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¿Mi libertad termina donde empieza la del otro?
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Por Roberto German Zurriaráin,  Doctor en Filosofía. Licenciado en Teología. Profesor de Didáctica de la Religión de la Universidad de La Rioja, publicado en  Blog de  Roberto Germán  Zurriaráin el 13 de julio de 2019.

No cabe duda de que la sociedad actual está imbuida por la prioridad de la libertad individual, lo que condiciona que la bandera de dicha libertad se esgrima como objetivo fundamental en cualquier debate.

De ahí que hablar de los límites de la libertad sea un tema paradójico y extraño. Gran parte de esta extrañeza radica en comprender, justamente, la libertad desde un punto de vista exclusivamente individualista. Dicho claramente, si se parte de una concepción de libertad individualista y solipsista, esto es, cerrada en sí misma, ésta se erige en fuente del derecho y, en consecuencia, los deseos individuales son creadores de derechos. Este modo de entender la libertad la reduciría a un simple choice (capacidad de elegir entre varias opciones).

Además, los límites sociales y morales de la libertad, cuya existencia no se pueden negar, permiten, entre otras cosas, que el ser humano se relacione con los demás y que pueda comprenderse a sí mismo. Son condiciones de posibilidad para la acción. Sin ningún límite no podríamos actuar. Vienen a ser como los márgenes de una carretera, que, por un lado, reducen las posibilidades de nuestra conducción, pero por otro, habilitan para que ésta sea segura y, al mismo tiempo, nos indican cuál es el camino más viable.

Hace unos 300 años, el filósofo inglés John Locke escribió lo siguiente: “Donde no hay ley no hay libertad. Pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley; y no es, como se nos dice, ‘una libertad para que todo hombre haga lo que quiera’. Pues ¿quién pudiera estar libre al estar dominado por los caprichos de todos los demás?”.

Así también, solo es posible el progreso científico, si hay límites, no en el sentido de freno o retroceso, sino los límites necesarios que sirvan de cauce a la libertad humana y posibiliten la mejora del ser humano y de la humanidad.

La mejora del ser humano que nos rodea es un buen termómetro para medir nuestra libertad. En efecto, la libertad sólo es totalmente libre y humana si se traduce en el compromiso individual para hacer el bien.

Por lo tanto, es un error pensar que existe una libertad individualista todopoderosa y egocéntrica fuera de cualquier límite racional. No es un absoluto. Uno no puede querer la libertad sólo para sí mismo, puesto que no hay ser humano sin los demás. La libertad de cada uno (para que sea tal y se la pueda denominar así) ha de estar siempre conectada a la responsabilidad por todos aquellos que nos rodean, por la humanidad entera y, sobre todo, por los más débiles y vulnerables.

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