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Por José Enrique Bustos Pueche, Profesor Titular de Derecho Civil y miembro de CiViCa

Hace tiempo que llegué a la conclusión de que nuestra época espera del Derecho   -o hace creer que espera-  más de lo que éste puede dar. El fenómeno se manifiesta en dos vertientes: una que consiste en pensar que cualquier calamidad se arregla haciendo una ley nueva; otra, que la sociedad puede sanar con la mera expulsión de una ley injusta. Veamos brevemente ambas cuestiones.

La primera puede denominarse producción desmesurada de normas jurídicas. Nuestros gobernantes parecen pensar que a base de leyes pueden enderezarse las conductas de los hombres, hacerlos buenos, tras haber arrumbado, en buena medida, como inservibles y manifestación supersticiosa de una época felizmente superada, gran parte de las enseñanzas de la Moral.

Por José Enrique Bustos Pueche, Profesor Titular de Derecho Civil y miembro de CiViCa

Hace tiempo que llegué a la conclusión de que nuestra época espera del Derecho   -o hace creer que espera-  más de lo que éste puede dar. El fenómeno se manifiesta en dos vertientes: una que consiste en pensar que cualquier calamidad se arregla haciendo una ley nueva; otra, que la sociedad puede sanar con la mera expulsión de una ley injusta. Veamos brevemente ambas cuestiones.

La primera puede denominarse producción desmesurada de normas jurídicas. Nuestros gobernantes parecen pensar que a base de leyes pueden enderezarse las conductas de los hombres, hacerlos buenos, tras haber arrumbado, en buena medida, como inservibles y manifestación supersticiosa de una época felizmente superada, gran parte de las enseñanzas de la Moral.

Traigamos a la memoria cualquier acontecimiento desgraciado y de suficiente entidad y repercusión social. El hundimiento de un petrolero o el derramamiento de sustancias tóxicas en ríos o parques naturales; la multiplicación de agresiones en el ámbito familiar; el fenómeno urbano conocido como “botellón”; los incumplimientos por el esposo de las medidas personales o patrimoniales acordadas en los procesos matrimoniales; etc. Sea uno u otro el acontecimiento desdichado, la primera reacción de gobernantes y gobernados es la de clamar por el endurecimiento de la legislación vigente, la reforma del proceso y, de ordinario, la creación urgente de juzgado y fiscalía especiales que promuevan la represión de conductas tan indeseadas. Nadie se toma la molestia de revisar la normativa existente por si resultara que es adecuada y suficiente, aunque acaso no se haya observado o cumplido convenientemente. No; lo decisivo es hacer más normas y multiplicar órganos y funcionarios.

En efecto, se ha difundido en la sociedad, y por tanto en sus gobernantes, la creencia de que la mayor parte de los males que la afligen pueden evitarse con una atinada regulación legal. A mí me parece que semejante actitud está pretendiendo del Derecho más de lo que éste puede dar, le está pidiendo lo que sólo la Moral puede asegurar. Buena parte de esos comportamientos sociales reprochables tienen su causa en vicios personales; pero a ser bueno y honrado y justo enseña antes y mejor la Moral, no el Derecho. Sucede que después de haber desestimado, incluso destruido, la mayoría de los valores morales sobre que se asentaba la vida personal y, por ende, social, desde siempre, se cae en la cuenta de que ésta se torna con frecuencia insufrible y, entonces, por error o porque no se quiere reconocer la verdadera causa de la desgracia, que obligaría a recuperar aquellos valores, se reclama al Derecho la moralización de las costumbres, cometido que le desborda. No niego que también pueda ser necesaria la norma legal, cuando no existiera o la existente fuera en verdad defectuosa; lo que rechazo es la ingenuidad  -o la ceguera voluntaria-  de pensar que sin cambio moral en las conductas personales pueda reformarse la sociedad para bien. No es serio, por ejemplo, la permisión social de la indecencia e inmoralidad permanentes en las televisiones, al paso que se introducen nuevos artículos en el Código Penal para reprimir el acoso sexual, la violencia doméstica o el incumplimiento de las obligaciones familiares que libremente se asumieron.

La segunda cuestión es más dolorosa, porque supone la existencia de leyes injustas, esto es, contrarias a la Ley natural y por ende a la dignidad de la persona.  A la ley inicua se refería Santo Tomás para afirmar iam non est lex sed legis corruptio. ¿Es inútil luchar contra leyes injustas? No. Es obligación moral grave. La lucha contra la ley injusta es tan vieja como la tragedia de Antígona, y tan noble. Hay que seguir en ese frente, porque una ley contraria a la dignidad del hombre, rebaja a la persona y envilece a la sociedad. Lo que quiero decir es que la lucha definitiva, es la que se libre contra la degradación moral, la que pretenda recuperar la vigencia de las normas morales naturales. Sin este rearme moral que permita al individuo volver a distinguir el bien del mal, los esfuerzos por conseguir una legislación justa serán  -indispensables, sin duda-, pero poco fructíferos. O dicho con otras palabras, la tarea más apasionante que a cada uno de nosotros compete es la de invitar al que tenemos al lado a descubrir la Verdad.

Las consideraciones precedentes tienen particular aplicación en los temas vinculados con la dignidad de la persona: protección de la vida desde su comienzo en la fecundación del óvulo hasta su fin natural, amparo de la familia y del matrimonio como su origen natural, respeto a la libertad religiosa, reconocimiento del derecho de los padres a educar a sus hijos, etc. No afirmo que en temas tan decisivos no proceda legislar o combatir por la derogación de leyes injustas, lo que digo es que nadie se llame a engaño: ni la promulgación de leyes ni su derogación darán soluciones satisfactorias, al menos no plenamente satisfactorias, para los problemas que se susciten en estos terrenos. Si no repugna a la conciencia de amplios sectores de la sociedad la destrucción de un embrión, por poner un ejemplo, difícilmente se legislará a favor de aquél. Y en el supuesto de que se hiciera, el cumplimiento de esa ley tampoco estaría ni de lejos garantizado. Porque, insisto, estamos ante grandes cuestiones morales, y si ya no se aceptan las normas morales, la pretensión de que el Derecho las sustituya es vana.

CíViCa
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