Por Enrique Burguete y Manuel Zunín. Publicado en Bioética Press, por OBSERVATORIO DE BIOETICA UCV, el 13 de Noviembre de 2018.
Los continuos avances de la ciencia en el área de la embriología dejan pocas dudas sobre la naturaleza humana del embrión de nuestra especie. Biológicamente, no cabe otra definición de esta entidad que, desde su fase unicelular, se manifiesta como un individuo de la familia humana con las características -ya definidas, pero aun no desarrolladas- del particular ser humano que será hasta su muerte. En el proceso de perfecta unidad vital, continuo y sin interrupciones, que conduce desde el óvulo fecundado hasta el recién nacido, nada sugiere la idea de un salto evolutivo que implique el inicio de una realidad genómica distinta a la anterior[1] (Ver Estatuto biológico del embrión humano).
Sin embargo, no hay unanimidad en cuanto a sí la especie, como tal, es más que sólo materia y resulta relevante para el reconocimiento de la «personeidad» del individuo humano. De hecho, son diversos los estudios que versan sobre este tema. Así, y muy recientemente, Linacre Quartely [2] ha retomado la discusión sobre la posible distancia ontológica entre el ser humano, como mera entidad biológica, y la persona como sujeto moral (Ver AQUÍ el artículo). De ahí que, en lo que sigue, ofrezcamos la respuesta de la antropología filosófica a la pregunta sobre el estatuto personal del nasciturus. Porque cuando se afirma que la vida humana embrionaria tiene el «potencial» de convertirse en persona, pero todavía no lo es, se da por bueno un presupuesto antropológico que podría ser errado.
Dos hipótesis:
La cuestión de la categoría de persona (estatuto antropológico) del embrión humano se reduce, en último término, a dos hipótesis:
Persona es aquel en quien el embrión llegará a convertirse cuando desarrolle determinadas cualidades, principalmente la racionalidad «en sentido estricto», la autonomía y la autoconciencia.
Persona es aquel que, precisamente porque lo es, podrá adquirir algún día dichas cualidades.
La primera hipótesis ha llevado al concepto de persona a desempeñar, parafraseando a José Luis del Barco, un papel fundamental «en la destrucción de la idea de que los hombres, por el mero hecho de ser hombres, tengan derechos frente a sus semejantes»[2]. Pues al reducir la personalidad a un inventario cualitativo, consiente que a quienes no posean las cualidades descritas, por más que sean humanos, no se les reconozca el estatuto personal. Tristam Engelhardt escribe:
No todos los seres humanos son personas. Los fetos, los bebés, los retrasados mentales profundos y los desesperadamente comatosos proporcionan ejemplos de personas no humanas. Tales entidades son miembros de la especie humana … No tienen un estatus en sí mismos y por sí mismos o una posición en la comunidad moral (…) Se habla de personas para identificar entidades con las que se puede culpar y alabar (…). Por esta razón, es absurdo hablar de respetar la autonomía de los fetos, bebés o adultos profundamente retardados que nunca han sido racionales. No son participantes primarios en la empresa moral. Sólo las personas humanas tienen este estatus.[3]
La deconstrucción filosófica de la persona en el conjunto de sus accidentes permite, en efecto, relegar al embrión humano a la condición de ser «pre-persona» con una vida jurídicamente irrelevante, abriendo así el proceso de transferencia de sus derechos desde el Derecho de Familia hasta el Derecho de Cosas[4]. Pero no sólo al embrión y al feto; tampoco los niños de corta edad tienen conciencia de sí mismos, son autónomos ni razonan. Norbert Hoerster[5] ha tenido que admitir esta objeción, y por eso ha fijado el inicio de la persona en los cuatro meses posteriores al nacimiento. Sin embargo, no ha justificado por qué cuatro meses y no cualquier otro plazo. Tan sólo ha sugerido que las razones por las que habitualmente se establece el momento del nacimiento para el reconocimiento del niño como persona –con los derechos inherentes a tal condición- son de carácter práctico y no filosófico[6]. Una de ellas, es la necesidad de proteger a los prematuros que nacieron antes de mostrar los primeros indicios de vida «personal»; otro, la menor disposición de los padres a procurar la muerte de su hijo ya nacido que a matar al no nacido[7].
