica, su origen es de carácter legislativo o jurídico. Se remonta a finales de los setenta del siglo pasado, en los escritos de bioética del teólogo jesuita Richard McCormick en su trabajo como Asesor de Ética del Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los EEUU, y a las ideas del biólogo del desarrollo Clifford Grobstein en un artículo de 1979 en Scientific American. Tanto McCormick como Grobstein propagaron este mito científico como miembros del Comité de Ética de la Sociedad Estadounidense de Fertilidad y en numerosos artículos influyentes de bioética, lo que llevó a su uso común en la literatura bioética, teológica y de políticas públicas hasta el día de hoy. No se encontrará en ningún tratado de Biología o de Embriología.
Además, el término «preembrión» tiene una connotación utilitarista. Se utilizó como justificación para permitir la investigación con embriones humanos en el Informe del Comité Warnock británico (1984). También se usó en los EE.UU. para el Informe de investigación de embriones humanos de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) en 1994. El «embrión preimplantatorio», o «preembrión», se consideró que tenía solo un «estado moral reducido».
Por otro lado, el “preembrión” se ha relacionado con otro mito, el de la “unicidad”. Según esto, no se ha de conceder la condición de ser humano, y aun de vida humana, a algo que no tiene garantizada su carácter único. McCormick afirmó que el «preembrión» aún no ha decidido en cuántos individuos se convertirá, ya que las células son totipotentes y se pueden producir gemelos. Por lo tanto, argumenta, no hay ningún «individuo» presente hasta los 14 días en que tiene lugar la formación de la línea primitiva, un engrosamiento de la superficie del embrión que se considera el momento a partir del cual no puede tener lugar la gemelación. Sin embargo, incluso después de 14 días son posibles los casos de fetus-in-fetu y los gemelos siameses.
El Dr. Gonzalo Herranz (1931-2021) catedrático y profesor emérito del Departamento de Humanidades y Ética Médica de la Universidad de Navarra, en su obra El embrión ficticio: historia de un mito biológico (Ed. Palabra, Madrid 2013) avanza una nueva teoría según la cual el accidente de la partición de un embrión sucedería pronto, poco después de finalizar el proceso de la fecundación. El gemelismo podría tener lugar en la primera división de segmentación, que da paso a la transición al estadio de dos células, que al separarse podrían dar lugar a dos gemelos genéticamente idénticos. Cada uno generaría su propio trofoblasto del que se derivarían sus propias membranas protectoras. Es decir, serían gemelos cada uno con su propio corion –gemelos dicoriónicos-, y su propia placenta –diamnióticos-, como también ocurre normalmente con los gemelos dicigóticos. Esta explicación de la gemelación es trascendental para el debate bioético, pues en realidad ya no cabría esperar a la anidación o a la formación de la estría primitiva como momento en que se garantizaría la unicidad embrionaria, y por tanto no cabría argumentar que no hay vida humana hasta que esta es única e independiente. Cada vida humana, incluida la de los gemelos monocigóticos quedaría determinada al final de la fecundación, tras la primera división celular siendo el fenómeno de la gemelación un evento de baja probabilidad derivado del propio proceso de la fecundación. Con toda propiedad se ratificaría que cada vida humana parte de una única célula, bien sea el cigoto o cada una de las células procedentes de su segmentación, que en cualquier caso seguirían un proceso de desarrollo paralelo e independiente desde el principio.
Esta explicación es coherente con el hecho de que una vez constituida la identidad genética estamos ante una nueva vida humana, que podría convertirse en dos o incluso ocasionalmente en más de dos, sí por accidente se produjera la gemelación. En cualquier caso, debe sostenerse la identidad genética como el argumento principal para considerar que estamos ante una vida humana.
La indivisibilidad no ha de considerarse requisito para el reconocimiento de la individualidad. El embrión temprano podría ser potencialmente divisible, pero sigue siendo una etapa del ciclo biológico humano, que comenzó tras la fecundación. El embrión, divisible o no, es ya una vida humana que posee su identidad invariable de por vida de la que depende su desarrollo como un ente biológico.
Es científicamente incorrecto afirmar que solo la masa celular interna o embrioblasto constituye el «embrión propiamente dicho». El blastocisto completo, incluidas las capas celulares internas y externas, es el embrión humano, el ser humano, el individuo humano. Los estudios de desarrollo muestran que del trofoblasto (capa externa) es precursor de la placenta posterior que se descarta al nacer. Pero también es cierto que durante la fase embrionaria temprana se produce algún intercambio de blastómeros entre ambas capas, y que las células de la masa celular interna también contribuyen a algunas de las membranas extraembrionarias.
