Introducción
III. La medicina paliativa ante la enfermedad terminal
VI.Propuestas para fomentar una cultura del respeto a la dignidad humana
VII. La experiencia de fe y la propuesta cristiana
Epílogo
INTRODUCCIÓN
«Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Ex 3, 5), dijo Dios a Moisés ante el fenómeno de la zarza que ardía sin consumirse a los pies del monte Horeb. Si entrar en la vida de una persona constituye siempre caminar en terreno sagrado, con mayor razón cuando esta vida se encuentra afectada por la enfermedad o ante el trance supremo de la muerte. Ante el debate que últimamente se ha reavivado acerca de la vida humana, la eutanasia y el suicidio asistido, queremos proponer en este documento una mirada esperanzada sobre estos momentos que clausuran nuestra etapa vital en la tierra.
Con este documento pretendemos ayudar con sencillez a buscar el sentido del sufrimiento, acompañar y reconfortar al enfermo en la etapa última de su vida terrenal, llenar de esperanza el momento de la muerte, acoger y sostener a su familia y seres queridos e iluminar la tarea de los profesionales de la salud. El Señor ha venido para que tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10, 10) y en Él hemos sido llamados a ser sembradores de esperanza, misioneros del Evangelio de la vida y promotores de la cultura de la vida y de la civilización del amor.
La alegría del Evangelio debe alcanzar a todos, de modo particular a quienes viven en el sufrimiento y la postración. Queremos reconocer y agradecer a quienes dedican tiempo y esfuerzo a transmitir esta alegría y esperanza del Evangelio a los enfermos y sus familiares. De modo particular queremos mostrar nuestra gratitud a los equipos de pastoral de la salud en los diversos ámbitos, a los capellanes, personas idóneas, profesionales y voluntariado en hospitales, residencias e instituciones, a las congregaciones que tienen como carisma propio el cuidado de los enfermos y ancianos.
Quien sufre y se encuentra ante el final de esta vida necesita ser acompañado, protegido y ayudado a responder a las cuestiones fundamentales de la existencia, abordar con esperanza su situación, recibir los cuidados con competencia técnica y calidad humana, ser acompañado por su familia y seres queridos y recibir consuelo espiritual y la ayuda de Dios, fuente de amor y misericordia. El suicidio asistido y la eutanasia, que consiste en la acción u omisión que por su naturaleza e intencionadamente causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor, no aportan soluciones a la persona que sufre.
La Tradición de la Iglesia y su Magisterio han sido constantes en señalar la dignidad y sacralidad de toda vida humana, así como la ilicitud de la eutanasia y el suicidio asistido. En la Iglesia se ofrecen variados caminos y formas de acompañar a los enfermos y a quienes sufren, plasmándose en muchos carismas que han suscitado múltiples instituciones y congregaciones dedicadas a su cuidado, además de la respuesta generosa de los fieles que hacen suyas las palabras de Jesús: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36) y ejercen la caridad a ejemplo del buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37).
El texto que presentamos pretende ser pedagógico y de fácil lectura para todos. Por eso, hemos evitado cargarlo de referencias y notas al pie. A quien desee profundizar en el Magisterio de la Iglesia que trata sobre estos asuntos, le remitimos principalmente a los siguientes documentos: Pío XII, Discurso sobre las implicaciones morales y religiosas de la analgesia, 1957; san Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici doloris sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, 1984; Encíclica Veritatis splendor, 1993; Encíclica Evangelium vitae, 1995; Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 2007; Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 2018; Audiencia a la Federación italiana de los colegios de médicos cirujanos y odontólogos, 2019; Congregación para la Doctrina de la fe, Declaración sobre la eutanasia, Iura et bona, 1980; Respuesta a algunas preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense sobre la alimentación y la hidratación artificiales, 2007; Consejo Pontificio para los agentes sanitarios: Cuidados paliativos, situación actual, diversos planteamientos aportados por la fe y la religión ¿qué hacer?, 2004; Nueva Carta a los Agentes Sanitarios, 2017; Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2276-2283; CCXX Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declaración con motivo del proyecto de ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, 2011.
El 28 de octubre de 2019 se publicaba la Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida. En ella se afirma que «el cuidado de los moribundos representa, por una parte, una forma de asumir con responsabilidad el don divino de la vida cuando ya no es posible tratamiento alguno y, por otra, nuestra responsabilidad humana y ética con la persona que (a menudo) sufre ante la muerte inminente. El cuidado holístico y respetuoso de la persona debe reconocer como un objetivo fundamental la dimensión específicamente humana, espiritual y religiosa de la muerte. Este enfoque de la muerte requiere compasión, empatía y profesionalidad por parte de todas las personas involucradas en el cuidado del paciente moribundo, especialmente de los trabajadores de la salud responsables del bienestar psicosocial y emocional del paciente».
El Papa Francisco, en su audiencia a la Federación italiana de los colegios de médicos cirujanos y odontólogos el pasado septiembre de 2019, afirmaba que «es importante que el médico no pierda de vista la singularidad de cada paciente, con su dignidad y su fragilidad. Un hombre o una mujer que debe acompañarse con conciencia, inteligencia y corazón, especialmente en las situaciones más graves. Con esta actitud se puede y se debe rechazar la tentación —inducida también por cambios legislativos— de utilizar la medicina para apoyar una posible voluntad de morir del paciente, proporcionando ayuda al suicidio o causando directamente su muerte por eutanasia. Son formas apresuradas de tratar opciones que no son, como podría parecer, una expresión de la libertad de la persona, cuando incluyen el descarte del enfermo como una posibilidad, o la falsa compasión frente a la petición de que se le ayude a anticipar la muerte. “No existe el derecho de disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún médico puede convertirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente”».
La Asociación Médica Mundial (AMM), que representa a las organizaciones médicas colegiales de todo el mundo, afirmaba en su resolución adoptada en octubre de 2019 en su septuagésima asamblea general: «La AMM se opone firmemente a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica. Para fines de esta declaración, la eutanasia se define como el médico que administra deliberadamente una substancia letal o que realiza una intervención para causar la muerte de un paciente con capacidad de decisión por petición voluntaria de este. El suicidio con ayuda médica se refiere a los casos en que, por petición voluntaria de un paciente con capacidad de decisión, el médico permite deliberadamente que un paciente ponga fin a su vida al prescribir o proporcionar substancias médicas cuya finalidad es causar la muerte. Ningún médico debe ser obligado a participar en eutanasia o suicidio con ayuda médica, ni tampoco debe ser obligado a derivar un paciente con este objetivo».
Nos ha parecido oportuno mantener el formato de preguntas y respuestas que ayuden a una mejor comprensión, como ya se hizo en el documento «La eutanasia. Cien cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos» que el Comité Episcopal para la Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española publicó en 1992. Hemos evitado el lenguaje técnico para la mejor comprensión de quienes carecen de conocimientos especializados, sin renunciar por ello a la profundidad y rigor de pensamiento. El modo de tratar a las personas en situación de vulnerabilidad, el modo de acoger y sostener a los debilitados, ancianos y enfermos, la manera de abordar los momentos últimos de nuestra vida terrenal cualifican la calidad ética de la sociedad. La Iglesia, servidora de la humanidad, quiere ofrecer la luz pascual de Cristo muerto y resucitado, capaz de iluminar y llenar de amor, misericordia y esperanza las situaciones más complejas y en muchas ocasiones dolorosas de la existencia humana.
Hemos optado por abordar la cuestión, en primer lugar, desde una perspectiva que parte de la condición humana, para, en segundo lugar, abrir esta cuestión a la espléndida luminosidad que nos comunica el Señor Jesús, que ha vencido la muerte y nos ha donado el Espíritu Santo para conocer el sentido y plenitud de nuestra vocación en Él. Somos conscientes de que este planteamiento tiene sus límites. Pero lo hacemos así para resaltar que las cuestiones suscitadas ante el final de esta vida, el drama de la eutanasia y el suicidio asistido son asuntos profundamente humanos, que afectan a la dignidad y no se reducen únicamente a una cuestión religiosa o para las personas que profesan la fe cristiana (cf. Evangelium Vitae 64). Agradecemos a quienes nos han ayudado a elaborar este texto. Encomendamos a la protección materna de la Virgen María, Salud de los enfermos y Auxilio de los cristianos, a los enfermos, sus familiares y amigos, a los profesionales de la salud, voluntarios y tantas personas que colaboran en la pastoral de la salud y de la familia, y a todos los que sufren en su cuerpo o en su espíritu.
La eutanasia y el suicidio asistido son objeto en nuestro tiempo de campañas propagandísticas a su favor. El debate actual sobre estos asuntos no es propiamente planteado como una cuestión médica, sino más bien ideológica con una profunda raíz antropológica. Efectivamente, en el fondo nos encontramos ante una determinada concepción del ser humano y sus implicaciones familiares y sociales y un concepto de libertad concebida como voluntad absoluta desvinculada de la verdad sobre el bien. Se manifiesta la dificultad de encontrar un sentido al sufrimiento y el modo de encajarlo en el recorrido vital de las personas, y las consecuencias que estos planteamientos tienen sobre el modo de entender las relaciones sociales, la responsabilidad política y su repercusión en el ámbito sanitario.
Las campañas encaminadas a suscitar opiniones favorables a la eutanasia y el suicidio asistido suelen promover los siguientes aspectos:
– Lo primero que se presenta es un «caso límite». Se busca una situación terminal y dramática especialmente llamativa que interpele la sensibilidad colectiva. Admitido este caso, desaparecen las razones profundas para no admitir otros parecidos, ensanchándose la casuística.
– Lo anterior se complementa con eufemismos ideológicos y semánticos. Así, se evitarán expresiones como «provocar la muerte del enfermo» o «quitarle la vida». Por el contrario, se ensalzan otras como «muerte digna», «autonomía», o «liberación».
– Junto a esto, se procura presentar a los defensores de la vida como retrógrados, intransigentes, contrarios a la libertad individual y al progreso. De este modo se evita un diálogo sosegado y constructivo, que busque sobre todo el bien del enfermo.
– Otro elemento de la estrategia consiste en transmitir la idea de que la eutanasia es una cuestión religiosa. Por eso, en una sociedad pluralista la Iglesia —o cualquier confesión religiosa— no puede, ni debe, imponer sus opiniones.
– Como complemento de estas estrategias, se pretende trasmitir a la sociedad la idea de que la eutanasia es una demanda urgente de la población y propia de nuestros tiempos.