Ambas razones, sin embargo, se antojan demasiado débiles para justificar que el útero pueda llegar a convertirse en un lugar inseguro para el concebido no nacido. No parece razonable, en efecto, que amparándose en ellas pudieran tener más derechos los sietemesinos nacidos prematuramente que los que permanecen en el seno materno[8]. Como tampoco que los embriones concebidos extracorpóreamente y todavía no implantados, reciban mayor protección que los alojados en el útero materno allí donde existe una ley de plazos para regular el aborto[9]. Pero hay, todavía, otro aspecto a considerar: que el embrión dependa funcionalmente del organismo materno no contradice su capacidad de autogobierno biológico. Es más: también el neonato depende de la madre hasta que alcanza una determinada madurez alimenticia. De hecho, las personas nunca dejamos de ser dependientes. Alasdair MacIntyre lo explica así:
Los seres humanos son vulnerables a una gran cantidad de aflicciones diversas y la mayoría padece alguna enfermedad grave en uno u otro momento de su vida. La forma como cada uno se enfrenta a ello depende sólo en una pequeña parte de sí mismo. Lo más frecuente es que todo individuo dependa de los demás para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento, cuando se enfrenta a una enfermedad o lesión corporal, una alimentación defectuosa, deficiencias y perturbaciones mentales y la agresión o negligencia humanas. Esta dependencia de otros individuos a fin de obtener protección y sustento resulta muy evidente durante la infancia y la senectud, pero entre estas primera y última etapas en la vida del ser humano suele haber períodos más o menos largos en que se padece alguna lesión, enfermedad o discapacidad, y hay algunos casos en que se está discapacitado de por vida[10] .
Ahora bien: conforme a la segunda hipótesis, la «persona» no sería un inventario cualitativo, sino un modus existentiae, la específica realización individual del ser humano[11]; no sería «algo» que puede ser entendido como la consecuencia casual de uno o de la totalidad de sus predicados, entre los que se encuentra la conciencia, sino «alguien» en quien dichos predicados se realizarán en un momento dado. Porque la substancia no es el conjunto de sus accidentes, sino lo que da el ser a los accidentes. De ahí que, como subrayan los autores del estudio citado de Linacre, «Un ser humano no se convierte en una persona en una etapa particular de desarrollo después de la fertilización», sino que la persona es «inherente al ser humano en todas las etapas de su desarrollo» (ver AQUÍ).
¿Es persona el embrión humano?
Los intentos de desvincular al individuo humano de su categoría de persona (estatuto personal) son contrarios a lo que consideramos intuitivamente obvio y expresamos con sencillez en nuestro lenguaje corriente. Así, cuando una madre se dirige a su hijo, suele hacerlo en términos como: «Cuando estaba embarazada de ti» o «Cuando te di a luz», pero nunca diciendo: «Cuando yo llevaba en mi seno un organismo que luego fuiste tú»[12].
Pero lo que sabemos de manera intuitiva, no siempre es fácil de explicar con argumentos filosóficos. Para este propósito, nos serviremos de la definición de persona más ajustada de cuantas se han propuesto a lo largo de la historia[13]: la elaborada por Boecio y retomada más tarde por Tomás de Aquino: Persona est rationalis naturae individua substantia[14],[15] (la persona es substancia individual de naturaleza racional). La cuestión que nos ocupa nos llevará a preguntarnos si los tres elementos que incluye la definición –individualidad, sustancialidad y capacidad de razonar– se dan en el embrión humano. Especialmente la última, pues sabemos que se desarrollará plenamente bastante después del nacimiento.
