Por José Luis Velayos, Catedrático Honorario de Anatomía y Neuroanatomía de la Universidad de Navarra. Catedrático Honorario de Neuroanatomía de la USP CEU. Fue Catedrático de Anatomía en la Universidad Autónoma de Madrid. Recibido el 17 de junio de 2019.
Mi amigo Eladio, insigne médico, habla de tres tipos de personas: los creyentes en Dios, los ateos y los que no se aclaran. Pienso que en realidad se trata de dos tipos: los creyentes y los que no se aclaran. Por otra parte, tanto el creyente como el supuesto no creyente pueden pasar por etapas críticas, en que dudan de sus propias ideas. Para el intelectual, la falta de seguridad en este aspecto, es lacerante. Piénsese en Miguel de Unamuno, continuamente atormentado con sus dudas, y que al mismo tiempo escribió un conmovedor poema al Cristo de Velázquez.
Y hay otra clase de ateísmo: el impregnado de indiferencia, es decir, el ateísmo práctico. Es el de los que viven como si Dios no existiera, puesta una venda en los ojos del entendimiento. Para ellos solo existe lo que entra por los sentidos, lo que se ve, lo que se palpa materialmente. Parece como si en el fondo no quisieran pensar; como si no quisieran enfrentarse con la verdad total.
Muchos de los ateos afirman que el mundo es consecuencia del azar, y que procede de la nada. Pero como de la nada no puede proceder nada, es lógico que el mundo tenga una causa, siempre presente. Es por tanto una causa incausada.
Algunos neurocientíficos, en base a los grandes avances en el conocimiento del funcionamiento del cerebro, afirman que Dios no existe. Sin embargo, precisamente el funcionamiento tan asombroso del cerebro humano puede constituir un argumento a favor de la existencia de Dios.
Pero a la ciencia experimental, aunque puede aproximar al asunto, no le es posible demostrar claramente la existencia o la inexistencia de Dios. En cambio, sí lo puede demostrar la filosofía.
Y es que el Ser Supremo “se escapa” a la comprobación científica, no es un objeto de las ciencias experimentales. Pero a este respecto, Collins, Premio Príncipe de Asturias 2001, el mayor responsable de la secuenciación del genoma humano, afirmaba que la complejidad de la estructuración del genoma le habla de la existencia de un Creador.
La ciencia hincha y ella misma se hincha, como un globo. Un pinchazo del globo supone un estallido, la deshumanización del hombre, pues la ciencia es para el hombre, y no a la inversa.
Con la tecnología, el hombre modifica el mundo, de forma que puede creerse todopoderoso; la tecnología también hincha al hombre. Los enormes avances informáticos, las grandes posibilidades de la comunicación, las sofisticadas técnicas quirúrgicas, entre otras cosas, pueden hacer creer al hombre que es un dios inmortal y que todo lo puede. Sin embargo, el hombre es vulnerable: un virus, una bacteria puede con él; un fallo informático puede dar al traste con proyectos muy elevados; una enfermedad neurodegenerativa puede hacer que una persona pierda la cordura, la razón. Un terremoto, un desastre natural puede hundir la civilización.
“Dios existe, yo me lo encontré”, decía André Frossard. Y es que la fe la da Dios. Para Manuel García Morente Dios es “el hecho sorprendente”, con el que se encontró sin buscarlo. A veces es como un susurro, una leve brisa que pasa, como se comenta en el Antiguo Testamento. Para captar ese susurro se precisa disposición, estar atento, vigilante, predispuesto.
Y un milagro, por muy espectacular que sea, no puede hacer que el hombre crea en Dios. Aunque esté a la vista la resurrección milagrosa de un muerto, si al respecto no hay una disposición del sujeto, no es posible creer. Es la idea que transmite Jesús en la parábola del rico Epulón y el mendigo. Decía Santa Teresa de Calcuta que para el acto de fe el hombre ha de entregarse, desprenderse de sí mismo. Una postura egoísta, vanidosa, soberbia, no cuadra con una vida de fe. “Yo soy la idea que Dios tiene de mí”; “Soy un latido del corazón de Dios”, dice el Prof. Alfonseca.
Dios es el que es. Su nombre es “Yo soy”, tal como lo reveló a Moisés en el Sinaí. Es una definición a la que llegaron, por vía racional los filósofos griegos. Podemos llegar al conocimiento de su existencia; pero además, Dios se revela directamente al hombre, dándose a conocer. Por tanto, se llega a Dios por un doble camino.
Es el SER, el que siempre ha existido, existe y existirá.