Por José María Montiu de Nuix. Sacerdote, matemático, socio de CiViCa. Recibido el 22 de octubre de 2021.
En realidad, desde el mismo instante de la concepción, que es el momento de la fecundación, existe una nueva vida humana. Pero, aún si llegase a haber un médico que no estuviera convencido de este hecho real tan confirmado por la ciencia, también éste se encontraría obligado a la objeción de conciencia aún desde el mismo momento de la unión de los dos gametos, pues, al menos se daría cuenta, ya que tiene al menos unos mínimos conocimientos médicos, de que es muy probable que allí haya una vida humana, una persona humana. Como afirmó san Juan Pablo II, el Magno, “desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano”. Es, pues, totalmente evidente que un médico, al que se le solicitara ser autor de un aborto, debería hacer objeción de conciencia. Esto es, en conciencia debería negarse a realizar el aborto, a suprimir la vida de una persona humana.
También es cierto que en los tiempos actuales, y parece que muy especialmente en un futuro ya muy cercano, se está procurando presionar sobre los médicos para que éstos sean autores de abortos, eutanasias y suicidios asistidos. En definitiva, supriman vidas. Esos médicos saben que, hacer objeción de conciencia, negarse a ser autores de abortos, eutanasias y suicidios asistidos, puede traerles problemas. Algunas personas, especialmente influyentes, se pueden burlar de ellos, pueden quedar inscritos en listas negras, pueden ser postergados en su vida laboral, etc. Las presiones pueden ocasionar en el interior del alma del médico un ambiente enrarecido. Puede nacer así la tentación de la cobardía o de pactar con el mal. En definitiva, la tentación de ceder, la de prestarse a hacer estos actos inmorales, que nunca es lícito realizar.
Al mismo tiempo la experiencia psicológica muestra que cuando uno en la vida se topa con una persona realmente valiente, su testimonio de vida se hace sanamente contagioso. El ambiente interior, hasta entonces enrarecido, pasa entonces más fácilmente a dejar de ser tal, y el pulmón del alma vuelve a respirar aire puro, se puede ser libre. Entonces, el Sol vuelve a lucir. El telón de las tinieblas vuelve a levantarse. Se cae en la cuenta de que uno puede ser valiente, y se termina saboreando esta valentía, y sintiéndose inclinado a ser valiente. El testimonio de los valientes ha impulsado a imitarles, a ser también valientes, fuertes, verdaderos hombres. El testimonio de estos valientes ha sido una ayuda preciosísima para no sucumbir a las fuertes presiones orientadas hacia el mal.
En los momentos difíciles en los que el médico debe tomar una decisión sobre si realizar un aborto o no, etc., resulta, pues, muy interesante que disponga de modelos valientes, de hombres que no se han doblegado ante las circunstancias, que no han dejado que se perdiera su alma. En la historia humana habrá habido millones de estos héroes, de estos valientes, de estos grandes, de estas personas de hierro, que no han sido rotas ni por los grandes hachazos, auténticos vencedores, maravillosos triunfadores, que no se han rebajado a claudicar de lo grande. ¡Todos sentimos naturalmente una grande admiración por los hombres verdaderamente valientes!
Cristo prefirió morir en el horrible tormento de la cruz que claudicar de sus principios. Entre otros, le siguieron en preferir la crucifixión, antes que quebrantar sus convicciones, san Pedro y san Andrés. San Ignacio de Antioquía prefirió ser devorado de las fieras que dejar de ser fiel a lo que le pedía su conciencia: “Soy trigo de Cristo, me molerán los dientes de las fieras y seré un pan blanquísimo para Cristo”. Manuel García Morente, -el amigo de Francisco Giner de los Ríos y de José Ortega y Gasset-, que se convirtió, veía así la grandeza de la firmeza en los grandes principios: “¡El circo romano, las fieras, los cristianos arrodillados en el redondel y dejándose despedazar heroicamente! ¡Qué hombres!”. A san Lorenzo, ni el fuego le frenó. Prefirió morir quemado a traicionar sus definitivos principios religiosos que nunca pueden romperse. De natural, todos vemos que esta grandeza de ánimo es admirable, ¡que esto es la verdad! Mientras, por el contrario, ceder a los imperativos de la conciencia, claudicar a lo que reclama la moralidad, nos deshincha, hunde, resulta penoso.
Además, cuando uno contempla a los mártires que, sin luchar, de manera puramente pacífica, actuando sólo por amor a Dios y a los demás, fueron capaces de pasar por inmensos dolores y perder la vida, y con ello perderlo todo en este mundo, como no se encontrará entonces uno dispuesto a perder incluso un lugar de trabajo por ser fiel a la conciencia. Como se podrá, a la vista de éstos que subieron montañas altísimas y tan escarpadas, renunciar a subir sobre algo que en comparación a ello es un montoncito de arena de dos centímetros de altura.
De manera natural el alma humana aspira a una grandeza de espíritu, y rechaza una falta de altura de miras. Hay en nosotros pues como un gigante. A que este gigante, esto noble que hay en nosotros, se ponga de pie, ayuda especialmente el ejemplo de los hombres que han realizado aquellos ideales que todos llevamos en el hondón del corazón, las cosas más nobles. El ejemplo de los valientes nos ayuda a ser valientes, nos ayuda atrayéndonos, gracias a su ideal.