Por Rafael Monterde Ferrando, Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia
La capacidad técnica del ser humano ha sido siempre sorprendente a lo largo de la Historia. Tanto es así que incluso ahora, al contemplar los artefactos de la Antigüedad clásica, podemos asombrarnos del ingenio de la Humanidad. Quienes conozcan el mecanismo de Anticitera podrán afirmar que la complejidad de este sistema de computación, ideado para calcular el movimiento de los astros, es asombroso. Es posible que el asombro que suscitan en nosotros nuestras creaciones nos lleve a pensar que la capacidad creativa y técnica que nos caracteriza tiene un origen divino.
Por Rafael Monterde Ferrando, Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia
La capacidad técnica del ser humano ha sido siempre sorprendente a lo largo de la Historia. Tanto es así que incluso ahora, al contemplar los artefactos de la Antigüedad clásica, podemos asombrarnos del ingenio de la Humanidad. Quienes conozcan el mecanismo de Anticitera podrán afirmar que la complejidad de este sistema de computación, ideado para calcular el movimiento de los astros, es asombroso. Es posible que el asombro que suscitan en nosotros nuestras creaciones nos lleve a pensar que la capacidad creativa y técnica que nos caracteriza tiene un origen divino.
Fue Platón, entre otros, quien describió en su Protágoras, y puso en boca del famoso sofista ateniense, el mito de la formación del hombre. En él, los dioses forjan las razas mortales a partir de otros dioses que aún no habían acabado de formarse en los elementos de la tierra y el fuego. Así, los dioses ordenan a los hermanos Prometeo y Epimeteo que capturen a estos dioses incompletos y dividan sus capacidades para distribuirlas entre las razas mortales. De este modo, el vínculo de las razas mortales con los dioses es evidente según el mito, pues están formadas a partir de los fragmentos de los dioses incompletos.
Epimeteo le pide a Prometeo que le permita encargarse de la formación de las nuevas razas y distribuye las capacidades fragmentadas. Su intención es crear un equilibrio entre los nuevos seres para que no se aniquilen entre ellos. Aquellos que disfrutan de alguna ventaja sobre los demás son superados por otros en otro aspecto. Epimeteo se asegura con su proyecto que ninguno sea totalmente superior al resto.
Durante el modelado, Epimeteo tiene el cuidado suficiente de dotar a cada especie para que pueda vivir acorde con la naturaleza. Aunque repara en que ha gastado todas las capacidades dotando a las especies cuando ve que aún queda por dotar a la especie humana. Entonces, perplejo, pide ayuda a Prometeo y su hermano contempla el resultado del trabajo de Epimeteo: todos los animales están dotados cuidadosamente y el hombre, menesteroso, está desnudo, descalzo y desarmado.
En el relato platónico podemos contemplar la imagen del hombre en el orden de la naturaleza: un ser inadaptado, pobre, inerme, un ser que por error o descuido de los dioses no ha sido preparado para la vida en el mundo y que no encaja en el equilibrio establecido por Epimeteo para que las especies no se aniquilen. Puede decirse, en consecuencia, que el hombre es el ser más necesitado de todos.
Al contemplar el error de su hermano, Prometeo se apresura y busca una solución. Como no dispone de más fragmentos de los dioses, decide entrar en el taller de Efesto sin ser visto, y roba el fuego de la forja de los dioses junto con la sabiduría profesional de Atenea, pues es necesario el conocimiento para hacerse dueño del fuego. Así, gracias a la astucia de Prometeo y a su atrevimiento, el hombre goza de la capacidad de la razón divina para dominar el fuego y las artes profesionales, que le permiten modelar la naturaleza y hacerla suya según sus necesidades.
Platón ilustra así el origen del saber técnico humano y no duda en considerarlo divino. Ahora bien, la chispa de la razón con la que es dotado el hombre es encerrada dentro de un cuerpo maltrecho y débil, que necesita de los artefactos para poder sobrevivir. A pesar de su parentesco con la divinidad, el ser humano sigue siendo un ser menesteroso y su cuerpo es, por consiguiente, la cárcel de la chispa divina. Visión del cuerpo que es desarrollada dentro de la corriente gnóstica y que a lo largo de los siglos ha sido reformulada de diferentes maneras[1]. Como describe Hans Jonas, “encerrado en el alma está el espíritu o «pneuma» (llamado también «chispa»), una porción de la substancia divina desde la cual ha caído en el mundo”[2].