La Academia Pontificia para la Vida (9.XII.2000) denunciaba las campañas y estrategias a favor de la eutanasia: «Se han desarrollado —dice— campañas y estrategias en este sentido, llevadas adelante con el apoyo de asociaciones pro-eutanasia a nivel internacional, con “manifiestos” públicos firmados por intelectuales y hombres de ciencia, con publicaciones favorables a tales propuestas —algunas, acompañadas incluso de instrucciones orientadas a enseñar a los enfermos los diferentes modos de poner fin a la vida, cuando fuese considerada insoportable—, con encuestas que recogen opiniones de médicos o de personajes conocidos en la opinión pública, favorables a la práctica de la eutanasia y, finalmente, con propuestas de leyes llevadas a los parlamentos, además de los intentos de provocar sentencias de los tribunales que pudiesen dar curso a una práctica de hecho de la eutanasia o, al menos, a que no fuese punible».
Las diferentes cuestiones aducidas para la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido pueden ser reconducidas principalmente a cuatro argumentos:
La defensa y promoción de la eutanasia y el suicidio asistido basándose en el sufrimiento insoportable del enfermo ha sido el argumento invocado durante muchos años. El acompañamiento de la familia es un elemento muy importante para ayudar al enfermo a resituarse ante la aparición de la enfermedad, de modo particular si esta es grave. Y, entre otros, es un deber del médico y el personal sanitario aliviar el sufrimiento y eliminar el dolor al paciente, contando con el parecer del propio enfermo y la colaboración de la familia, especialmente cuando nos encontramos ante una persona en el final de la vida. A este respecto, es importante advertir que, si no se garantiza que el paciente que pasa por esa situación no tenga dolor, inevitablemente pueden surgir peticiones de eutanasia. Y la experiencia clínica demuestra suficientemente que, para esas situaciones, la solución no es la eutanasia, sino la atención adecuada, humana y profesional, y a este fin se dirigen los cuidados paliativos.
La segunda bandera enarbolada por los movimientos a favor de la eutanasia y el suicidio asistido es la compasión. A fin de que el paciente no sufra, se justifica poner fin a su vida. Además, se afirma que de esa manera se contribuye al bien de la sociedad, porque de este modo no se dilapidan los recursos sanitarios limitados de la comunidad, que pueden ser dedicados a otros fines. Eso hace que no pocas personas, llegados esos momentos de la vida, puedan sentirse como una carga para los demás (sus familiares y la sociedad), y no quieran seguir viviendo. También, que otros consideren insoportable y carente de dignidad la vida de dependencia (en la alimentación, el aseo, el transporte, la falta de control personal) y piensen que en esas condiciones es mejor la muerte. La solución que se presenta en este contexto es la eutanasia o el suicidio asistido. Se trata de la eutanasia por compasión: para que no sufra, que deje de vivir. Pero enseguida percibimos que esta no es la actitud adecuada. Lo más humano no es provocar la muerte, sino acoger al enfermo, sostenerlo en estos momentos de dificultad, rodearlo de afecto y atención y poner los medios necesarios para aliviar el sufrimiento y suprimir el dolor y no al paciente. La auténtica compasión es de otro orden. La experiencia sostiene que, cuando se percibe el cariño y cuidado de la familia, la importancia de la propia vida que siempre contribuye al bien de la familia, de los demás y de la sociedad, el respeto a la dignidad de todo ser humano con independencia de su estado de salud o de cualquier otro condicionamiento, y se reciben los cuidados paliativos adecuados, si son necesarios, un porcentaje muy bajo de pacientes pide explícitamente la eutanasia. Sembrar esperanza verdadera, aliviar la soledad con una compañía afectiva y efectiva, aliviar la angustia y el cansancio, hacerse cargo del enfermo «cargándolo sobre la propia cabalgadura», a ejemplo del buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37), son expresiones de una verdadera compasión.
El tercer argumento del movimiento pro-eutanasia es el concepto de «muerte digna». A veces, con la expresión «muerte digna» o «dignidad de la muerte» lo que se quiere decir es que «yo soy dueño de mi vida; yo muero cuando quiera». Es decir, es una cuestión que hace referencia al concepto de libertad, elemento clave en la concepción que cada uno tenga de la vida y el modo de conducirla, también cuando acecha el sufrimiento o la muerte. Una expresión que, además, está relacionada con la calidad de vida, que, a su vez, se interpreta como criterio último de la dignidad de la vida. Según este criterio, cuando la calidad de vida es pobre, ya no merece la pena seguir viviendo. Fácilmente se percibe que, desde esa perspectiva, la vida humana no vale por sí misma. La calidad de la vida vale más que la vida misma. Pero, además ¿con qué baremos se mide la calidad para llegar a afirmar que ya carece de valor o que no merece la pena ser vivida?
Relacionado con el anterior está el cuarto argumento: la autonomía del paciente, concebida como un absoluto. En muchos de nuestros contemporáneos existe una idea de «autonomía» que remite a la concepción que cada uno tenga de la libertad, que se traslada también al campo del final de la vida. En el fondo es expresión de una concepción de una libertad absolutista desvinculada de la verdad sobre el bien. La eutanasia sería un derecho de la autonomía personal llevado al extremo: «Yo soy dueño de mi vida, me moriré cuándo y cómo yo lo determine». Ciertamente, la autonomía es un elemento fundamental. El ser humano es libre y se perfecciona con su actuar libre. Pero concebir la dignidad de la persona únicamente sobre la propia autonomía constituye una visión reductiva que deja al margen otras dimensiones fundamentales. Por un lado, hay personas que, en este sentido, no son autónomas, como los niños, enfermos dependientes, personas con graves discapacidades psíquicas, pacientes en coma, etc. ¿Es que estas personas solo tienen la dignidad que otros les otorgan? ¿No la tienen como tales? Si la autonomía fuera el fundamento último de la dignidad de la persona, muchas personas carecerían de dignidad. Por otra parte, es evidente que la autonomía de la persona no es absoluta. Tampoco en el campo de las relaciones humanas ni en la convivencia familiar o social.
En el ámbito de la medicina, el concepto de autonomía tampoco es total. El enfermo, y más el que se encuentra en situación terminal, o sin capacidad del uso de razón, no es autónomo. La misma enfermedad, la medicación y otras circunstancias limitan necesariamente su capacidad de decisión.
La petición de eutanasia por parte de los enfermos que sufren consta desde el origen mismo de la medicina, pues ya figura en el Juramento Hipocrático el rechazo explícito a practicarla. Sin embargo, en el último siglo se ha promocionado por medio de asociaciones y movimientos que buscan su aprobación legal, así como la del suicidio asistido, y gobiernos que aceptan la presión que ejercen estos movimientos o que la fomentan institucionalmente. Los orígenes recientes de este fenómeno se pueden rastrear en las ideas ilustradas de los tres últimos siglos. Las sociedades que propugnan su aprobación legal datan de las primeras décadas del siglo XX, y han ido aumentando en número.
Signo de civilización es justamente lo contrario, es decir, la fundamentación de la dignidad de la persona en el hecho elemental de ser humana, con independencia de cualquier otra circunstancia como raza, sexo, religión, salud, edad, habilidad manual, capacidad mental o económica. Esta visión esencial del ser humano significa un progreso cualitativo importantísimo, que distingue justamente a las sociedades civilizadas de las que se daban en tiempos ya superados, en las que la vida del prisionero, el esclavo, la persona discapacitada o el anciano, según épocas y lugares, era despreciada. La eutanasia y el suicidio asistido no hacen a la sociedad mejor ni más libre, ni son expresión de verdadero progreso.
Con la eutanasia o el suicidio asistido se elimina la vida de quien sufre para que deje de sufrir. Y eso es incompatible con la civilización verdadera, porque un ser humano no pierde la dignidad por sufrir. Resulta especialmente contradictorio defender la eutanasia precisamente en una época como la actual, en la que la medicina ofrece alternativas, como nunca hasta ahora, para tratar y cuidar a los enfermos en la última fase de sus vidas.
Es probable que este resurgimiento de las actitudes eutanásicas sea una consecuencia de la conjunción de dos factores: por un lado, los avances de la ciencia en la prolongación de la vida; y por otro, un ambiente cultural que considera el dolor y el sufrimiento como los males por excelencia, que se deben eliminar a toda costa. Esto se da de manera particular cuando no se percibe una visión trascendente de la vida, que ayude a penetrar en el misterio del sufrimiento, que es inherente a toda vida humana.
Hablar de dignidad es el modo de expresar el valor único e insustituible de cada persona. Es el motivo profundo por el que la medicina se preocupa por los enfermos. En el encuentro interpersonal se descubre el valor irrepetible de cada persona, su inherente e inalienable dignidad. Esto también ocurre en la relación del enfermo con el médico y con cada una de las personas que componen el equipo sanitario. Este encuentro interpersonal constituye el fundamento de la ética de las profesiones sanitarias. Una vez que el enfermo y el médico establecen la relación, lo que se exige a este último es el respeto del paciente, el reconocimiento de su dignidad y la ayuda en una relación de confianza para luchar contra la enfermedad: un proceso de objetivación en el contexto del encuentro entre dos personas que buscan un bien que comparten, que consiste en recuperar la salud del enfermo.
Un enfermo, en el sentido etimológico de la expresión, es alguien que no puede valerse plenamente por sí mismo (no puede mantenerse firme, es in-firmus) en mayor o menor medida, es decir, que tiene dificultades para poder desarrollar su vida diaria por las limitaciones de la enfermedad, desde una leve molestia que impide pocas cosas hasta yacer postrado en cama de modo dependiente. La atención sanitaria persigue recuperar la salud. Para lograrlo, la medicina intenta conocer las causas del enfermar para poner el remedio oportuno, y su objetivo es que la persona enferma, tras recibir tratamiento, pueda desarrollar de nuevo su actividad normal o, al menos, con menos limitaciones, que antes de ser tratado.
La salud no implica siempre la integridad física, aunque el estudio de las patologías supone que en la enfermedad hay una lesión orgánica. Pese a que esta idea ha proporcionado la clave de muchas enfermedades, ha producido cierta confusión. Así, se tiende a pensar que el objetivo de la medicina es curar, cuando la práctica diaria nos muestra que hay ocasiones en que esto no se da: un analgésico puede permitir la vida normal sin propiamente curar. También se tiende a fijar la atención en los problemas orgánicos, que son exhaustivamente examinados y correctamente solucionados, a veces comprometiendo el trato humano adecuado y digno.