Los anexos del desarrollo, a los que comúnmente, pero de manera incorrecta, se les llama membranas extraembrionarias, incluyen el trofoblasto, el amnios, el corion, la vesícula umbilical (saco vitelino), el divertículo alantoideo, la placenta y el cordón umbilical. El corion, el amnios, el saco vitelino y la alantoides constituyen las membranas fetales. No son estructuras de origen materno, sino que se desarrollan a partir del propio cigoto, aunque no participan en la formación del embrión o feto, excepto por partes del saco vitelino y la alantoides. Son genéticamente una parte del mismo individuo que inició su desarrollo tras la fecundación.
Esta definición de «embarazo» se inició para dar cabida a la tecnología de la fecundación in vitro, a finales de los años setenta, en que la fecundación se puede llevar a cabo artificialmente fuera de la madre en una placa de Petri. Luego estos embriones así producidos se introducen artificialmente en el útero de la mujer para su implantación. Obviamente, hasta que el embrión no está dentro del cuerpo de la mujer, ella no está «embarazada» en el sentido literal y tradicional del término. Sin embargo, esta situación artificial no puede sustituirse válidamente para redefinir el «embarazo natural», en el que la fertilización tiene lugar dentro del cuerpo de la mujer en su trompa de Falopio y, posteriormente, el embrión mismo se mueve a lo largo de la trompa para implantarse en su útero. En situaciones normales, el embarazo comienza con la fecundación, no con la implantación:
La terminología interrupción voluntaria del embarazo es un eufemismo para suavizar o enmascarar lo que es un aborto. Este supone acabar de forma irreversible con la vida, no es algo que se interrumpe temporalmente. Un aborto no es sólo la “interrupción voluntaria del embarazo” sino un acto simple y cruel de “la “eliminación de una vida humana”.
Estas píldoras y dispositivos tienen doble acción, como inhibidores de la fecundación y/o de la implantación. Entonces pueden ser abortivos si se ha producido la fecundación al actuar para evitar la implantación de un embrión humano ya existente. Estos métodos químicos y mecánicos de anticoncepción se han convertido también en métodos de aborto. Son potencialmente abortivos.
Normalmente, el endometrio progresa a la fase secretora del ciclo menstrual a medida que se forma el cigoto, sufre división y entra en el útero. altera el equilibrio normal entre el estrógeno y la progesterona que es necesario para la preparación del endometrio para la implantación del blastocisto. La administración de dosis relativamente altas de estrógenos (PDD) comenzando poco después de la relación sexual sin protección, generalmente no previene la fertilización, pero a menudo previenen la implantación del blastocisto. El tratamiento hormonal de estas píldoras dietilestilbestrol, el levonogestrel…, administrado en dosis altas durante 5 -6 días, pueden acelerar el paso del embrión recién formado a lo largo de la trompa uterina favoreciendo su expulsión antes de anidar. La administración post-concepción de hormonas para prevenir la implantación del blastocisto a veces se usa en casos de agresión sexual o pérdida de un preservativo, pero este tratamiento es contraindicado para el uso rutinario de anticonceptivos.
La «píldora abortiva» RU486 también destruye al concebido al interrumpir su implantación debido a la interferencia con el entorno hormonal. El dispositivo intrauterino (DIU) insertado en el útero a través de la vagina y el cuello uterino generalmente interfiere con la implantación al causar una reacción inflamatoria local. Algunos DIU contienen progesterona que se libera lentamente e interfiere con el desarrollo del endometrio, por lo que la implantación generalmente no ocurre.
Y dado que todo el blastocisto humano es el ser humano embrionario, no solo la capa celular interna, el uso de abortivos químicos que actúan «solo» en la capa trofoblástica externa del blastocisto, por ejemplo, metotrexato, también serían abortivos.
Ser equivale a existir. Si un embrión humano es algo que existe es un ser humano, y lo seguirá siendo tras sus primeras etapas de desarrollo o tras el parto. Los conceptos de ser humano y persona constituyen uno de los temas más debatidos y frecuentes en los foros de discusión sobre las cuestiones de bioética, especialmente en lo referente a las acciones relacionadas con la vida humana en sus primeras etapas. Aunque, estos conceptos no son estrictamente biológicos, desde una perspectiva biológica es perfectamente válido atribuir el calificativo de persona y ser humano, a todo individuo de la especie, por ser poseedor de un mensaje de vida humana.
Vale lo dicho en contra del preembrión y en el mito anterior.
La teoría de que las etapas sucesivas del desarrollo individual (ontogenia) se recapitulan las morfologías de ancestros adultos sucesivos en la línea evolutiva (filogenia) se hizo popular en el siglo XIX como la llamada “ley biogenética fundamental” de Ernst Haeckel. Esta teoría de la recapitulación, sin embargo, ha tenido una influencia lamentable en el progreso de la embriología. En efecto, las primeras etapas en el desarrollo de un animal se asemejan solo a las primeras etapas de animales filogenéticamente más primitivos, pero a medida que transcurre su desarrollo, un animal se aparta cada vez más de la forma de otros animales y obedece en su morfogénesis al perfil genético de su genoma.