De este modo, a pesar del don divino, el hombre tiene entre sus manos un poder ilegítimo que excede sus capacidades y que requiere una responsabilidad inmensa. El ser del hombre es la unión de dos elementos heterogéneos que subsisten en contradicción y que necesitan ser liberados de la tensión que generan. Por ello, dentro de la corriente gnóstica se entiende el ser humano según un dualismo radical que reduce su ser a mero espíritu –pneuma– y considera su condición material como un castigo divino o un error de la divinidad. La salvación del hombre se convierte, asimismo, en la salvación de la divinidad que ha quedado encerrada en la materia humana y que debe ser restituida en su integridad originaria, como si todos los individuos humanos formaran parte de un gran puzle que, reunido, conforma la imagen auténtica de Dios.
Hay que redimir a Dios superando la materia, rompiendo la cáscara del cuerpo que convierte el espíritu en algo impuro por estar mezclado con lo corporal. La identidad auténtica necesita para ser ella misma, como puede verse, una indeterminación espiritual desligada de todo elemento material.
La conexión de este planteamiento antropológico gnóstico con el transhumanismo y con algunas teorías de género puede considerarse explícito. ¿En qué sentido? Se acaba de decir que el ser del hombre es un ser contradictorio y que su existencia se caracteriza por la tensión generada por la contradicción. Esa tensión es liberada gracias al ejercicio y la puesta en práctica del conocimiento de la técnica. Los artefactos humanos son la manifestación de la fuerza divina en el drama cósmico que representa la vida humana. Gracias a la técnica el ser humano puede liberar a la divinidad encerrada en su interior y manifestar la fuerza y el poder de la chispa divina que posee. La fuerza de la divinidad es patente cuando la técnica permite al hombre someter el mundo de la naturaleza con la tecnología y cuando puede modificar su cuerpo para transformarlo en algo completamente distinto a lo que era antes o ahora. Podemos ver, entonces, que el hombre enmienda el error de Epimeteo y hace honor a Prometeo cuando se aventura a corregir sus limitaciones corporales y se convierte en la medida de todas las cosas. El transhumanismo y la teoría de género encajan perfectamente dentro de los saberes prometeicos.
Esta manera de entender el origen del ser humano contrasta totalmente con el relato bíblico de la creación del hombre por Dios. En el libro del Génesis queda manifiesto que en el principio el ser humano es creado en un contexto de plenitud, de perfección. La existencia de la mujer y del varón es llevada a cabo por el Creador como una obra buena de sus manos: son creados como imagen de Dios y formados desde la tierra creada por Yahveh como algo bueno.
La materia en este relato no contradice el espíritu divino. El aliento divino es insuflado en el ser humano por el propio Creador de manera deliberada y su semejanza divina es fruto del don libérrimo que Dios otorga al hombre. Esta semejanza es clara si nos fijamos en que Yahveh se dirigía a Adán y Eva y hablaba con ellos. Encontramos aquí que en el origen había un conocimiento pleno de Dios y por ello el hombre se encontraba en un contexto de plenitud vital. Sin duda alguna, aquí la vida humana no es fruto del error y su carácter espiritual no le es dado por la astucia divina que busca corregir sus errores al modelar su obra.
La semejanza divina es aún más patente en el hecho de que el Creador da al hombre la orden de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esta orden divina, lejos de ser una limitación de la libertad del hombre, es una manera de prevenir de la contradicción al ser humano y de hacerlo plenamente divino. Pues la obra de Aquel que lo ha creado todo es en sí misma buena, como se repite en el relato bíblico. De modo que si el hombre desobedece a Dios no solamente niega a Dios, se niega a sí mismo, pues rechaza la bondad de su ser al desoír el mandato de Yahveh: la exigencia de Dios no es un impedimento para llevar a cabo la libertad humana, es un don para ser aún más semejantes a la divinidad, que en sí misma es perfectamente buena y no cabe en ella contradicción alguna. En consecuencia, negar a Dios es negar al hombre y por ello entra la muerte en la Historia humana según la tradición judeocristiana.
Es necesario, después de esta comparación, retomar el relato platónico. En él se ha visto que el hombre es dotado de un poder que compensa su menesterosidad corporal. Ahora bien, esa capacidad cognoscitiva y técnica no siempre es beneficiosa para él mismo. Puesto que comete excesos en el ejercicio de su poder tecnológico. Esos excesos le llevan al fracaso moral. A diferencia del hombre del Génesis, que gozaba de perfección moral y práctica por el conocimiento del Creador, el hombre prometeico sufre su propio conocimiento como algo que le lleva a cometer el mal sin saber por qué. Ese mal se concreta en la incapacidad que tiene para poder vivir en sociedad, puesto que no posee el saber moral apropiado para convivir políticamente.
En el mito de Prometeo, relatado por Platón, nos encontramos con que Zeus ve necesario enviar a Hermes para que ayude a los hombres a adquirir el conocimiento moral y de la justicia, indispensables para organizarse a sí mismos dentro de la ciudad. Hermes, el mensajero de los dioses, le pregunta a Zeus si tiene que llevar el conocimiento moral a unos pocos hombres o a todos. La respuesta de Zeus es contundente: todos los hombres deben tener conocimiento moral porque sin él la existencia de la ciudad (la sociedad) es imposible y quien no sea capaz de participar en la vida moral de la ciudad debe ser eliminado como una enfermedad.
