Por José Luis Velayos (Catedrático de Anatomía, Embriología y Neuroanatomía, Profesor Extraordinario de la Universidad CEU-San Pablo – Miembro de CíViCa). Enviado el 25 de marzo de 2021.
El animal atiende a lo próximo, a lo más material de la existencia, como es alimentarse, defenderse de los peligros, reproducirse, entre otras funciones. Por eso, aunque, naturalmente está aferrado a su propia vida, “le tiene sin cuidado” la vida eterna.
En cambio, el ser humano desea vivir para siempre, sea joven, sea viejo, sano, enfermo, discapacitado. Deseo de inmortalidad, que se experimenta desde la más temprana infancia; un deseo de inmortalidad de verdad, no la de vivir en el recuerdo. Se trata de vivir eternamente y personalmente. Es algo inscrito en su naturaleza, en su forma de ser. Deseo que no se localiza en ninguna zona concreta del cerebro. El deseo es inmaterial.
Desde siempre, hubo tal deseo de inmortalidad. No hay más que pensar en la concepción de la muerte en el antiguo Egipto. Y la Historia nos habla de la invención de elixires y pócimas para conseguir, ilusoriamente, la eterna juventud. Y hoy día, las mujeres (y muchos hombres) quieren parecer siempre jóvenes, y no escatiman gastos para ello. ¿Es en el fondo una manifestación del deseo de inmortalidad?
El hombre necesita que Dios exista; pero haya necesidad o no, el Ser Supremo “se escapa” a la comprobación experimental, no puede ser objeto de las ciencias experimentales. Precisamente, a este respecto, Collins, Premio Príncipe de Asturias 2001, el mayor responsable de la secuenciación del genoma humano, afirmaba que la complejidad de la estructuración del genoma le hablaba de la existencia de un Creador.
Santo Tomás, en su síntesis de la filosofía clásica y la teología (no se contraponen la Fe y la Ciencia), definió a Dios como el Motor Inmóvil. A este respecto, a nivel personal, comprobamos que Dios es siempre el mismo y a la vez, en concordancia con las diversas situaciones vitales, se nos muestra y lo vemos de modo distinto.
Que existe Dios es algo que puede ser demostrado filosóficamente; y la demostración de su no existencia, según los filósofos, es prácticamente imposible. Es dogma de fe, proclamado por el Concilio Vaticano I, que el hombre puede llegar al conocimiento de la existencia de Dios.
El ateo y el indiferente, así como el creyente, alguna vez dudan de la existencia de Dios. Dios puede presentarse al modo de Frossard (“Dios existe, yo me lo encontré”), o al de García Morente (como un hecho “sorprendente”). Aparentemente inadvertido. Se presentó a Moisés junto a la zarza ardiente; el profeta Elías lo experimentó como una suave brisa, un susurro.
También puede manifestarse al que está dispuesto a encontrarlo. El hombre, como ser necesitado de Dios, si quiere, le busca, puede encontrarle y finalmente puede unirse a El.
El hombre ha sido creado para vivir con Dios, por eso, el diálogo con El es posible, algo natural, como el respirar o el latir del corazón. Lógicamente, sin oración el alma se queda sin “oxígeno”, se anquilosa. En la oración el alma habla y está a la escucha, y al mismo tiempo Dios habla y escucha. Dice Zubiri que el hombre es un animal de relaciones; por eso, la oración es relacional; es relación con Dios.
Autores místicos, como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, vivieron momentos de contemplación, de contacto íntimo, con el Creador, no provocados por ellos, sino por el mismo Dios. San Juan de la Cruz, en “Subida al Monte Carmelo”, dice: “visiones, revelaciones, locuciones, son puramente espirituales, porque no se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales sino que se le ofrecen por vía sobrenatural, pasivamente” Y Santa Teresa, en el libro de su “Vida”, dice: “Todo parece obra del Señor”.
Para Freud, la vida de oración no es más que una sublimación de los instintos. Para el psiquiatra vienés todo es sexo. Sin embargo, en la vida del hombre hay muchos más registros.
Para algunos, la vida espiritual se explica en base al funcionamiento de determinadas zonas del cerebro, especialmente del lóbulo temporal. Es lógico que en la meditación, en la oración, en los arrobos místicos, esté activo el cerebro, pero como de lo material no puede surgir algo de un nivel diverso, se explica que lo espiritual no puede ser una especie de emanación del cerebro. Por ejemplo, la idea del bien, la idea de lo que es la verdad, son inmateriales, no pueden localizarse en ninguna área cerebral concreta. Y como el hombre es una unidad corporal-espiritual, es normal que en la experiencia mística participe también el organismo (por eso, en estas situaciones son posibles modificaciones en la presión arterial, en la temperatura corporal, en la percepción sensorial, etc.).
Y puede definirse el alma como el aliento vital, el “soplo” que anima al cuerpo. Estamos hechos de barro y aliento.