La salud tampoco implica un perfecto bienestar y, aunque es necesario un cierto nivel en este aspecto para poder vivir, se puede desarrollar la actividad diaria con alguna molestia. Es la condición humana. La medicina debe buscar el bienestar adecuado para poder desarrollar las actividades diarias, sin pretender la utopía de su perfección y plenitud. Esto queda más claro si se tiene en cuenta que existen malestares que son propios de la condición humana, como la tristeza ante la muerte de un ser querido o el cansancio con el ejercicio físico; así mismo, hay estados de bienestar que nadie consideraría saludables, como el estado tras la administración de una dosis de droga.
El dolor y la muerte forman parte de la vida humana desde que nacemos hasta que morimos: causamos dolor a los que nos quieren y sufrimos por el propio proceso que conduce a la muerte. Así lo acreditan la experiencia personal de cada uno de nosotros y la literatura universal, en la que esta experiencia es no solo motivo de inspiración, sino objeto de reflexión constante.
A lo largo de toda la existencia, el dolor físico y el sufrimiento moral están presentes de forma habitual en todas las biografías humanas: nadie es ajeno al dolor y al sufrimiento. El dolor producido por accidentes físicos —pequeños o grandes— es compañero del ser humano en toda su vida; el sufrimiento moral (producto de la incomprensión ajena, la frustración de nuestros deseos, la sensación de impotencia, el trato injusto, etc.) nos acompaña desde la más tierna infancia hasta los umbrales de la muerte.
La muerte es la culminación prevista de la vida terrenal, aunque incierta respecto a cuándo y cómo ha de producirse. Forma parte de nuestra biografía, porque nos afecta la de quienes nos rodean y porque la actitud que adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en parte cómo vivimos.
El dolor y la muerte son dimensiones o fases de la existencia humana. Obstáculo para la vida es la actitud de quien se niega a admitir la presencia de estos hechos constitutivos de toda vida, intentando huir de ellos como si fuesen totalmente evitables, hasta el punto de convertir tal huida en valor supremo. Esta es la negación de la propia realidad, que puede llegar a ser causa de deshumanización y de frustración vital.
El ser humano ha sido creado para vivir y ser feliz y, por tanto, siente rechazo ante el dolor y el sufrimiento. Y, por ello, este rechazo es justo y no censurable. Sin embargo, convertir la evitación de lo doloroso en el valor supremo y último que haya de inspirar toda conducta, a toda costa y a cualquier precio, es una actitud que acaba volviéndose contra los que la mantienen, porque supone negar de raíz una parte de la realidad humana.
Solo es posible afrontar la aparición del sufrimiento en las distintas etapas de la vida si se es capaz de encontrarle algún sentido, cuando lo asumo por algo o por alguien, porque el sufrimiento nunca es un fin en sí mismo.
Como afirmaba el Papa Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza Spe salvi: «Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. Debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que —lo vemos— es una fuente continua de sufrimiento» (n. 36).
Estas ideas son especialmente patentes en el caso de la agonía, de los dolores que, eventualmente, pueden preceder a la muerte y que deben ser convenientemente abordados. Pero convertir la ausencia de dolor en el criterio exclusivo, sin atender a otras dimensiones, para reconocer un pretendido carácter digno de la muerte puede llevar a legitimar la supresión de la vida humana —bajo el nombre de eutanasia—.
Aliviar el sufrimiento, el dolor, la angustia y la soledad en la situación terminal de enfermedad, con la cooperación del propio enfermo, su familia y su entorno, es un deber ético de primer orden.
Limitaciones y problemas de todo tipo se dan siempre en la vida. Lo que varía es el modo en que las personas los asumen. Esa diversidad tiene que ver con el planteamiento acerca del para qué de la vida, el sentido que se le atribuye, muchas veces de modo no plenamente consciente. El sufrimiento suele tener más relación con el sentido de la vida que con la intensidad de los problemas de salud (dolor, discapacidad, síntomas molestos, etc.). En el contexto de vivir únicamente para disfrutar, las limitaciones son vistas como lo más negativo e indeseable, contrario a la dignidad humana. Sin embargo, en visiones más reflexivas sobre la propia vida, es muy distinto. Esta otra visión viene marcada por la pregunta sobre «para qué estoy yo aquí», o mejor, «para quién estoy yo aquí». Como resultado, cada ser humano descubre de algún modo a qué está llamado en su vida (con todas las posibles variaciones y situaciones psicológicas que acompañen ese descubrimiento). Como afirma el Papa Francisco: «Quiero recordar cuál es la gran pregunta: Muchas veces, en la vida, perdemos tiempo preguntándonos: “Pero, ¿quién soy yo?”. Y tú puedes preguntarte quién eres y pasar toda una vida buscando quién eres. Pero pregúntate: “¿Para quién soy yo?”. Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros» (Christus vivit, 286). Si se acepta este sentido de una vida para los demás, se afrontan con esperanza las molestias y sufrimientos que pueda comportar la propia existencia.
La enfermedad fuerza un parón en la actividad cotidiana y obliga a reflexionar sobre la propia vida, a resituarse ante esta nueva situación y a replantearse objetivos. Al atender a los enfermos, es fundamental tener en cuenta esta faceta que acompaña al enfermar: es un momento de crisis interior. El enfermo frecuentemente se plantea preguntas de fondo acerca de su vida y precisa ser sostenido y acompañado —fundamentalmente por sus familiares y seres queridos— para que aflore el sentido profundo de lo que está viviendo y crezca como persona que se enfrenta a una nueva situación de enfermedad. Se debe tener en cuenta que, en el caso de enfermedades serias, no aparecen fácilmente respuestas de sentido. El acompañamiento espiritual y el sentido trascendente de la vida ayudan a que el enfermo encuentre referencias fundamentales para abordar la enfermedad y la discapacidad. San Pablo refería la situación de vida y de muerte a un fundamento mucho más profundo en el que aparece su sentido: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rom 14, 8).
Es natural tener miedo a morir, pues el ser humano está orientado naturalmente a la felicidad, y la muerte se presenta como una ruptura traumática. La explicación bíblica de la muerte como elemento ajeno a la naturaleza primigenia del ser humano encaja perfectamente con la psicología personal y colectiva que acredita una resistencia instintiva ante la muerte. Jesús mismo, en Getsemaní, experimentó el miedo y angustia ante la inminencia de su pasión y muerte: «Empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo”» (Mt 26, 37-38). Desde luego, es natural sentir miedo a una muerte dolorosa, como también lo es tener miedo a una vida sumida en el dolor. El miedo a un modo de morir doloroso y dramático puede llegar a ser tan intenso que puede conducir a desear la muerte como medio para evitar tan penosa situación. Pero la experiencia demuestra que, cuando un enfermo que sufre pide la muerte, en el fondo está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquellos, como la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico, compañía, afecto y consuelo psicológico y moral, la cercanía e implicación de su propia familia y de sus seres queridos y entorno social, así como la adecuada atención médica y sociosanitaria, la experiencia muestra que deja de solicitar que pongan fin a su vida.
En su naturaleza última, el dolor y la muerte encierran el misterio del ser humano, como también el misterio de la libertad y del amor, que son realidades vivas e íntimas, aunque intangibles, y que no encuentran explicación suficiente en la física o la química. El dolor y la muerte no son criterios adecuados para medir la dignidad humana, pues esta es propia de todo ser humano sencillamente por el hecho de serlo.
Llegado el momento supremo de la muerte, podemos ayudar a que el protagonista de este trance lo afronte en las condiciones más adecuadas posibles, tanto desde el punto de vista del dolor físico como también del sufrimiento moral. El afecto y la solicitud de la propia familia, el consuelo moral, la compañía, el calor humano y el auxilio espiritual son elementos fundamentales. La dignidad de la muerte radica en el modo de afrontarla. Por eso, en realidad, no sería apropiado hablar de «muerte digna», sino más bien de personas que afrontan la muerte con dignidad.
La posición que se adopta ante el dolor y la muerte depende de la concepción o idea que se tenga del ser humano, de las relaciones humanas y de la vida y de qué modo entre en juego la propia libertad. Cuando se pierde el sentido trascendente de la vida, es más difícil reconocer su sacralidad y dignidad. Sin este sentido de trascendencia, el ser humano tiene mayor dificultad para afrontar el sufrimiento y el dolor y encontrar sentido a las situaciones difíciles de la vida. En esta situación, el ser humano se siente incapaz de encontrar motivos para continuar viviendo cuando la vida no es fácil, gratificante, productiva.
Tampoco podemos olvidar la dimensión social de la propia vida. El ser humano está constitutivamente abierto a la comunión y a vivir en comunidad. La vida humana no solo es un bien personal, sino también un bien social, un bien para los demás, de tal forma que atentar contra la vida afecta también a la justicia debida a los demás. El imperativo ético «no matarás» tutela la verdad inscrita en la condición humana de todos los tiempos: ser fiel al carácter de alteridad del ser humano en el que la propia vida no podría mantenerse si no estuviese abierta a la trascendencia y al otro, es decir, a la realización de la comunión interpersonal inscrita en el corazón humano.
Son necesidades físicas, psíquicas, espirituales, familiares y sociales.
Las necesidades físicas derivan de las limitaciones corporales y principalmente del dolor.
Las necesidades psíquicas son evidentes. El paciente necesita sentirse seguro y querido, tener la seguridad de la compañía de familiares y seres queridos que lo apoyen y no lo abandonen, necesita confiar en el equipo de profesionales que le trata, necesita amar y ser amado: tiene necesidad de ser escuchado, atendido, valorado y considerado, lo que afianza su autoestima.
Las necesidades espirituales son indudables. El creyente necesita a Dios, experimentar su cercanía y compañía, recibir su fortaleza y consuelo, acoger su misericordia llenándose de esperanza y paz. Por eso, sería una irresponsabilidad y una injusticia que la atención religiosa de los pacientes no estuviera asegurada en las instituciones hospitalarias, siendo una dimensión fundamental de la vida de las personas.
Las necesidades familiares y sociales del paciente terminal no son menos importantes. La enfermedad terminal también supone para quien la padece y para su familia, un desafío emocional, un esfuerzo económico importante y no pocos desgastes familiares de diverso calado. Toda la atención de los componentes de la familia se concentra generalmente en el miembro enfermo y, si la situación de enfermedad se alarga, el desajuste puede ser duradero. El paciente lo ve y también lo sufre. Por ello es muy importante no solo asegurar el sostenimiento del enfermo, sino también el soporte adecuado para que la familia pueda hacer frente al desafío que supone la enfermedad de uno de sus miembros.