Es llamativa la relación estrecha del conocimiento prometeico y el hermético en el mito platónico. A pesar de las carencias corporales del ser humano y de sus excesos en su obrar, que dan una imagen pésima del hombre, el conocimiento hermético lo capacita para obrar moralmente y superar los errores en su actuar. Es decir, en el mito queda manifiesta la confianza en la capacidad moral de ser humano: puede llevar a cabo el bien en su vida. En cambio, si tenemos en cuenta la visión transhumanista del hombre nos encontramos con que la capacidad moral de la naturaleza humana no es contemplada y se la reduce a un moralismo falso. Tal visión es heredera de la sospecha de Nietzsche, que consideraba que la moral era un engaño para que el hombre no alcanzara el estadio definitivo de su ser: el superhombre, aquel que su voluntad no está limitada por la razón ni por los principios morales y que puede ejercitar su voluntad con el ímpetu de toda su fuerza liberadora. Por tanto, si se tuviera que encuadrar el transhumanismo dentro del mito de Prometeo, se puede decir que prescinde de la actuación de Hermes e intenta mejorar al ser humano únicamente con la técnica.
Aún no sabemos cuáles serán las consecuencias de tal reduccionismo. Si atendemos al relato platónico y lo aceptamos, no podremos entender el saber prometeico sin el hermético. Es necesario un conocimiento moral para hacer que la técnica sea auténticamente humana y no nos destruya. La prudencia en el ejercicio del progreso técnico es más que razonable si hacemos memoria del pasado siglo XX. Hace apenas cien años la Humanidad quedó conmocionada por la aniquilación de millones de seres humanos en los campos de batalla de la Gran Guerra. Nunca el hombre había tenido tanta capacidad de destrucción.
Desde que se inventó la ametralladora se dice que ha sido el arma que más vidas ha quitado. Provoca pánico pensar que es ahora cuando el ser humano ha encontrado la forma de aniquilarse por completo. El progreso técnico ha acabado con el arte de la guerra y lo que antes era un auténtico desafío para los estrategas militares ha quedado reducido a una escalada de poder alimentada por los mercados y la industria armamentística.
La sucesión de dos guerras mundiales en el siglo XX nos ha llevado a una situación de descontrol técnico y armamentístico. Hoy tenemos auténtico poder sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Tanto que puede llegar a causar escándalo, pues parece que nada nos detenga. Las armas no nos llevan a reducir la fuerza del enemigo: se busca aniquilarlo, destruirlo, hacer que desaparezca. Con ese objetivo el riesgo aumenta, porque el enemigo tiene las mismas capacidades de destrucción.
El desarrollo vertiginoso de la industria de la guerra pone de manifiesto el desprecio de la naturaleza humana que está en el trasfondo de nuestra cultura posmoderna. La fuerza de la chispa divina se ha convertido en un torrente de técnica descontrolado que busca aniquilar el cuerpo maltrecho con el que Epimeteo dotó al ser humano.
El error de los dioses ha capacitado al hombre con un poder que puede llevarlo a la destrucción. Se añade a ese poder la nostalgia del retorno a lo divino que desprecia su naturaleza corporal y busca liberarse de ella destruyendo la cáscara que la encierra.
El desprecio de la naturaleza humana ha llegado a cotas inalcanzables en el pasado siglo. Los hornos de Auschwitz consuman esta visión pesimista del ser humano: la chispa de la divinidad se vuelve tan incandescente que incinera al hombre y se apaga con la extinción de la naturaleza humana, borrando cualquier atisbo de divinidad en nuestro mundo y consumando la muerte de Dios y del ser humano.
Del concepto de poder que estamos tratando podemos extraer una conclusión clara: en su origen, es fruto del error de los dioses; al concederlo, los dioses se limitan y en su ejercicio, entraña la contradicción, puesto que tanto los dioses como los hombres se niegan al ejercitarlo. ¿De qué manera? Al dotar a los hombres con la chispa divina pierden la oportunidad de dominarlo totalmente y los hombres, al estar dotados con ese poder, están condenados a contradecirse, porque tener poder aquí significa tener que negarse para poder ejercitarlo. Tanto en un caso como en otro, los dioses renuncian a ser dioses y los hombres renuncian a ser hombres. Tener poder entraña negar la propia naturaleza.
