Por Jose Manuel Belmonte, Dr. En Ciencias Humanas por la Universidad de Estrasburgo, miembro de CiViCa. Publicado en Esperando la Luz el 18 de marzo de 2023.
Está el mundo tan revuelto y la sociedad tan éticamente desnortada, que no sabemos siquiera si lo que vemos o se empeñan en hacernos creer, es real. Que cada uno sea libre y viva.
La experiencia enseña que, en la vida personal, no todo es lineal, ni uniforme ni monocolor. Hace un siglo, los pensadores también se preguntaban si lo imposible sucede ante los ojos. Sería bueno ir asumiendo lo que en cada momento sucede y nos puede cambiar.
Hoy parece que todo es relativo, como la edad, la salud, la política, la nacionalidad, las creencias y, hasta el sexo de las personas. En un instante, todo puede cambiar.
Hemos asumido que ni el dinero, ni el poder, ni la fama son la llave de la vida. Conocí a alguien triunfador ante quien se abrían las puertas del futuro con contratos millonarios. Al volver a casa con su coche, la lluvia le provocó “un derrape” que dejó a esa persona tetrapléjica, en silla de ruedas y hasta el fin de sus días en un Centro de Atención a Minusválidos Físicos (CAMF).
He escuchado a un eminente cardiólogo decir públicamente y ante los padres de un hijo mayor de edad: “este niño nació muerto”. Cada uno conoce algún instante que lo cambia todo.
Al poner de relieve la grandeza de la obra científica y humanística de Alexis Carrel, dije que: “dos personas al borde de la muerte, marcaron su vida”. El fallecimiento del presidente de Francia, en 1894, cuando Carrel tenía 21 años, al inicio de su carrera de Medicina en Lyon, hizo que se decantara por la Investigación en suturar y trasplantar. Le concedieron el Nobel (ver enlace).
La otra persona, que influyó en la vida de Carrel fue Marie Bailly, más conocida como Marie Ferrand, con la que coincidió en un viaje a Lourdes.
El 16 de abril de 1879 la joven Bernardette Soubirous había muerto. Había asegurado haber visto a la Virgen, a la Inmaculada Concepción en la gruta de Masse-Vieille en las afueras de Lourdes. La gruta se había convertido desde entonces en un centro mundial de peregrinaciones.
El Dr. Carrel estaba intrigado por lo que se decía de las curaciones de Lourdes. Estaba dispuesto a investigar por sí mismo lo que pudiera haber de cierto en ellas. Había manifestado, a los médicos de su entorno y a personas que organizaban esos viajes, su deseo de acudir a Lourdes, “pensando que comprobaría personalmente la falsedad de los supuestos milagros”.
Como hombre de ciencia e investigador, era agnóstico o tenía una actitud según la cual todo lo que trasciende nuestra experiencia, es inaccesible a la comprensión humana. En 1902 el médico tiene 29 años y ya está graduado. “A finales de mayo un compañero le pide que ocupe su lugar en un tren que se desplaza a Lourdes con enfermos. Carrel, aunque incrédulo, tenía cierta curiosidad por el fenómeno Lourdes, y acepta el viaje”.
“La locomotora silbó”
Así comienza el viaje y así comienza el libro que escribió sobre el viaje. El tren salió de Lyon el día 25 de mayo de 1902. El viaje era relativamente largo. Para algunos enfermos una eternidad, para otros, un instante hacia la curación. El libro vería la luz bastante tiempo después. Un resumen de su libro fue publicado en el número del mes de diciembre de 1950, de la Revista “Selecciones del Reader’s Digest” en la que se dice: “El Dr. Carrel parte para Lourdes …”
En ese libro están los interrogantes, las vivencias profundas, las experiencias únicas y también las dudas, y lo que pudo ver en ese viaje.
Pasada la primera noche de camino, Carrel encontró en el tren al Abate Olivier, Subdirector de la Peregrinación, quien le dijo: “Va ahí una joven a quien me han recomendado cuidar especialmente, agradecería a usted mucho que se encargara de ella. Está tan débil que temo un desastre”. Unos días antes de la peregrinación se había pensado en operarla, pero el cirujano Jefe pensó que el estado de la joven era demasiado delicado y se resolvió avisar a la familia que el caso era desesperado.