III. LA MEDICINA PALIATIVA ANTE LA ENFERMEDAD TERMINAL
Es una nueva especialidad de la atención médica al enfermo en situación terminal y a su entorno, que contempla la situación del final de la vida desde una perspectiva profundamente humana, reconociendo su dignidad como persona en el marco del sufrimiento físico, psíquico, espiritual y social que el fin de la existencia humana lleva generalmente consigo. Supone un cambio de mentalidad ante el paciente en situación terminal. Es saber que, cuando ya no se puede curar, aún debemos cuidar y siempre aliviar. En este viejo aforismo del siglo XIX se condensa toda la filosofía de los cuidados paliativos. Se puede decir que es una forma de entender y atender a los enfermos en situación terminal de enfermedad, opuesta principalmente a dos conceptos extremos que quedan fuera de la praxis médica: la obstinación terapéutica y la eutanasia.
La medicina paliativa no está suficientemente contemplada en la organización sanitaria española, y sería deseable que los poderes públicos reconocieran con mayor sensibilidad esa necesidad y la impulsaran decisivamente. Se asienta básicamente en el reconocimiento de la triple realidad que configura el proceso de la muerte inminente en la sociedad actual: un paciente en situación terminal con dolor físico y sufrimiento psíquico, espiritual, social; una familia angustiada que no acaba de saber gestionar la situación y sufre por el ser querido; y un personal sanitario educado fundamentalmente para luchar contra la muerte y afrontar y paliar el dolor y el sufrimiento.
En las Unidades de Cuidados Paliativos, que son áreas asistenciales incluidas física y funcionalmente en los hospitales, se proporciona una atención integral al paciente terminal. Un equipo de profesionales asiste a estos enfermos en la fase final de su enfermedad, con el objetivo de mejorar la calidad de su vida en este trance último, atendiendo todas las necesidades físicas, psíquicas, sociales y espirituales del paciente y de su familia. Todas las acciones de la medicina paliativa van encaminadas a mantener y, en lo posible, aumentar, el sosiego del paciente y de su familia.
Los profesionales sanitarios, en diálogo constante con el paciente y su familia, proporcionan los medios diagnósticos, así como las propuestas terapéuticas requeridas en base al criterio de proporcionalidad entre el fin buscado y los medios empleados. Con «adecuación de los cuidados» nos referimos a la adaptación de los diagnósticos y tratamientos a la situación clínica del paciente para no caer en la obstinación terapéutica. También incluye la opción de retirar, ajustar o no iniciar tratamientos (o pruebas diagnósticas) que se consideren inútiles o fútiles, y que por tanto no proporcionen ningún beneficio al enfermo.
No faltan quienes se preguntan si la «adecuación de los cuidados» no es una eutanasia encubierta. Pero ciertamente no lo es. Se trata de la diferencia entre la intención de provocar la muerte (eutanasia) y la admisión de nuestra limitación ante la enfermedad y las circunstancias que la rodean.
Solo en contadas situaciones terminales sin esperanza de curación, la apariencia de las acciones del profesional sanitario puede guardar semejanza en ambos casos. Pero el profesional de la salud advierte, sin género de dudas, lo que hay en su elección e intención última: sabe si lo que realiza tiene por objeto causar la muerte del enfermo o si, por el contrario, está renunciando a una obstinación terapéutica.
En la cesación o no iniciación de los cuidados considerados inútiles o fútiles ante la inminencia de la muerte, lo que se busca es evitar una prolongación precaria y penosa de la vida, sin dejar, por ello, la atención de los cuidados generales básicos. Lo primero —causar deliberadamente la muerte anticipada— nunca será admisible; lo segundo —el aceptar el advenimiento inevitable de la muerte— lo es.
Nos referimos a procedimientos que se realizan en la práctica habitual tales como la nutrición no invasiva, la hidratación, suministro de analgésicos, curas básicas, higiene, cambios posturales, etc. que están destinados a la supervivencia del enfermo. No son una manera de alargar penosamente la vida al paciente, sino una forma humana y digna de respetarlo como persona hasta el final.
Las formas de nutrición o alimentación merecen especial atención, ya que la administración de agua y alimento constituye un medio fundamental de conservación de la vida. La Nueva Carta promulgada en 2017 por el Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios recoge sintéticamente la praxis adecuada para estos casos: «La alimentación y la hidratación, aun artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales que siempre han de proporcionarse al moribundo, cuando no resulten demasiado gravosos o de ningún beneficio para él. Su indebida suspensión significa una verdadera y propia eutanasia. Suministrar alimento y agua, incluso por vía artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la conservación de la vida. Por lo tanto, es obligatorio en la medida y mientras se demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la hidratación y la nutrición del paciente. De este modo se evitan el sufrimiento y la muerte derivados de la inanición y la deshidratación» (n. 152).
Para la mayoría de las personas, «morir con dignidad» significa morir sin dolor u otros síntomas mal controlados; morir a su tiempo natural, sin que se acorte o se prolongue de forma innecesaria la vida; morir rodeado del cariño de la familia y los amigos; morir con la posibilidad de haber sido informado adecuadamente, eligiendo, si se puede, el lugar (hospital o domicilio) y participando en todas las decisiones importantes que le afecten; morir con la ayuda espiritual que precise.
Y, ciertamente, el derecho a ese «morir con dignidad» incluye:
– el derecho a no sufrir inútilmente;
– el derecho a que se respete la libertad de conciencia;
– el derecho a conocer la verdad de su situación;
– el derecho a participar en las decisiones acerca de las intervenciones a que se le haya de someter;
– el derecho a mantener un diálogo confiado con los médicos, familiares, amigos y personas de los ambientes donde ha desarrollado su vida;
– el derecho a que sea respetada su privacidad y la presencia y trato con sus familiares;
– el derecho a dejar resueltos los asuntos que considera fundamentales para su vida;
– el derecho a recibir asistencia espiritual.
Uno de los derechos del enfermo es el de no sufrir de modo innecesario durante el proceso de su enfermedad. Pero la experiencia nos muestra que el enfermo, especialmente el enfermo en fase terminal, experimenta, además del dolor físico, un sufrimiento psíquico o moral intenso, provocado por la colisión entre la proximidad de la muerte y la esperanza de seguir viviendo que aún alienta en su interior. La obligación del profesional sanitario es suprimir la causa del dolor físico o, al menos, aliviar sus efectos y en la medida de lo posible su sufrimiento psíquico colaborando con la familia.
Frente al dolor físico, el profesional de la sanidad ofrece la analgesia; frente a la angustia, ha de ofrecer consuelo y esperanza, frente a la soledad ha de procurar que no falte el acompañamiento de los seres queridos y la atención esmerada de los profesionales de la salud. La ética médica impone, pues, los deberes positivos de aliviar el sufrimiento físico y moral del moribundo, de mantener en lo posible la calidad de la vida que declina, de ser guardián del respeto a la dignidad de todo ser humano. Para los creyentes, el cuidado de la dimensión espiritual y trascendente es particularmente importante y por eso debe ser ofrecido también en las instituciones sanitarias.
La idea recurrente del dolor como problema intratable que forzaría a la eutanasia no se ajusta a la realidad: siempre existe la posibilidad de abordarlo, aunque en algunos casos sea solo con el recurso extremo de la sedación paliativa.
Cuestión distinta es que el tratamiento del dolor lo pueda resolver cualquier médico. En muchos casos, es necesario un especialista que sepa qué medicamentos combinar, pues las posibilidades no terminan cuando se ha recurrido a la morfina o derivados (conocidos genéricamente como opiáceos). Diversas combinaciones pueden resolver problemas que no se solucionan solo con analgésicos, y esto se puede afirmar también de los demás síntomas, entre los que cabría destacar la disnea (la sensación de ahogo al respirar).
Es una cuestión que ya abordó el Papa Pío XII en 1957, en un discurso al IX Congreso Internacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología, donde afirma que es lícito recurrir a los analgésicos para el tratamiento del dolor en los enfermos graves o en situación terminal si no hay otros medios y si, dadas las circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales, aunque de ello se pudiera derivar un posible acortamiento de la vida del enfermo.
La bibliografía médica reciente ha estudiado esto en detalle, y ha comprobado que la morfina no acorta la vida de los pacientes. Si se emplea para tratar el dolor en una dosis adecuada (que puede ser muy alta), ese efecto no se produce. Y esto es también cierto cuando se emplea para el alivio de la disnea de modo que, a pesar de la dificultad respiratoria, el paciente respira y se oxigena mejor con morfina que sin ella. En este campo, como en tantos otros en la ciencia, una cosa es el dato comprobado y otra las deducciones teóricas, que pueden fallar con facilidad.
Si a esto sumamos los sistemas modernos de administración, controlados electrónicamente, se puede tener la garantía de que esos efectos indeseados no se van a producir, pues la dosificación será la adecuada para ese paciente. Es más, si se ha empleado para tratar un dolor que termina desapareciendo, no tiene por qué crear adicción, siempre que se haya evaluado adecuadamente al paciente y se haya descartado una depresión concomitante, que sí podría conducir a una adicción indeseable.
En el imaginario colectivo del paciente terminal no aparece un problema que puede ser mucho más serio: la soledad. No en el sentido de ausencia de personas: las hay, entrando y saliendo de la habitación del enfermo y haciendo cosas, así como la presencia y la atención de la familia. Es algo que podríamos llamar más bien «soledad vital»: el enfermo debe hacer frente a la crisis interior que le está produciendo su enfermedad sin tener alguien en quien apoyarse para ese proceso anímico, que hemos llamado la búsqueda de sentido.
La actitud de la medicina ante las enfermedades se resume en el adagio al que ya hicimos referencia anteriormente: «Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre». Con los medios actuales, curamos ya bastantes veces, y podemos aliviar siempre. Pero esa eficacia técnica nos ha hecho olvidar la última parte, consolar. Esa palabra se refiere en primer lugar la compañía que aporta calor humano a la situación de enfermedad, y hace más llevadero el sufrimiento.
El acompañamiento fundamental lo proporciona ante todo la propia familia y el entorno de amistades del paciente. También el personal sanitario está llamado a prestar esta compañía. Este es un aspecto en el que aún tenemos que mejorar. Este acompañamiento, así como la asistencia espiritual cuando el paciente lo requiere, pueden ayudarle a afrontar la crisis que supone la situación de enfermedad y resituarse ante este desafío, madurando como persona y profundizando en el sentido de la propia vida.
