Por José Luis Velayos (Catedrático de Anatomía, Embriología y Neuroanatomía, Profesor Extraordinario de la Universidad CEU-San Pablo – Miembro de CíViCa). Enviado el 25 de marzo de 2021.
La enfermedad es un desequilibrio, alteración que hace entrever la muerte. Nos hace ser conscientes del propio cuerpo o de las partes no sanas del mismo. Con salud, apenas notamos la presencia corporal.
Los cristianos creemos que el pecado (original) introdujo el cansancio, la fatiga en el trabajo, y la enfermedad y la muerte.
El sufrimiento que la enfermedad conlleva, puede provocar una maduración notable en el ser humano, pues pertenece a la trascendencia del hombre, pues es un ente de mayor amplitud que la enfermedad. En este sentido, aunque un animal puede tener dolor, no se puede decir de modo estricto que sufre.
El dolor, en el animal, está relacionado con determinados receptores dispersos en el organismo. También el hombre dispone de tales receptores, pero su calidad (cualidad) es diversa.
El hombre se enfrenta personalmente con el sufrimiento. La sociedad no enferma, no sufre, no muere; el que enferma, sufre y muere es un ser humano concreto. El gran consuelo es que Jesús está cerca del enfermo, en el enfermo, en los que le visitan y cuidan. Jesucristo, como verdadero Hombre, padeció la muerte, y, aunque no lo digan las Escrituras, seguramente también conoció personalmente la enfermedad.
Y es el castigo que sobrevino con la caída del hombre en el Paraíso. Otra de las consecuencias fue la muerte.
En realidad, la enfermedad grave es el alejamiento de Dios, la falta de esperanza, el orgullo.
La muerte es el final orgánico del hombre, en muchos casos como consecuencia última de la enfermedad. No es el acabamiento, pues muere la parte material, orgánica; el alma humana no muere.
Seguidamente se relatan algunas circunstancias que acompañaron a la muerte de algunos personajes famosos, que dejaron su impronta en nuestra cultura:
Sócrates, condenado a morir envenenado con la cicuta, afrontó la muerte con gran serenidad. “El alma no muere con la cicuta”.
Los primeros cristianos murieron en la arena del circo, fecundando con su sangre la Historia. Impresiona la muerte de San Ignacio de Antioquía, que se consideraba trigo ofrendado a Dios en favor de los hombres.
San Francisco de Asís hablaba de la hermana muerte.
Las crónicas hagiográficas cuentan que a la hora de la muerte de Santa Hildegarda de Bingen, gran humanista, proclamada Doctora de la Iglesia por Benedicto XVI, aparecieron dos arcos brillantes y de colores, formando una cruz en el cielo.
Cervantes padeció una diabetes mellitus, que le provocó su muerte a los 68 años de edad. Cervantes describe a Don Quijote, en el lecho de muerte, reconociendo su locura.
Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, murió como en un “suavísimo suspiro”, dice Poveda. Murió de “mal de amor”, en pura contemplación: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.
San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia, fue también gran místico, enamorado de Dios: “Esta vida que yo vivo es privación de vivir, y así, es continuo morir hasta que viva contigo.”
Molière murió en escena, representando “El enfermo imaginario”, obra teatral suya en que el personaje principal es un sujeto hipocondríaco, pendiente aprensivamente de su salud.
Shakespeare adquirió una enfermedad venérea, probablemente sífilis, de la que murió. Decía: “La vida es mi tortura y la muerte será mi descanso.” (Romeo y Julieta)
Santo Tomás Moro murió decapitado, por orden de Enrique VIII. Con gran flema, pidió al verdugo que tuviese cuidado al degollarle de no cortar el pelo.
Mozart padeció viruela, amigdalitis, neumonía, tifus, reumatismo, lo que explica que muriese joven, a punto de cumplir los 36 años. No se conocen exactamente los detalles de su muerte. Los últimos suspiros de Mozart fueron, según Sophie, su esposa, como si hubiese querido imitar los timbales de su obra póstuma, el Requiem.
Orwell superó cuatro episodios de neumonía, e incluso un balazo en el cuello. Murió tuberculoso, con unos pulmones dañados desde su infancia.
Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz), filósofa, carmelita, de raza judía, Doctora de la Iglesia, es Copatrona de Europa. Su sabiduría se hizo plena con su conversión al catolicismo y su muerte heroica en la cámara de gas en Auschwitz.
Son impresionantes las muertes de judíos, cristianos, gitanos, homosexuales y otros perseguidos en los campos de concentración nazis. O las muertes en los gulags soviéticos, de las que tan poco se habla.
San Juan Pablo II, acompañado de las oraciones de las gentes que se congregaron en la Plaza de San Pedro, murió como un hombre incansable, gigante en la fe, dispuesto a luchar hasta el final.
En conclusión, se puede decir que la muerte es personal, diferente para cada persona. Se dice que la forma de morir tiene relación con la forma en que se ha vivido. Por tanto, se podría decir que la muerte tiene “su DNI”.