Le presentaron a una enferma agonizante, que se llamaba Marie Bailly. “Sufro mucho, le dijo, pero me alegro de haber venido. Las Hermanas no querían darme permiso.” Después de haberle auscultado, dijo Carrel al Abate Olivier: “No da muchas esperanzas el estado de su enferma”. No entendía cómo habían consentido su desplazamiento. Las normas prohibían llevar a enfermos moribundos en los trenes. Según sus notas que Carrel tenía de los enfermos, estaba diagnosticada de peritonitis tuberculosa en estado terminal. En aquellos años la enfermedad era mortal. Al parecer la paciente se había mostrado tan decidida a hacer el viaje a Lourdes, que al fin la habían aceptado (ver enlace).
A las dos de la madrugada, un cuidador del vagón en que iba la enferma avisó a Carrel. El médico tuvo que administrarle un calmante con morfina. Dijo a los cuidadores que tal vez no llegaría con vida a Lourdes.
La llegada a Lourdes se produjo a eso de las dos de la tarde. Cuando, finalmente el tren se detuvo poco antes de entrar en la estación de Lourdes, las ventanillas se llenaron de cabezas pálidas, pero el brillo de sus ojos contenía la esperanza de que allí podían terminar sus males.
Una vez que los peregrinos quedaron instalados en el Hospital de Nuestra Señora, en Lourdes, el doctor Boissarie propuso a Carrel volver a visitar a la enferma: “Ven a verla conmigo». Marie Bailly, con las costillas marcadas en la piel y el vientre hinchado… se encontraba en el último grado de la caquexia, por la gran delgadez. El corazón latía sin orden. El color de la cara y de los dedos indicaban que podía vivir unos días, pero estaba sentenciada. La muerte está muy cerca. Carrel dijo “si un caso como este se curara sería realmente un milagro”.
Una cuidadora preguntó si podían llevar a Marie a una de las piscinas, donde se sumerge a los enfermos. Carrel le responde: «Y si muere en el camino, ¿Qué hará usted?».
– La enfermera replico: “No lo sé Doctor, pero es que ella está decidida a hacerse bañar; para eso hizo este viaje tan largo”.
Estaba también presente, una monja que había venido con los peregrinos y dijo: “sería cruel privarla de la felicidad suprema de llevarla a la gruta, aunque bien me temo que no alcance a llegar viva”.
– Carrel las tranquilizó: “En todo caso yo estaré en las piscinas. Si entra en coma, llámenme”.
Entre los voluntarios Carrel distinguió a un antiguo condiscípulo, Antonin Duval, que se había apuntado como camillero. Como aún había tiempo para llevar a los enfermos a las piscinas, invitó a Duval a un café, mientras charlaban. Duval era católico y estaba contento; acababa de escribir a su mujer, y esperaban un niño.
Cuando Carrel le insinuó que estaba muy escéptico, Duval le dijo: “tú no crees porque estás convencido de que los milagros son imposibles. Con todo, está enteramente en el poder de Dios suspender las Leyes de la naturaleza, que Él mismo ha puesto”.
– “Si Dios existe, respondió Carrel, los milagros son posibles. Pero ¿Existe Dios objetivamente? ¿Cómo lo sabemos? Lo único que yo sé es que no hay milagro alguno que se haya observado científicamente. Para el entendimiento científico el milagro es un absurdo.”
Duval que le conocía, añadió “¿Qué clase de enfermedad desearías tú ver curada para convencerte de que sí ocurren milagros?”
-Carrel le dijo: “Tendría que ver curada una enfermedad orgánica: la reproducción de una pierna después de amputada; la desaparición de un cáncer; una dislocación congénita desaparecida súbitamente; pero hay muy pocas posibilidades de que tal cosa suceda. Te aseguro que, si en verdad una herida se cierra y sana ante mi vista, o me convierto en un creyente fanático, o me vuelvo loco”.
Como la distancia desde el Hospital a la Gruta, era de unos 400m, llevaron a Marie a la gruta, en la cama, casi moribunda. Nadie había autorizado la inmersión en la piscina. En la Gruta, fue Marie, quien rogó que le echaran un poco de agua de Lourdes sobre su vientre. Vertieron amablemente 3 jarras.