También quisiéramos referirnos a las dificultades que experimentan las familias a la hora de acompañar y sostener en la enfermedad a sus seres queridos. En muchas ocasiones se encuentran desorientadas sobre las decisiones que deben tomar. Es necesario hacerse cargo de esta dificultad y ofrecerles con delicadeza indicaciones adecuadas y realistas que faciliten la toma de decisiones sobre el modo de proceder en cada momento. Es necesario hacer ver a las familias que en los momentos difíciles no están solas y que serán sostenidas con la ayuda que necesiten.
El respeto a su dignidad —única e inviolable, en cualquiera de las fases de su vida— exige que sea atendida y cuidada desde una visión integral o global, teniendo en cuenta, por tanto, su dimensión físico-biológica, psico-emocional, socio-familiar y espiritual-religiosa. Y del tratamiento adecuado de cada una de estas dimensiones forman parte las ayudas y cuidados clínicos, psicológicos y espirituales.
Para ayudar al enfermo y a su familia a cuidar estas dimensiones, la medicina paliativa se propone humanizar el proceso de la muerte. Acompañar hasta el final. Esta dimensión de la medicina intenta que los enfermos pasen los últimos momentos conscientes, sin dolor, con los síntomas controlados, de modo que transcurran con dignidad, rodeados de las personas que aman y si fuera posible, considerando su estado clínico y las atenciones que pudiera precisar, en su propio domicilio.
La medicina siempre tiene recursos para los pacientes con dolor y sufrimiento, aunque no todos los médicos dominen todos los recursos. Es sabiduría del médico darse cuenta de hasta dónde llegan sus conocimientos, para solicitar la ayuda de un colega más capacitado en ciertas situaciones.
La cercanía de la muerte no es razón suficiente para aplicar una sedación paliativa. Su indicación tiene que ver con la aparición de síntomas que son refractarios a un tratamiento efectivo y producen sufrimiento en el enfermo. La práctica clínica revela que, en situaciones de enfermedad incurable, avanzada e irreversible, con un pronóstico de vida limitado o bien en situación de agonía, pueden aparecer síntomas refractarios, que se resisten al tratamiento indicado para controlarlo.
Para esos casos y con el fin de aliviar su sufrimiento, se emplea la sedación paliativa: aunque el problema no se pueda tratar en directo, se puede hacer que el paciente disminuya su nivel de conciencia con ayuda de medicamentos de modo que no perciba dolor, sufrimiento o angustia intratables.
Por tanto, la sedación paliativa es un tratamiento para situaciones concretas y no generalizadas, en las que hay que saber administrar la medicación de modo que sea suficiente para sedar, pero no provoque intencionadamente la muerte. No es una actuación que deba emprenderse siempre cuando la vida se aproxima a su fin, sino cuando sea realmente necesario. Practicarla por sistema difunde entre los familiares de los pacientes la impresión de que es el médico quien ya pone fin a la vida en situación terminal.
La sedación será aceptable éticamente cuando exista una indicación médica correcta, se hayan agotado los demás recursos terapéuticos y al enfermo y a la familia se haya explicado en qué consiste y sus consecuencias, recabando el preceptivo consentimiento, que debe quedar recogido en la historia clínica. Los fármacos y la dosificación debida dependerán del síntoma a tratar y de la urgencia, y se irá reevaluando periódicamente en función de la situación del paciente. Es importante que el enfermo pueda resolver previamente sus obligaciones civiles, profesionales, familiares, morales y religiosas.
La sedación paliativa profunda es el procedimiento que tiene como finalidad la supresión total de la conciencia. Debe estar médicamente indicada, contando siempre con el consentimiento del paciente o, si no fuera posible, con el de sus familiares, en todo momento debidamente informados, excluida cualquier intencionalidad eutanásica y cuando el paciente haya podido resolver sus deberes morales, familiares y religiosos. No se debe, por tanto, privar de la conciencia al enfermo si no existen motivos graves. La sedación paliativa profunda nunca debe comportar la suspensión de la atención y los cuidados básicos y debe evaluarse periódicamente su reversibilidad si mejora la situación clínica del enfermo.
Hace tiempo que esta cuestión ha sido planteada principalmente ante la posibilidad de que el enfermo vea deterioradas sus facultades mentales. También hace tiempo que se ha instituido en nuestro sistema sanitario la posibilidad de redactar un documento de voluntades anticipadas, que antiguamente se denominaba testamento vital. Proponemos el texto aprobado por la Conferencia Episcopal Española el año 1989, que hace referencia a los aspectos fundamentales que debe recoger este documento:
«A mi familia, a mi médico, a mi sacerdote, a mi notario: Si me llega el momento en que no pueda expresar mi voluntad acerca de los tratamientos médicos que se me vayan a aplicar, deseo y pido que esta declaración sea considerada como expresión formal de mi voluntad, asumida de forma consciente, responsable y libre, y que sea respetada como si se tratara de un testamento. Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo absoluto. Sé que la muerte es inevitable y pone fin a mi existencia terrena, pero desde la fe creo que me abre el camino a la vida que no se acaba, junto a Dios. Por ello, yo, el que suscribe, pido que, si por mi enfermedad llegara a estar en situación crítica irrecuperable, no se me mantenga en vida por medio de tratamientos desproporcionados o extraordinarios; que no se me aplique la eutanasia activa, ni se me prolongue abusiva e irracionalmente mi proceso de muerte; que se me administren los tratamientos adecuados para paliar los sufrimientos. Pido igualmente ayuda para asumir cristiana y humanamente mi propia muerte. Deseo poder prepararme para este acontecimiento final de mi existencia, en paz, con la compañía de mis seres queridos y el consuelo de mi fe cristiana. Suscribo esta declaración después de una madura reflexión. Y pido que los que tengáis que cuidarme respetéis mi voluntad. Soy consciente de que os pido una grave y difícil responsabilidad. Precisamente para compartirla con vosotros y para atenuaros cualquier posible sentimiento de culpa, he redactado y firmo esta declaración».
IV. LA ILICITUD DE LA OBSTINACIÓN TERAPÉUTICA
¿Qué es la obstinación terapéutica?
La medicina no tiene como fin solamente curar. La medicina es una atención a la persona enferma para conseguir que su padecimiento le suponga la menor limitación posible en su vida cotidiana. El objetivo principal de la medicina es procurar la salud, y esta consiste en poder vivir la vida humana. Pero la frecuente confusión de la salud con la integridad orgánica puede producir desenfoques en la práctica médica. Por parte de los pacientes, porque buscan a veces un ideal inexistente e imposible en sus vidas, lo que conduce a la medicalización de la sociedad actual. Y, por parte de los profesionales de la salud, formados sobre todo en el aspecto técnico de su profesión, porque pretenden curar siempre.
Esto lleva a intentar curar en momentos en los que esa curación ya no es posible, llegando a instaurar obstinadamente tratamientos que se saben ineficaces. Por eso se llama obstinación o encarnizamiento terapéutico. Esta conducta no es éticamente aceptable. El médico solo debe aplicar tratamientos indicados, es decir, que tengan posibilidades reales de mejorar la situación del paciente (no solo de curarlo). Lo que no es útil no se debe aplicar y, si ya está aplicándose y resulta fútil, no existe razón para mantenerlo debido a su ineficacia, por lo que, salvo consideraciones objetivamente justificadas, debe retirarse.
Con la expresión «obstinación terapéutica» nos referimos a la actitud del médico que, ante la certeza moral que le ofrecen sus conocimientos de que los tratamientos o procedimientos de cualquier naturaleza ya no proporcionan beneficio al enfermo y solo sirven para prolongar penosamente su agonía, se obstina en continuar los procedimientos médicos, impidiendo que la naturaleza siga su curso natural. Esta actitud es consecuencia de un exceso de celo mal fundamentado, derivado del deseo de los profesionales de la salud de tratar de evitar la muerte a toda costa, sin renunciar a ningún medio, ordinario o extraordinario, proporcionado o no, aunque eso haga más penosa la situación del moribundo. En cualquier caso, la «obstinación terapéutica» no es éticamente aceptable, pues instrumentaliza a la persona subordinando su dignidad a otros fines.
V. LA EUTANASIA Y EL SUICIDIO ASISTIDO SON ÉTICAMENTE INACEPTABLES
33. ¿Qué es la eutanasia?
En el debate público sobre la eutanasia, la terminología se ha vuelto en ocasiones compleja, de modo que se ha llegado a oscurecer el tema sobre el que se discute. Por este motivo, hay que clarificar el significado de las palabras y expresiones. Según la definición de la Organización Mundial de la Salud y de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, la eutanasia es la provocación intencionada de la muerte de una persona que padece una enfermedad avanzada o terminal, a petición expresa de esta, y en un entorno médico. La eutanasia se considera como un modo de homicidio, que se da normalmente por compasión y en el contexto de una enfermedad.
La Encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II define la eutanasia como «la acción u omisión que por su naturaleza e intencionadamente causa la muerte con el fin de eliminar el dolor. La eutanasia se sitúa en el nivel de las intenciones o de los métodos empleados» (n. 65).
Al decir «intencionadamente» se quiere afirmar que no existe eutanasia si no hay voluntad de provocar la muerte. Que un paciente fallezca como consecuencia de una intervención médica arriesgada no es eutanasia, si ninguno de quienes intervinieron en ella pretendía que el enfermo muriera.
A veces se distingue entre eutanasia activa y pasiva. La activa sería la que provoca la muerte del paciente mediante una acción, y la pasiva sería la que la provoca mediante la omisión de una acción que debía haberse realizado y se ha dejado de hacer voluntariamente, queriendo que el paciente fallezca. Esta distinción aporta poco. La eutanasia activa no es «más eutanasia» que la pasiva. Si ambas provocan voluntariamente la muerte del paciente, ambas son igualmente eutanasia, es decir, homicidio, y merecen la misma calificación ética. Por esto, hablaremos de eutanasia, sin más.
Esta expresión es ambigua. Puede significar algo como «dejar morir al paciente porque la medicina ya no posibilita su curación, y solo queda aliviar los síntomas molestos del paciente y acompañarlo con el consuelo, así como a su familia». Pero también puede significar «dejar de administrar procedimientos útiles de los que todavía se dispone, para que el paciente muera» y, este caso, sería eutanasia. Por este motivo, es una expresión que debe evitarse si queremos hablar con claridad.