Los estudios genéticos muestran una evidencia irrefutable: el cigoto contiene, a partir de los genes procedentes del esperma y del óvulo, un genoma propio, diferente al padre y a la madre, que le da su singularidad única e irrepetible y que esencialmente no sufrirá cambios hasta su muerte. No es un mero apéndice del cuerpo de la madre. Además, aunque los cambios que sufrirá como resultado de su proceso madurativo llegarán a darle una apariencia distinta en cada uno de los diferentes momentos de su vida, el individuo que es se mantendrá, a lo largo del tiempo, siendo siempre el mismo. La radical singularidad de la persona -y en consecuencia su incomunicabilidad [16]– alcanza todas las dimensiones de su ser en cuanto que personal, haciendo suyos incluso los accidentes. [17]
En este sentido, Sgreccia, hace una comparación muy ilustrativa entre la maduración de la persona y la construcción de una casa. Es la siguiente: «Imaginemos que tenemos que construir una casa. Necesitamos al arquitecto que realiza y supervisa el proyecto, al constructor que desarrolla el proyecto y a los albañiles que lo ejecutan según sus diferentes espacialidades. El cigoto sería el planificador, el constructor y el trabajador que va disponiendo los materiales de construcción según conviene. Estas actividades se encuentran en él y se activan desde dentro. El cigoto, como en el ejemplo de la casa, manifiesta ya su completa estructura como individuo; la madre aporta solamente el entorno que lo contiene y los materiales necesarios para la construcción[18]. En un sentido similar, Spaemann distingue entre los progresos que cobran sentido gracias al logro de un fin, y aquellos que suponen «mejoras» en un fin dado de antemano. Ejemplo del primer tipo serían los progresos que tienen lugar en la construcción de una casa, pues ninguno de ellos tendría sentido ésta no llegara a terminarse nunca. En el segundo tipo de progresos, los madurativos, el telos del proceso está ya realizado cuando la mejora comienza. Ni las sucesivas mitosis ni la formación de órganos y tejidos implica la producción de un todo ni el logro de un estado final, sino el mero servicio a un fin último ya existente[19].
Cuando el empirismo, ya desde Locke[20] distingue entre hombres y personas, lo hace en base a una argumentación filosófica errónea. Es la siguiente: Para reconocer como idéntico a algo que encontramos en momentos y lugares diferentes, es preciso que se le pueda atribuir un único comienzo que no comparta con ninguna otra cosa. Pero hay cosas que cambian tanto en el transcurso de un tiempo que, pese a tener un único comienzo, nos permiten intuir que estamos ante dos identidades distintas[21]. En estos casos, debemos delimitar cuándo ha sucedido el nuevo comienzo.
Evidentemente, la cuestión se complica cuando ese «algo» por cuyo origen nos preguntamos es un ser vivo y, en particular, cuando se trata de una persona. Dado que el principio empirista sólo admite como ontológicamente originarios los datos empíricos de los sentidos, entiende que toda síntesis –incluida la identificación de un ser como existencia continua en el espacio y en el tiempo– es un criterio exterior, un ingrediente constructivo del observador y no una perspectiva interna. De ahí que no conciba la identidad personal como una unidad abarcante de un proceso de movimiento. La persona que hoy es, para el empirismo, no lo fue en su fase embrionaria.
Esto es así porque comprende el movimiento como una sucesión de acontecimientos infinitamente breves –cada uno de los cuales acontece en un lugar concreto y en un momento dado– que sólo se puede reconstruir matemáticamente a través del cálculo infinitesimal. El movimiento como vida –esto es, como potencia o «acto de lo posible»[22]– no existe para él. Y al disolver el movimiento en un encadenamiento de infinitos sucesos separados e instantáneos, disuelve también el propio ser del viviente, pues de acuerdo con Aristóteles la vida misma es movimiento[23]. El empirismo, en definitiva, entiende que la identidad sólo puede afirmarse por la invarianza de una estructura tras el intercambio de partes materiales. Pero estas estructuras existen tanto en los seres vivos como en las máquinas, con la única diferencia de que los primeros comienzan su organización teleológica antes su acabamiento final. Sobre esta base, el empirismo distingue entre las condiciones de identidad de hombres y personas: los hombres serían un determinado tipo de organismo; las personas, una serie de combinaciones de estados de conciencia definidos por el recuerdo, mediante el que se atribuyen a sí mismos la realización de determinadas acciones. Para Locke, por ejemplo, el término «persona» designaría al ser pensante que reflexiona sobre sí mismo como la misma cosa en distintos momentos y lugares. La identidad de la conciencia no descansaría, por tanto, en la identidad de su poseedor, sino que sucedería al revés: que la propia «persona» es conciencia de la identidad[24].