«La mirada del Médico se fijó en Marie Ferrand. Le pareció que su aspecto había cambiado. Los reflejos lívidos de su cara habían desaparecido y presentaba menos palidez. Estoy alucinado -dijo para sí-; tal vez sería necesario tomar nota»
Sin perderla de vista ni un momento el Dr. Carrel comprueba que, en pocos minutos la joven mejora. Fue conducida a la oficina médica, donde fue reconocida por 3 médicos. En media hora el alivio fue progresivo. Quedó perplejo y recordó sus propias palabras: «Si celle-là guérissait, ce serait vraiment un miracle” (Si ella se curase, sería verdaderamente un milagro). Lo imposible sucedía ante sus ojos y bajo sus dedos de médico. Preguntó a Marie: «¿Cómo se encuentra usted?”.
– “Muy bien; no con muchas fuerzas, pero siento que estoy curada”.
Carrel se puso pálido, no por la respuesta de la enferma, sino porque la frazada que cubría el cuerpo, iba aplanándose lentamente. Cuando la campana de la basílica dio las 3 de la tarde, María Ferrand estaba curada. No se notaba nada de distensión en su abdomen. Carrel profundamente desconcertado, era incapaz de analizar y asumir lo que presenciaba. De pie junto a la enferma observaba fascinado los movimientos respiratorios y las pulsaciones en la región del cuello. El ritmo era regular. El estado de María Ferrand había mejorado tanto que casi estaba irreconocible.
La enfermera que atendía a María Ferrand, trajo una taza de leche para ella. La apuró totalmente. A los pocos minutos levantó la cabeza, volvió a mirar a su alrededor, movió un poco las piernas y en seguida se volvió sobre un lado sin dar muestras del menor dolor.
Hacia las 4 de la tarde el Dr. Carrel se fue a su hotel decidido a abstenerse de sacar ninguna conclusión, hasta que pudiera descubrir con toda exactitud qué era lo que había sucedido.
A las 7,30, expectante y lleno de curiosidad, volvió al Hospital. Se acercó a la cama de la joven y se quedó contemplándola. La mejoría era desconcertante. María Ferrand estaba sentada en la cama con una chaqueta blanca. Aunque seguía demacrada, asomaba en su cara un destello de vida; los ojos le brillaban y un débil color le apuntaba en las mejillas. Fue ella quien rompió el silencio y dijo: “Doctor, estoy completamente curada, me siento muy débil, pero creo que podría caminar”.
Carrel tomó su mano para observar el pulso… ahora era regular. También la respiración era completamente normal. Una gran confusión invadía el ánimo del médico.
Mil preguntas asaltaban su imaginación. ¿Era esa una curación real o de resultado de autosugestión? ¿Se trataba de un hecho nuevo, un suceso pasmoso, o un milagro? Por un momento vaciló antes de someter a María Ferrand a la prueba suprema. Apartó a un lado la frazada de ropa que la cubría, para examinarla. La piel aparecía lisa y blanca. Sobre las angostas caderas se extendía el pequeño abdomen ligeramente cóncavo de una niña desnutrida. Suavemente el médico recorrió con las manos la pared abdominal para palpar huellas de la distensión y de las masas duras que había encontrado anteriormente. ¡Todo había desaparecido!
Gotas de sudor corrían por la frente del médico. Sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. El corazón empezó a palpitarle, pero se mantuvo con voluntad férrea en su determinación inicial. Como los Doctores Journet y Gouyot, habían llegado a la habitación y estaban a su lado cerca de la enferma, les dijo: “Parece estar curada; no encuentro nada anormal, sírvanse ustedes examinarla”. Mientras los dos colegas palpaban cuidadosamente el abdomen de María Ferrand, el Dr. Gouyot, dijo: “No encuentro nada, la respiración es regular, ya está buena; se puede levantar”. El Doctor Journet, profundamente conmovido, añadió: “Está curada. No tiene explicación esta curación”.