La intención de eliminar la vida del enfermo, por propia iniciativa o la instancia de terceros, con el fin de que no sufra, poniendo los medios que la realizan, es siempre contraria a la ética: se elige un mal, es decir, suprimir la vida del paciente, que, como tal, siempre es un bien en sí misma. Esto queda más claro si se tiene en cuenta que, para afrontar el sufrimiento, siempre se pueden elegir otros medios: aliviar las molestias, controlar el dolor, consolar el sufrimiento, acompañar y mejorar la situación vital, etc.
La ilicitud de la eutanasia o el suicidio asistido no radica únicamente en la muerte del enfermo al que se aplica. También radica en la decisión mala de quien la realiza o colabora en su realización. Al tratarse de un acto moral, conlleva la adquisición de una cualidad moral para la persona que actúa.
Practicar la eutanasia o colaborar en el suicidio asistido no es un simple detalle en la vida del médico o algo que queda «fuera» de él, que no repercute sobre él. Al contrario, la práctica de estas acciones produce una ruptura interior y oscurece la conciencia del bien: por una parte, la tendencia al bien persiste como algo inscrito en la profundidad de la conciencia; sin embargo, el nuevo hábito adquirido le inclina de nuevo a elegir libremente lo malo.
La eutanasia daña al médico que la realiza y es un elemento más que refuerza la razón de su ilicitud. Desde el punto de vista de los sentimientos, puede parecer que es una acción compasiva hacia sus pacientes (y los médicos deben ser compasivos). Sin embargo, la percepción del valor de la vida del paciente se ve oscurecida por su práctica, especialmente si es repetida. Practicarla no es una mera adaptación a nuevos tiempos o costumbres sociales. Produce ofuscación de una auténtica sensibilidad ética.
La introducción de la eutanasia en el panorama de acciones que puede realizar un médico socava la relación entre médico y paciente, fundamento de todo acto médico y que se basa siempre en la confianza. Cuando no existe posibilidad de eutanasia, el paciente tiene confianza en que el médico está intentando ayudarle en su problema de salud, y hará todo lo razonablemente posible en ese sentido, y aceptará con gusto sus consejos.
Sin embargo, cuando aparece la posibilidad de que el médico provoque la muerte, y de que, como muestra la experiencia en otros países, suceda sin autorización del paciente, el recelo es lo normal. De este modo se destruye el fundamento ético sobre el que se construye la relación médico-paciente. Y esto, independiente de que el médico informe con detalle de su postura, pues esta información puede ser interpretada como una manifestación de rectitud, o como un intento de allanar el camino para practicarla.
Todos los ordenamientos jurídicos reconocen —en una u otra medida— el derecho de los familiares más cercanos a decidir en nombre del enfermo incapaz de expresar por sí mismo su voluntad. Y es claro que la eutanasia puede introducir en las relaciones familiares un sentimiento de inseguridad, confrontación y miedo, ajeno a lo que la idea de familia sugiere: solidaridad, amor, generosidad. Esto es así, sobre todo si se tiene en cuenta la facilidad con que se pueden introducir motivos egoístas al decidir unos por otros en cuestiones sobre el final de vida: herencias, supresión de cargas e incomodidades, ahorro de gastos, etc.
Desde otra perspectiva, en una familia donde se decide injustamente sobre uno de sus miembros, la tensión psicológica y afectiva que se genera puede ser, y es de hecho, fuente de problemas e inestabilidades emocionales, dadas las inevitables connotaciones éticas de tales acciones.
La eutanasia daña a la medicina. Los médicos, además de practicar la eutanasia, deberán atender a otros pacientes. La confianza entre médico y paciente es esencial. Si el médico considera eliminar al paciente como una opción válida, la confianza entre el médico y el paciente queda gravemente comprometida.
Una práctica correcta de la medicina debe intentar que la enfermedad no obstaculice la vida del paciente. Si se puede, curando. Si no, aliviando (lo más frecuente con gran diferencia) o consolando. La eutanasia no cabe en este planteamiento, pues no ayuda al paciente a vivir, sino que elimina el problema al provocar su muerte. La eutanasia no ofrece ni calidad de vida ni calidad de muerte. Por este motivo, la introducción de la eutanasia desnaturaliza la medicina. La degradación de la ética profesional que se encierra detrás de este cambio es enorme, y aquí conviene recordar el precepto hipocrático de no administrar veneno a un paciente, aunque lo pida. La medicina no puede renunciar a su finalidad y ceder a una compasión mal entendida; más aún hoy, cuando las posibilidades de alivio son inmensas.
Es la consecuencia más clara y difícil de rebatir por parte de quienes aceptan la legalización de la eutanasia y de la ayuda médica al suicidio. Se sabe que esas figuras, pensadas inicialmente para casos dramáticos, terminan expandiéndose y aplicándose a casos mucho menos graves. Esto sucede tanto a nivel legal como a nivel práctico.
Legalmente, las condiciones requeridas se relajan en modificaciones posteriores de la ley y así, de practicarse solo a petición expresa y consciente del enfermo, se pasa a aplicar en personas incapaces de expresar su consentimiento. Y, de modo efectivo, la psicología del médico y del personal sanitario, siempre compasivos con sus enfermos, termina considerando la eutanasia como lo más adecuado para algunos pacientes, aunque no la soliciten. Si es una práctica admitida, se considerará normal dentro del abanico de posibilidades para el tratamiento del paciente. En caso de enfermos que estuvieran en peor estado que aquellos que le pidieron morir, pensará compasivamente que, si fueran plenamente conscientes de su situación, la pedirían. Y se abre la puerta a practicar la eutanasia sin petición del paciente, algo que ya ha ocurrido allí donde está legalizada con normativas en teoría garantistas.
Como hemos afirmado anteriormente, la aprobación legal de la eutanasia mina la confianza de la relación de los profesionales de la salud con el paciente y grava la conciencia del enfermo, que puede llegar a pensar que su existencia es una carga excesiva para los demás. Esta situación puede ser particularmente dolorosa en el enfermo de familias especialmente vulnerables, al considerar este procedimiento como una liberación de una responsabilidad que no saben cómo afrontar si no reciben la ayuda que necesitan.
Por otra parte, si se aprueba legalmente la eutanasia, esta pasa a considerarse como un procedimiento normal y aceptable; sus peculiares controles burocráticos terminan siendo vistos como un lastre administrativo, en el fondo innecesarios. Con lo que la obligación legal de informar detalladamente de esos casos se va relajando: en países donde las leyes permiten la eutanasia, en algunos periodos parecía que su práctica disminuía, pero la investigación pertinente muestra que solo se está dejando de informar de ella. Las estadísticas correctamente realizadas muestran siempre un aumento progresivo de su práctica.
Lo es, en el sentido de que muestra claramente cómo la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido se ha ido implantando y extendiendo a través de lo que bien pudiera denominarse un plano inclinado. La intención primera de los promotores de esa legalización no fue llegar a lo que ahora se contempla como causas (supuestos, situaciones, etc.) que incluso «exigen» la práctica legal de la eutanasia.
En Holanda la eutanasia se legalizó en 2002 con estas condiciones:
– pacientes terminales con «sufrimiento insoportable»;
– que no tengan esperanza de curación;
– mayores de 18 años;
– que libremente quieran poner fin a su vida.
Sin embargo, en 2011 se practicó en Holanda la eutanasia a 13 pacientes psiquiátricos. En esta misma línea se sitúa el protocolo Gröningen de dicho país, que autoriza la eutanasia de niños recién nacidos con enfermedades graves.
Recientemente hemos conocido, también en Holanda, casos de aplicación de la eutanasia por problemas psicológicos y no físicos. Se autorizó por razones de «infelicidad senil» en el caso de una persona de 84 años que solicitó la eutanasia alegando «no tener ganas de vivir». Otra razón que se invoca es el «dolor existencial»: es el motivo por el que se aplicó la eutanasia a una mujer que la pide por el dolor y los graves sufrimientos provocados a raíz del divorcio de su marido y por la muerte sucesiva de dos hijos ya adultos.
Junto a esto, se han dado casos de eutanasia no voluntaria, es decir, sin que la solicite el paciente, a iniciativa del médico o de la familia: por baja calidad de vida, para facilitar la situación de la familia, para acortar el sufrimiento del paciente, para poner fin a un espectáculo insoportable para médicos y enfermeras o por necesidad de camas para otros enfermos.
Se puede apreciar, por tanto, que lo que nació con una normativa muy restrictiva se ha ido convirtiendo poco a poco, como por un plano inclinado, en una cuestión de intereses.
Este es un error bastante extendido, que la experiencia misma se ha encargado de desmentir. En efecto, la experiencia de los casos de eutanasia que se han visto ante los tribunales de los países de nuestro entorno en las últimas décadas acredita que los partidarios de la eutanasia dan con facilidad el paso que va de aceptar la petición voluntaria de un paciente para ser «ayudado a morir», a «ayudar a morir» a quien, a su juicio, debería hacer tal petición dado su estado, aunque de hecho no lo solicite.
La experiencia de Holanda anteriormente citada, donde está asentada una mentalidad permisiva de la eutanasia, es que se crea paralelamente una «solapada e insidiosa coacción moral» que lleva a los enfermos terminales o considerados «inútiles» a sentirse inclinados a solicitar la eutanasia. Un grupo de adultos con discapacidades importantes manifestaba recientemente ante el Parlamento holandés: «Sentimos que nuestras vidas están amenazadas. Nos damos cuenta de que suponemos un gasto muy grande para la comunidad. Mucha gente piensa que somos inútiles. Nos damos cuenta a menudo de que se nos intenta convencer para que deseemos la muerte. Nos resulta peligroso y aterrador pensar que la nueva legislación médica pueda incluir la eutanasia».
Cuando se inician los debates acerca de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido se suele producir paradójicamente una contradicción: se insiste en legalizar solo la eutanasia voluntaria, pero para ilustrar los «casos límite» se suelen también proponer ejemplos de enfermos terminales inconscientes y, por lo tanto, incapaces de manifestar su voluntad.
Tampoco se puede olvidar que las instituciones públicas tienen la obligación de proteger a sus ciudadanos más débiles y no pueden hacer dejación de esta función primordial. Las leyes de dependencia y de cuidados paliativos constituyen un buen antídoto contra la mentalidad eutanásica.
Las leyes que permiten la eutanasia en países de nuestro entorno promulgan garantías legales para que el paciente deba dar su consentimiento previo, con numerosas precauciones, para evitar una aplicación involuntaria o descuidada. En los lugares donde la eutanasia es legal, su práctica se ha ampliado también por ley a menores o personas mentalmente incapaces.