Sin embargo, este argumento no distingue adecuadamente entre los conceptos de cambio substancial y movimiento accidental. El cambio substancial implica una discontinuidad ontológica; es génesis y no alloiosis (cambio cualitativo). Tanto el comienzo de la vida como la muerte son cambios substanciales. Así, el cigoto no es la prolongación de sus padres, sino que su ser «de por sí» (Selbstein, es el término original) funda una naturaleza nueva y se distingue del ser de quienes lo han hecho posible[25]. Pero frente al cambio substancial, el movimiento accidental es el que se produce en un ser que exhibe sus propias cualidades y realiza sus operaciones propias. Este cambio es compatible con el Selbstein. Y la aparición de las cualidades que atesoran las personas no son cambios substanciales, sino movimientos accidentales.
En consonancia con lo dicho, encontramos que la racionalidad y la autoconciencia no se manifiestan de manera inmediata ni espontánea cuando comienza la vida humana. Ni siquiera se manifiestan siempre. Es así porque, como se ha señalado, su aparición y pérdida no son cambios substanciales, sino movimientos accidentales. Lo explicamos a continuación.
La vida personal es movimiento en el sentido de potencia, de «acto de lo posible». Por eso, afirmar que el «ser» de la persona es «vivir una vida racional», significa que es «vivir una vida susceptible al despertar de la razón». Ser persona no es un estado, una situación de la cual disfrutamos en unas ocasiones y en otras no, sino que la razón pertenece desde el principio a la dotación del ser humano cuya animalidad, en tanto que humana, constituye el sustrato en el que se despliega la persona. «Quienes» somos, en definitiva, no se identifica con «lo que» somos, ya que «sea un hombre lo que sea, lo decisivo es que eso no determina «quién» es ese hombre»[26].
Razón en sentido estricto y en sentido lato
Esto es algo que se comprende mejor desde Tomás de Aquino, quien distinguía entre razón en sentido estricto y razón en sentido lato. En sentido estricto, la «razón» es la función del intelecto que se realiza mediante el pensamiento y el discurso; en sentido lato, el conjunto de las potencias intelectivas, es decir: de todas aquellas facultades independientes de la materia. Mientras la primera acepción permite negar a los concebidos no nacidos el estatus personae, la segunda los incluye entre las personas, ya que poseen la estructura o unidad funcional de las potencias intelectivas a las que el Aquinate llamó mente o espíritu, y que identificamos con el alma o forma substancial[27]. El espíritu –la razón en sentido lato– es la potencia superior del alma, esto es: la forma substancial de la persona.
Mens non est una quae dam potentia praeter memoriam, intelligentiam et voluntatem; sed est quod dam totum potentiale comprehendens haectria[28].
Ricardo de San Víctor[29], por su parte, define la persona como «Existens per se solum juxta singularem quamdam rationalis existentiae modum» (existente que existe por sí mismo en la forma singular de existencia racional). Desde esta perspectiva, la racionalidad que otorga la categoría de persona (estatuto personal) sería un modo de existencia. Existencia –subrayamos- y no esencia[30]. Porque en toda realidad, como sabemos, se distingue entre aquello «que es» (el ente)[31] y el «ser» mismo que hace que ese ente sea el ente que es y reciba un nombre distinto, esto es: su esencia. Y aunque la esencia o «modo de ser» de las personas es tener una naturaleza racional, su condición de posibilidad es el esse, esto es el «existir».