Carrel pensativo, salió para la gruta poco tiempo después. ¿Cómo iba a explicar la curación? No podía negar que era penosamente desagradable verse envuelto en ese milagro. La mayoría de los médicos se mostrarían tan celosos de su prestigio, que aun cuando hubieran venido a Lourdes y visto lo que allí pasaba, no se atreverían a admitirlo. Temían que, si mostraban algún interés por lo sucedido, se les tuviera por fanáticos, o por tontos.
Carrel era demasiado orgulloso para evadirse de responsabilidades. Absorto en sus meditaciones determinó seguir adelante costara lo que costara. Como no conocía las pruebas de la existencia de Dios, dudaba de ellas, pero se imponía su razón que de ninguna manera podría negar lo sucedido. Se maravillaba al pensar cómo los grandes investigadores, como Pasteur, habían podido conciliar su fe con la Ciencia. Llegó a pensar que tal vez la Religión y la Ciencia tenían cada una su sistema especial y se dio cuenta de que no es la Ciencia la que alimenta la vida íntima del hombre, sino que es la fe del alma quien la anima.
Se sentó en una silla en la parte posterior del templo, cerca de un viejo campesino y… ahí permaneció largo tiempo inmóvil con las manos en la cara. En un momento, sin darse cuenta, empezó a rezar. “Señor, creo en Ti. Respondiste a mi súplica con un milagro resplandeciente. Todavía estoy ciego, todavía dudo. Pero el gran deseo de mi vida es creer, creer apasionadamente… Bajo la honda prevención de mi orgullo intelectual persiste un oculto anhelo; ¡Ay! Todavía no es más que un sueño, pero el más encantador de todos. Es el sueño de creer en ti y el de amarte con el espíritu resplandeciente de los hombres de Dios”.
No hay constancia de cuándo regresó a su habitación. Escribió, poco después, que la serenidad de la naturaleza le invadía dulcemente y sintió calma en el alma. Se desvanecieron todas sus preocupaciones de la vida diaria, y todas sus dudas intelectuales. Creyó tener ya una certidumbre y le pareció sentir la paz maravillosa que desterró hasta la última amenaza de las impertinentes dudas. En la inefable belleza del amanecer, el sueño le venció (enlace).
De ese acontecimiento el Dr. Carrel hizo dos relatos; 1), esencialmente médico, que destinó al director de constataciones médicas de Lourdes, para el Dr. Boissasrie, en el que incluye el informe médico de Marie Bailly; el 2), más personal e íntimo, no se publicó más que a título póstumo. «No encuentro ninguna oposición real con los datos ciertos de la ciencia«, volvió a repetir para sí mismo. Tan milagrosa como la curación de Marie Bailly, fue la conversión que se había producido Lerrac.
A parte de la enferma, el otro protagonista de la historia era él, Carrel. No deseaba que trascendiera. Lo que a él concernía lo escribió en tercera persona y autodenominándose Dr. Lerrac (su apellido al revés). Por eso, he titulado este escrito: De Carrel a Lerrac: un misterio.
Cuando al día siguiente Carrel visita a la joven Marie Bailly ya estaba vestida y simplemente la preguntó “¿qué vas a hacer ahora?”
– “Entraré en las Hermanas de la Caridad para pasar el resto de mi vida atendiendo a enfermos”.
En diciembre de ese mismo año ingresó en las Hermanas de la Caridad. No hay datos de enfermedad física ni mental. Vivió 35 más, hasta 1937 en que falleció a los 58 años
Del viaje a Lourdes 1902 al viaje de vuelta a la realidad.
La experiencia interior que sacudió a Carrel en los siguientes cinco días fue descrita por él de manera novelada en un manuscrito que se publicó en 1948, cuatro años después de su muerte, ocurrida en noviembre de 1944, bajo el título: Voyage de Lourdes, suivi de Fragments de Journal et Méditations (1949).
Aunque desconcertado y atónito, informó de forma precisa de sus observaciones a la comunidad médica en Lyon. Sea como fuere algo llegó muy pronto al público. Como Lerrac temía, se ganó la enemistad tanto del clero francés como de los miembros de la Facultad de Medicina de Lyon. Fue atacado por el clero, que lo consideró demasiado escéptico, y por sus propios colegas médicos, que lo consideraron demasiado crédulo y «místico».