Además de este debilitamiento de las garantías jurídicas, la experiencia en los lugares donde la eutanasia o la ayuda al suicidio están aprobadas muestra que también sucede de hecho un relajamiento. En parte, se debe a la indefinición legal que hemos mencionado, que abre progresivamente la práctica a cualquier situación compleja. Y, en parte, a mecanismos psicológicos comprensibles: quienes la practican ven que «soluciona» los problemas del paciente de un modo eficaz y, movidos por la propia compasión profesional, terminan aconsejándola o practicándola en situaciones cada vez más llevaderas. Y esto incluye el paso de la eutanasia voluntaria a la eutanasia involuntaria, para no «angustiar» al paciente con una decisión tan dura. Este fenómeno ha llevado al rechazo unánime de su aceptación legal por parte de las asociaciones de personas con discapacidad.
La eutanasia y el suicidio asistido dañan a toda la sociedad. No es una cuestión meramente privada que atañe solo al enfermo y a su familia. El individualismo es un rasgo presente en la sociedad actual, pero no dejan de surgir y progresar relaciones interpersonales no interesadas que constituyen vínculos sociales verdaderos, ya que el ser humano es un ser constitutivamente relacional llamado a la comunión. Plantear la eutanasia a voluntad significa que estas relaciones pierden su valor y la vida social queda herida y debilitada: se atenúan los vínculos constitutivos de la sociedad que, de este modo, irremediablemente se deshumaniza.
VI. PROPUESTAS PARA FOMENTAR UNA CULTURA DEL RESPETO A LA DIGNIDAD HUMANA
La persona humana siempre es digna, con independencia de cualquier condicionamiento. Su dignidad inviolable y su vocación trascendente están enraizadas en la profundidad de su mismo ser. Esta dignidad, que se descubre particularmente en la relación interpersonal, se ve admirablemente confirmada en la raíz y el horizonte trascendente de toda vida humana. Efectivamente, el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, quien, mediante la Encarnación del Verbo, nos hace partícipes de su misma naturaleza, destinados a la eternidad de la comunión con Él y entre nosotros. De ahí el carácter no solo digno sino también sagrado de toda vida humana.
La educación, planteada para que los jóvenes lleguen a ser personas maduras, no es siempre divertida, ni cómoda o sencilla, pues exige cierto esfuerzo ya desde temprana edad. Es un problema al que se ha debido enfrentar cualquier familia desde la noche de los tiempos, si quería formar a sus hijos. Solo con un planteamiento exigente en el contexto del respeto y del amor, con vistas al bien y al crecimiento humano, se puede potenciar la educación en virtudes.
Esto no significa que, como resultado de una educación que tenga, como uno de sus ejes fundamentales, la virtud, los jóvenes terminarán siendo virtuosos: se necesita su cooperación libre. Pero, aunque no contemos con esa cooperación, es imprescindible dicho proceso educativo para que puedan distinguir la realidad del bien y del mal en la acción. Hoy hay ya muchas personas a las que los conceptos de bien y mal les resultan extraños y son incapaces de razonar y actuar con ellos.
Como apuntábamos anteriormente, un rasgo de la sociedad actual es el individualismo. Cada cual cuida más de lo suyo y menos de lo de los demás. Sus manifestaciones son muchas. La amistad interesada, por ejemplo: solo mantenemos relaciones con quien nos aporta agrado o utilidad. Cuando deja de ofrecernos algo, lo dejamos. La persona no importa tanto como nuestro provecho al relacionarnos con ella.
En las fases finales de la vida puede sucedernos lo mismo: cuando alguien se encuentra decaído por la enfermedad, sin una conversación interesante, solo con quejas continuas, tendemos a disminuir las relaciones con él. Puede haber aquí también una huida, más o menos inconsciente, de las situaciones de sufrimiento. Por ello es necesario contrarrestar esta tendencia con una auténtica solidaridad con el que sufre, mediante la cultura del encuentro y del vínculo, en actitud de servicio, de verdadera compasión y de promoción humana.
La atención médica consigue hoy muchas curaciones. De hecho, la mayoría de la formación técnica de la carrera de medicina se orienta hacia el objetivo de la curación. Además, en la vida corriente, los dolores y molestias son de una intensidad habitualmente baja, y tienen alivio razonablemente sencillo. Sin embargo, un médico competente puede encontrarse con casos que desbordan su capacidad de aliviar.
Es patente que la docencia en medicina hoy hace poco hincapié en los numerosos conocimientos existentes sobre el arte de aliviar. Aunque últimamente la situación ha ido mejorando, es necesario que todo profesional sanitario que termina sus estudios de grado tenga unos conocimientos sólidos de los problemas más frecuentes que van a exigir tratamientos destinados a aliviar, y que haya adquirido unas competencias básicas en su práctica.
El acompañamiento y el consuelo del enfermo es también un arte que es preciso enseñar y promocionar entre los profesionales de la salud, tanto presentes como futuros. La función terapéutica del consuelo y del trato humano y delicado con el enfermo es ampliamente reconocida en la práctica de las profesiones sanitarias y debe ser fomentada y procurada.
Nada de extraño tiene que una sociedad en la que se extiende una concepción de la vida basada en el pragmatismo utilitarista se caracterice por una actitud proclive a prescindir de quienes son vistos, más allá de como seres humanos vulnerables, como fuente de gastos o incomodidades y que aportan poca utilidad a la sociedad; pueden ser percibidos no como miembros queridos de la familia, sino como obstáculos que condicionan el desarrollo personal, familiar o social; pueden ser considerados no como pacientes, sino como una sobrecarga innecesaria de trabajo.
Promover algunas propuestas puede ayudar a redescubrir la dignidad de todo ser humano, principalmente en el contexto de la situación de enfermedad grave o terminal:
– que la muerte no sea un tema tabú, sino un hecho natural que forma parte de la vida humana. Nadie —ni jueces, ni legisladores, ni médicos— se puede atribuir el derecho a decidir que algunos seres humanos no tienen derechos o los tienen en menor grado que los demás, debido a sus limitaciones, raza, sexo, edad, religión o estado de salud;
– que la familia sea respetada y querida como ámbito natural de solidaridad entre generaciones, en el que, con independencia de cualquier condicionamiento, se acoge, se protege y se cuida a todos sus miembros;
– que no se considere la organización hospitalaria como un ámbito en el podamos desentendernos de nuestras obligaciones con respecto a los enfermos y ancianos;
– que la familia y el hogar sean el lugar de acogida natural en la enfermedad y ancianidad, y donde la proximidad de la muerte se viva con cariño y lucidez;
– que surjan iniciativas sociales de atención a los enfermos terminales, en un ambiente respetuoso con la persona y sus familias, adecuadamente preparadas para afrontar dignamente la muerte;
– que las profesiones sanitarias se orienten hacia una atención integral de la persona durante todo el arco vital;
– que las instituciones públicas y los poderes del Estado tutelen de manera efectiva la vida de todo ser humano, desde la concepción hasta su muerte natural, con independencia de cualquier condicionamiento.
VII. LA EXPERIENCIA DE FE Y LA PROPUESTA CRISTIANA
50. ¿Qué aporta la fe al cuidado de los enfermos en situación terminal?
La fe aporta al cuidado de los enfermos en situación terminal una luz nueva en la consideración del misterio de la Creación y Redención en Cristo. Todo ser humano es digno de nuestro respeto y atención, pues, creados a imagen y semejanza de Dios, hemos sido redimidos por la muerte y resurrección del Señor Jesús. Él da sentido pleno a la vida y a la muerte, y abre el camino del amor, la esperanza y la misericordia. Como afirmaba san Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad “última”, sino “penúltima”; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos» (n. 2).
Esta misma encíclica de san Juan Pablo II que se acaba de citar recoge la afirmación expresada por la constitución conciliar Gaudium et Spes cuando afirmaba que «el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba, Padre!» (n. 22).
Y así, la Encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II afirma que «todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rom 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho» (n. 3).
Ya hemos visto antes cómo un objetivo vital puede dar sentido a los sufrimientos y dificultades de la vida, al mostrarles un «para qué» (aunque, en bastantes ocasiones se muestre solo vagamente intuido) y principalmente, como recordaba el Papa Francisco, un «para quién». La pregunta por el sentido de la vida recibe una respuesta profunda y plena en el Misterio de Cristo muerto y resucitado. La pregunta por el sentido global de la vida también es válida para un no creyente. Es anterior a cualquier pregunta ética, pues versa sobre la vida en su conjunto. Dijimos que la enfermedad puede ser ocasión para «detenernos» y reflexionar sobre la propia vida en su conjunto, para poder adentrarnos en su sentido. Sin embargo, quien ha captado la dimensión sobrenatural del sufrimiento puede caer en la tentación de proponer esta solución a los pacientes, y no respetar el ritmo razonable de la reflexión y maduración personales ante la enfermedad. Como vimos, no se pueden forzar las respuestas sobre el sentido, pero sí cabe acompañar y sostener al enfermo en el recorrido de su propio camino de reflexión y profundización.
Para quienes tienen fe y esperanza, el interrogante sobre el mal que se hacen todos los seres humanos es más acuciante, pues la visión trascendente nos presenta a un Dios que ama a cada persona y quiere lo mejor para ella. El conocimiento de que la providencia amorosa de Dios respecto a cada persona es compatible con la existencia del dolor y el sufrimiento indica necesariamente que el dolor —aunque no podamos explicarlo en toda su amplitud y profundidad— tiene un sentido.
Cuando a Cristo se le preguntó por el misterio del sufrimiento manifestó que no se trataba de un castigo divino (cfr. Jn 9,2-4). El libro de la Sabiduría afirma taxativamente: «Dios no ha hecho la muerte ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera» ( Sab 1, 13-14). Pero Jesús, además de acercarse, aliviar, consolar y curar a los enfermos y a los que sufren, y de hablar sobre el dolor y el sufrimiento, los asumió en la Cruz convirtiéndolos, mediante su Misterio Pascual, en la Buena Nueva, dándole el máximo sentido: ese dolor hasta la muerte dio vida plena y sentido a la historia humana y al universo.
También nosotros podemos imitar a Jesús: no decir muchas palabras sobre el dolor, sino vivir la experiencia de encontrarle sentido, convirtiéndolo en fuente de amor y de superación del propio egoísmo. Podemos acercarnos, sostener, acompañar y suscitar esperanza en quienes sufren. Cristo no teorizó sobre el sufrimiento o el dolor: amó y consoló a los que sufren y Él mismo sufrió hasta la muerte de cruz. La Iglesia no elabora teorías sobre el dolor, pero quiere aportar a la humanidad una vocación de donación preferente hacia los que sufren, acompañándolos y sosteniéndolos en el camino, y también la experiencia que Cristo nos comunica con su muerte y resurrección.