Por lo tanto, el embrión o feto humano en desarrollo no es un «pez» o una «rana», sino categóricamente un ser humano. El desarrollo de cada especie obedece al ADN de su propio genoma, no es heredero de morfologías preexistentes.
A nivel científico, la afirmación filosófica de la «personalidad» es inválida e indefendible. Es preciso distinguir la identidad genética de la identidad personal. Esta se realiza poco a poco y crece desde el parto, cuando las estructuras fisiológicas necesarias para apoyar el pensamiento y el sentimiento alcanzan el nivel del desarrollo necesario. La dimensión biológica, se debe a los genes y está determinada por la identidad genética. La dimensión psicológica y la espiritual, se refiere a la conciencia que de sí mismo se forja cada persona y se traduce en una identidad personal, la que de acuerdo con la voluntad e inteligencia más o menos formada, determinará la personalidad y todos los elementos que contribuyen a lo que cada individuo quiere ser.
Tras el nacimiento, durante la autogénesis de la conciencia, crece la percepción individual sobre la realidad que conduce a la construcción de la personalidad. En esta nueva etapa, la percepción de la realidad corporal determinada genéticamente, queda supeditada a la razón y la voluntad de la persona. Al cómo se es, se añade el cómo y qué se quiere ser.
Tales afirmaciones son pura especulación- El producto de imponer conceptos filosóficos (o teológicos) sobre los datos científicos no tiene evidencia científica que los respalde. No se puede hablar en propiedad del «nacimiento del cerebro» ya que este es la adquisición muy gradual de las funciones de un sistema neural en desarrollo, que empieza ya hacia la quinta semana del desarrollo embrionario y continua hasta mucho después del parto. Es absurdo fijar un dato o fecha a algo que va desarrollándose a lo largo no de días o semanas, sino de años del ciclo vital.
En términos ambiguos se habla del aborto como un drama, pero no se dice el por qué. Lo que hay que explicar es que el aborto es un drama con dos víctimas: una que es eliminada y la otra que sobrevive y sufre a diario las consecuencias de una decisión dramática e irreparable. Quien aborta es siempre la madre y quien sufre las consecuencias también, aunque sea el resultado de una relación compartida y voluntaria. Es por tanto preciso que las mujeres que vayan a abortar conozcan la realidad de la vida que llevan en su seno (escuchar los latidos del corazón y/o ver al feto en formación mediante una ecografía puede revelarle la realidad de la vida de su hijo), y por supuesto debe ser informada sobre las secuelas psicológicas del aborto y en particular del cuadro psicopatológico conocido como el «Síndrome Postaborto» (cuadro depresivo, sentimiento de culpa, pesadillas recurrentes, alteraciones de conducta, pérdida de autoestima, etc.)».
El escritor y académico vallisoletano Miguel Delibes (1920–2010) en un artículo titulado Aborto libre y progresismo publicado en ABC el 20 de diciembre de 2007 decía que: «En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia».
Esta certera afirmación entra en contraposición con una de las principales expresiones que esgrimen los defensores del aborto, que dentro del relativismo moral que les caracteriza ignoran el verdadero significado de lo que es ser progresista. Para Miguel Delibes: «El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente».
En contra de toda lógica, se ha señalado que negarse al aborto es negar un derecho de la mujer. Nada más lejos de la realidad, lo que es un derecho es la vida, no la muerte. Al margen de esta consideración, en el aborto, lo que está en juego es un conflicto entre dos valores. Por un lado, el deseo de no tener un hijo, por las razones que sean, y por otro el derecho a la vida del concebido no nacido. Lo que las leyes del aborto hacen es decantar este aparente conflicto solo en favor de una da las partes, se superpone el deseo de la madre, considerado como un bien que se eleva al estado de derecho, y paradójicamente se menoscaba un bien superior, como es el derecho a la vida del no nacido.
A este respecto hay que recordar que, en España, se dictó una sentencia la 53/1985 del Tribunal Constitucional, que ha de concluirse que la vida del nasciturus, en cuanto éste encarna un valor fundamental –la vida humana– garantizado en el art. 15 de la Constitución, constituye un bien jurídico cuya protección encuentra en dicho precepto fundamento constitucional.
En otros países, habrá que recordar cómo se instituyo de forma irregular el derecho al aborto. Viene bien al respecto recordar en junio de 2021, la anulación por el supremo de los EE.UU. de la sentencia Roe v. Wade, germen de la implantación del derecho al aborto en todo el mundo. Tal revocación en realidad, no pone en duda la legalidad del aborto, es más se quiere que sean los estados de la unión los que legislen sobre este tema de acuerdo con los procesos legislativos de cada uno y con lo que demande la sociedad, pero lo que si queda claro tras la sentencia es que la Constitución de los EE.UU. no recoge un supuesto «derecho al aborto».
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