El caso de Marie Bailly no está reconocido como milagro entre los 67 reconocidos por la Iglesia entre las 6.800 curaciones extraordinarias ocurridas en Lourdes.
Aunque reconoció públicamente que se había convertido eso no suponía un menoscabo en su trabajo científico. Pero entró en una etapa de incomprensión y de sufrimiento. La noticia recorrió Francia como la pólvora y el tono anticlerical de la comunidad científica de su país hizo que Alexis Carrel fuera despreciado y denigrado. En Francia le fue imposible encontrar trabajo.
La noticia de aquella curación se extendió por Francia entera por el hecho de que el Dr. Carrel había estado presente. Entre unos y otros le amargaron tanto que frustrado y molesto, salió huyendo de Francia en mayo de 1904. Se dirigió en primer término a Canadá.
Desde allí se le abrieron las puertas de Estados Unidos y sus principales universidades. Aunque se la ofrecieron no aceptó otra nacionalidad que la suya. Fue laureado allí con el Premio Nobel en Medicina y Fisiología en 1912.
Todos los años regresaba a Francia, pero además no dejaba de acudir al Santuario de Lourdes. En 1910 un niño de 18 meses recupera la vista a pesar de ser ciego de nacimiento. Después de la curación el niño estaba en brazos por una cooperante voluntaria que cuidaba a los enfermos. La voluntaria que tenía el niño en brazos se llamaba Anne Marie Laure Gourlez de la Motte, una católica practicante. Tenía un hijo de su matrimonio y había enviudado hacía un año.
Carrel la abordó intentando obtener información del niño que había recuperado la vista y tratando de obtener datos sobre los hechos milagrosos que se producían en Lourdes.
En 1913 Alexis y Anne Marie, sellaron una profunda amistad. Después de varios encuentros donde ambos incrementaron su afecto mutuo que desembocó en el matrimonio que se celebró el 26 de diciembre de 1913 en la Bretaña.
Anne Marie quedó embarazada pero su estado de gestación no le permitió tener el hijo. Nació muerto tras sufrir en el embarazo una reacción anafiláctica por una picadura de avispa. No tuvieron más hijos.
De ayer a hoy, un legado profundo.
Siguen teniendo toda su vigencia las palabras de Alexis Carrel, el gran humanista. Nunca negó la verdad de lo vivido, pero tampoco lo llama milagro.
Para él los hombres no tienen únicamente actividades fisiológicas e intelectuales que le distinguen de todos los demás animales, tienen también sentido moral, que es más impresionante que la belleza de la Naturaleza y que es la base de la civilización. La actividad espiritual o sentido religioso, es una de las actividades humanas más esenciales.
(Tumba de su esposa Anne Marie Laure Gourlez de la Motte.)
Piensa que la oración, no como una formulación mecánica, sino como entrega mística a la divinidad «puede hacer que se produzca un extraño fenómeno “el milagro”. El 25 de marzo de escribía: “A la mística cristiana hay que darle la armadura de la ciencia del hombre”. Pero, “La ciencia no servirá para nada, si la sociedad degenera. La desintegración social se produce a causa del hábito de la envidia, la calumnia, la mentira, la falta de honradez, la rapacidad, la incapacidad de mantener la palabra dada, la maldad, el espíritu de crítica, la ironía, la burla, la ingratitud, la grosería, y el egoísmo”.
El doctor Carrel falleció en París en noviembre de 1944. Según explicó el sacerdote que lo atendió en los últimos momentos, se confesó, comulgó, recibió la Unción de Enfermos y dijo: «Quiero creer y creo todo lo que la Iglesia Católica quiere que creamos y para ello no experimento dificultad alguna, porque no hallo nada que esté en oposición real con los datos ciertos de la ciencia.»
La gran paradoja de un investigador y humanista tan profundo, precursor de los grandes inventos del siglo pasado en cirugía vascular y trasplantes, y el galardonado investigador, testigo de una curación que no pudo explicar, fue borrado de las calles y plazas de la patria que tanto amó.
Se puede aprender mucho de un buscador del misterio entre la ciencia y la fe, de su duda y de quien muchos interesados no comprendieron o no quisieron entender.