San Juan Pablo II, en su Carta apostólica del año 1984 Salvifici doloris, nos habla del amor de Cristo que vence el sufrimiento: «A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo» (n. 26) En esta carta se nos describe el «Evangelio del sufrimiento» y se hace referencia a la parábola del buen samaritano como expresión de este Evangelio: «El buen samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. En la ayuda pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a sí mismo, su propio “yo”, abriendo este “yo” al otro. Tocamos aquí uno de los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (SD 28).
Todos los cristianos podemos y debemos colaborar con nuestras palabras, acciones y actitudes, y recrear en el entramado de la vida cotidiana una cultura de la vida y del encuentro, rechazando la cultura del descarte y la exclusión. En particular, y sin pretender ser exhaustivos, todos podemos ayudar a esa inmensa tarea:
– acogiendo con visión sobrenatural el sufrimiento, el dolor y la muerte, cuando nos afecte personalmente. La fe lleva a saber que quien sufre puede unirse a Cristo en su pasión y que, tras la muerte, nos espera el abrazo de Dios Padre;
– ejercitando, según nuestros medios, posibilidades y circunstancias, un apoyo activo al que sufre y a su familia: desde una sonrisa, afecto, compañía hasta la dedicación de tiempo, recursos y dinero podemos hacer muchas cosas para aliviar el sufrimiento ajeno y ayudar, al que lo padece, a que renazca el amor, la alegría, la paz y la esperanza;
– orando por los que sufren, por quienes los atienden, por los profesionales de la salud, por los políticos y legisladores en cuyas manos está actuar a favor de la dignidad del que sufre;
– facilitando el surgimiento de vocaciones para las instituciones de la Iglesia que, por su carisma fundacional, están específicamente dedicadas a atender a la humanidad doliente y que constituyen hoy —como hace siglos— una maravillosa expresión del amor y el compromiso con los que sufren;
– acogiendo con amor fraterno, afecto humano y naturalidad en el seno de la familia a los miembros dolientes, enfermos o moribundos, aunque eso suponga sacrificio;
– haciéndonos presentes en los medios de comunicación social y demás foros de influencia en la opinión pública, con el fin de hacer patentes las notas características de una cultura de la vida y del encuentro y rechazando la cultura del descarte;
– tomando parte en las instituciones y en la vida política, tanto con el voto como con la participación activa en las formaciones políticas, instituciones y administraciones, exigiendo el fomento de la cultura de la vida en cuestiones que afecten a la familia, la sanidad, el cuidado a los enfermos, ancianos, personas vulnerables, empobrecidos, etc.;
– promoviendo entre los profesionales sanitarios un concepto de medicina y de asistencia sanitaria centradas en la promoción de la dignidad de la persona en toda circunstancia;
Y tenemos a nuestra disposición un sacramento —la Unción de los enfermos— específicamente instituido por Jesús y depositado en la Iglesia para aliviar, sostener y fortalecer al enfermo y, cuando llegue el momento, prepararse para una buena muerte.
Este Sacramento otorga al cristiano un don particular del Espíritu Santo, mediante el cual recibe una gracia de fortaleza, paz, consuelo y esperanza para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad o de fragilidad de la vejez.
Esta gracia renueva la fe y confianza en el Señor en quien lo recibe, robusteciéndole contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de tal modo que pueda, no solo vivir sus dificultades con fortaleza, sino también luchar contra ellas con esperanza y mejorar o incluso restablecer su salud, si así conviene a su salvación.
Asimismo, la Unción de los Enfermos le concede el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana. La Unción es Sacramento de enfermos y Sacramento de Vida, expresión sacramental de la acción liberadora de Cristo que invita y, al mismo tiempo, ayuda al enfermo a participar en esta liberación.
Es aconsejable recibir este Sacramento en circunstancias de riesgo (enfermedad grave, vejez, antes de someterse a una operación quirúrgica, etc.). Además, su administración puede reiterarse, aun dentro del mismo proceso de enfermedad, si esta se agrava, no debiendo reservarse para cuando el enfermo está ya inconsciente, como señala el Concilio: «No es solo el Sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez» (Sacrosantum Concilium 73).
Unido a este Sacramento, está el «Viático» o recepción de la Eucaristía que ayuda al enfermo a completar el camino hacia el Señor, perfeccionando la esperanza cristiana, «asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo» (Lumen Gentium 11).
Los cristianos contemplamos la muerte como el encuentro definitivo con el Señor de la Vida y, por lo tanto, con esperanza tranquila y confiada en Él, aunque nuestra naturaleza se resista a dar ese último paso a la vida plena y definitiva. Con todo acierto denominaba la antigua cristiandad al día de la muerte «dies natalis», día del nacimiento definitivo a la Vida eterna. El Papa Francisco nos recuerda que nuestra vida no termina en una piedra funeraria, sino que se abre a la vida por medio de la resurrección de Jesús: «Hoy descubrimos que nuestro camino no es en vano, que no termina delante de una piedra funeraria. Una frase sacude a las mujeres y cambia la historia: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,5); ¿por qué pensáis que todo es inútil, que nadie puede remover vuestras piedras? ¿Por qué os entregáis a la resignación o al fracaso? La Pascua, hermanos y hermanas, es la fiesta de la remoción de las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva”: Jesús resucitado (cf. 1P 2,4). Esta noche cada uno de nosotros está llamado a descubrir en el que está Vivo a aquel que remueve las piedras más pesadas del corazón» (Homilía en la Vigilia Pascual de abril de 2019).
Como hemos visto a lo largo de este documento, la eutanasia y el suicidio asistido constituyen un drama humano, con hondas raíces antropológicas y con amplias repercusiones en el ámbito familiar, social, político y sanitario. En cuanto afecta a la vida humana y las diferentes esferas en las que se desarrolla, tienen una innegable repercusión en el ámbito religioso, pero es un asunto que pertenece principalmente a la concepción actual acerca del ser humano, de su libertad y de su destino.
Quienes creemos en un Dios que es amor, que es comunión de Personas, que no solo ha creado al ser humano, sino que lo llama personalmente y le espera para un destino eterno de felicidad, estamos convencidos de que la eutanasia y el suicidio asistido implican poner fin deliberadamente a la vida de un ser humano que es querido por Dios, que lo ama infinitamente y que vela por su vida y su muerte.
Además, constituyen una ofensa contra el ser humano y, por tanto, contra Dios, que ama a toda persona y es ofendido con todo lo que ofende al ser humano. Esta es la razón por la que Dios pronunció el precepto «no matarás».
Pueden plantearse esos problemas y pueden ser de difícil resolución, como sucede, por otra parte, en otros muchos ámbitos de la vida. Pero se puede obrar con rectitud cuando todos los que intervienen son personas que han adquirido las virtudes personales y profesionales que los capacitan para tomar decisiones moralmente buenas. En estas situaciones, es importante potenciar la relación entre el enfermo, la familia y el equipo sanitario. La presencia, el apoyo y las eventuales indicaciones del acompañante espiritual del enfermo pueden ayudar a iluminar situaciones complejas. Muchas inquietudes y dudas se resuelven a través de este diálogo y apoyo mutuos.
De manera resumida, puede formularse en estos enunciados:
Ya señalábamos antes que toda persona está llamada, dentro de sus posibilidades, a difundir una cultura que defienda la vida humana en todo su recorrido vital. En el caso del cristiano, este deber se acentúa, pues no se trata ya de una cuestión meramente humana, sino de hacer frente a ideologías y actitudes que contradicen el designio amoroso de Dios para todo ser humano. Este compromiso se realiza con la fuerza de la razón, de la verdad, del testimonio y del convencimiento. Un cristiano no puede renunciar a tratar de influir positivamente en este campo: quedaría afectada negativamente su identidad cristiana si dejara pasar el tema sin poner lo que está de su parte, como si se tratara de algo que ya no tiene remedio.
La vida pública, tejida de multitud de relaciones humanas, ofrece siempre algún punto donde se puede contribuir a mejorar la sociedad promocionando el respeto a la dignidad de todo ser humano y mostrando la inhumanidad que supone la eutanasia. Esta tarea adquiere una relevancia particular en quienes tienen responsabilidades en el campo de la política, los medios de comunicación, la educación y las instituciones públicas y privadas.
EPÍLOGO
Quisiéramos concluir este documento con algunas consideraciones que nos ofrece el Papa Francisco sobre las cuestiones que hemos tratado. En el discurso ante el Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014 afirmaba: «Persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que —lamentablemente lo percibimos a menudo—, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer».
Y en un discurso a la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe en enero de 2018 el Papa declaraba: «El dolor, el sufrimiento, el sentido de la vida y de la muerte son realidades que la mentalidad contemporánea lucha por afrontar con una mirada llena de esperanza. Sin embargo, sin una esperanza confiable que le ayude a enfrentar el dolor y la muerte, el hombre no puede vivir bien y mantener una perspectiva segura de su futuro. Este es uno de los servicios que la Iglesia está llamada a prestar al hombre contemporáneo porque el amor, que se acerca de manera concreta y que encuentra en Jesús resucitado la plenitud del sentido de la vida, abre nuevas perspectivas y nuevos horizontes incluso a quienes piensan que ya no pueden hacerlo». Y, por último, en un tuit de el mes de junio de 2019 el Papa Francisco declaraba: «La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza».
Así mismo, en la Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida del 28 de octubre 2019 se afirmaba: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia —que es el acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida— así como al suicidio asistido médicamente —que es el apoyo directo, deliberado e intencional al suicidarse— porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son actos equivocados desde el punto de vista moral y religioso, y deberían prohibirse sin excepciones».
Frente a la cultura del descarte es necesario recrear una cultura de la vida y del encuentro, del amor y la verdadera compasión. Recordemos las palabras de santa Teresa de Calcuta: «La vida es belleza, admírala; la vida es vida, defiéndela». Queremos ser sembradores de esperanza para quienes se sienten cansados y angustiados, de modo particular los enfermos graves y sus familias. Sabemos que «la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Acudimos a la intercesión materna de la Virgen María, Salud de los enfermos, Consuelo de los afligidos. Que Ella nos acompañe siempre en la tarea apasionada de acoger, proteger y acompañar toda vida humana. Con gran afecto.
1 de noviembre de 2019
Solemnidad de Todos los Santos
Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida
Conferencia Episcopal Española