Ante el espanto de Auschwitz, Hans Jonas elaboró una reflexión para responder al sinsentido del mal realizado por los nacionalsocialistas. El filósofo judío se preguntaba cómo era posible el silencio de Dios ante el sufrimiento de los inocentes[3]. Para responder a esta pregunta transformó la noción de la Omnipotencia de Dios. Jonas sostiene que la Omnipotencia divina debe ser reinterpretada como una contradicción. El ser omnipotente es el ser que se niega a sí mismo y que es absurdo. La naturaleza del absurdo del poder absoluto se manifiesta en el hecho de que tal poder necesita algo que le limite para poder ejercer su naturaleza omnipotente. Sin embargo, al no tener limitación alguna se torna algo vacío y carente de sentido, porque no tiene nada que se le resista. La consecuencia que se deriva de esto es que la Omnipotencia es en sí misma la nada total.
La Omnipotencia divina, para definirse como tal, necesita de otro sobre el que ejercer su poder. Esa necesidad de otro le lleva a su vez a contradecirse, porque la limita e impide que sea un poder absoluto. Pero gracias a esa contradicción se genera el movimiento por el cual todo existe.
Hans Jonas buscaba, así, responder a la cuestión del mal: solamente un Dios limitado e impotente puede coexistir con el mal y aceptar que acontezca en el mundo. De este modo se evita acusar a Dios de ser maligno por permitir el mal, puesto que, siendo impotente, no tiene capacidad para expulsarlo del mundo. Así podemos aceptar que es realmente bueno, porque es impotente. Es decir, se acepta que la omnipotencia es algo irracional y hay que reusar comprenderla como un atributo divino. No obstante, es importante que observemos que la impotencia divina es resultado de su omnipotencia. La contradicción de esta concepción de Dios es clara. La aceptación de un Dios así solamente puede hacerse después de haber negado la razón.
Del mismo modo que hizo Lutero, Jonas afirma que la libertad divina está en contradicción con la humana: o existe una o existe la otra. Además, supuestamente, esta contradicción se da desde el propio acto creador de Dios, puesto que al crear Dios se niega a sí mismo y se limita al permitir la existencia de la libertad humana. Por tanto, es en Dios donde se encuentra el origen del mal. La Creación constituye en sí misma la negación del Creador. La aceptación de la gnosis por Jonas es evidente, no en vano fue un estudioso del gnosticismo durante toda su vida.
Con lo que acabamos de decir es posible hacer la siguiente relación: el mito de Prometeo, la gnosis y el transhumanismo están estrechamente relacionados. La esencia de esta relación es la aceptación deliberada de la contradicción. Aquí se considera, como con lo dicho hasta ahora, que es posible afirmar que saber prometeico, gnosis y transhumanismo pueden ser considerados sinónimos.
El transhumanismo acepta el poder absoluto de la tecnología como una fuerza trasformadora de la realidad. Su fuerza reside precisamente en la renuncia a la naturaleza humana. La renuncia de la naturaleza es necesaria para superar el error divino y alcanzar la auténtica vida a la que está llamado, en la que el cuerpo no lo limite. Pero ya se ha dicho con Jonas que el poder absoluto necesita renunciar a su omnipotencia para poder ser ejercitado. Por tanto, la chispa divina necesita, para ser tal, de la limitación corporal para que la tensión que la mueve a ser no la consuma de manera definitiva. En cierto modo, tras la aceptación de la contradicción hay un acto de resignación necesario: la plenitud nunca va a poder llevarse a cabo.
En el transhumanismo se esconde la contradicción de la que se viene hablando: el poder que nos otorga la tecnología es para sí mismo la negación de la libertad. La capacidad de negar a los dioses a través de la creación tecnológica nos lleva a introducir uno nuevo, posthumano, que se hará realidad con la Inteligencia Artificial. Se niega un dios para liberar al hombre y se crea uno nuevo para que lo someta y acabe con él. Del mismo modo que el Dios de Jonas se negaba al crear, el hombre en el transhumanismo se niega al crear la Inteligencia Artificial.
¿Qué hacer, pues, para no caer en esta contradicción? En necesario no confundir la tecnología con la religión. El transhumanismo convierte la tecnología en un mesianismo y priva al conocimiento científico de la imparcialidad que le caracteriza. Es necesaria la recuperación de la razón filosófica, capaz de distinguir los planos de los diferentes saberes y que hace compatible la capacidad moral del ser humano con la realización y el progreso de la tecnología dentro de la cultura humana.
No es exagerado decir que renunciar al mesianismo y colocarlo en su lugar es un acto de humildad y de prudencia necesario para no repetir las atrocidades que comete el ser humano cuando busca suplir la acción salvífica de Dios en la Historia con sus proyectos. Si la razón y la fe no confunden sus papeles y respetan el espacio que les corresponde a cada una, es posible pensar en una tecnología que ayude al hombre confiando en su capacidad moral. El progreso tecnológico necesita urgentemente la emergencia del progreso moral para que la chispa de la razón no consuma la existencia del ser humano.