Hay antropologías que justifican el antagonismo entre la razón y la naturaleza apelando a la primera como una compensación natural a la insuficiente dotación de nuestra especie. Sin embargo, en el ser humano existe un «sobrante de razón» que no está al servicio de la autoconservación, que no es instrumental, sino que permite abrirse a la incondicionalidad y relativizar todo interés finito[32] . La razón no está, pues, supeditada a la autoconservación, sino que es un don, un «plus» presente, de manera potencial, en nuestra naturaleza: la posibilidad de un progresivo despertar a la realidad de lo real, esto es: a lo que la realidad es «en sí misma» y no sólo como es «para quien la percibe». No es otra cosa, por tanto, que la conciencia completamente despierta»[33]. Conciencia que, para despertar, debe existir previamente en estado latente o potencial.
La racionalidad es una nota natural de nuestra especie
La racionalidad es, en definitiva, una nota natural de nuestra especie, de cuyos privilegios participa todo ser cuya naturaleza sea humana. Por eso, el reconocimiento del embrión como persona conlleva el reconocimiento del mismo en su naturaleza, esto es, como existente cuya esencia consiste en tener una naturaleza racional, presente desde el inicio de su vida aunque todavía no ejerza las operaciones que su particular naturaleza le permitirá algún día. Si sólo reconociéramos al otro qua ser racional, entonces no sería a él al que reconoceríamos como persona, sino a nuestros particulares criterios de racionalidad realizados en él. Y en la medida en que no los encontráramos, nos sentiríamos autorizados para negarle el estatuto personal. Algo que podría extenderse desde el embrión, sino hasta el menor de edad, pero también hasta el demente, el disidente y el hombre inmoral[34].
El reconocimiento del embrión como persona no puede, por tanto, responder a razones prácticas, sino estrictamente ontológicas. La persona no aparece cuando la comunidad de los seres racionales observa en ella la realización de las operaciones racionales con las que se siente identificada; antes bien, el reconocimiento previo de su naturaleza racional es el que conmina a reconocer al embrión como persona.
[1] Aznar, J. (2014). Estatuto biológico del embrión humano. En Bellver V (Ed.), Bioética y cuidados de enfermería, Vol. 2. Valencia: Consejo de Enfermería de la Comunidad Valenciana: 47-64.
[2] Del Barco, J. L. (2000). Teoría práctica de la persona. El pensamiento moral de Robert Spaemann. Introducción a la versión española de R. Spaemann, (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien (pp. 11-26). Pamplona: Eunsa.
[3] Engelhardt HT. Los Fundamentos de la Bioética. Barcelona: Paidós; 1995.
[4] Silva, J. M. (09 de enero de 2007). Los indeseados como enemigos. La exclusión de seres humanos del status personae. (On line). Revista electrónica de Ciencia Penal y Criminología, pp. 1 – 18 (4). Recuperado de: http://criminet.ugr.es/recpc/09/recpc09-01.pdf
[5] Hoerster, N. (1995). Neugeborene und das Recht auf Leben. Frankfurt: Frankfurt / Main, Suhrkamp, p. 23.
[6] El Derecho civil español, por ejemplo, reconoce como persona al nacido con forma humana que sobrevive veinticuatro horas desprendido del seno materno, si bien el feto, por ficción legal, es considerado nacido para aquellos derechos que le beneficien en el ámbito civil. Así, si una mujer está embarazada y su marido muere dejando una herencia, el feto será tenido en cuenta como si hubiera nacido, aunque si muere antes de nacer o antes de las veinticuatro horas se tendrá por no nacido y nadie podrá heredar sus supuestos derechos al no haber existido nunca a los ojos del Derecho.
[7] Hoerster, N. (1991). Abtreibung im säkularen Staat. Argumente gege den § 218. Suhrkamp, pp. 137-8.
[8] Pérez del Valle, C. (septiembre de 2004). Protección de la vida humana a través del Derecho: argumentos, estrategias y algunas falacias. Valencia: Fundación Universitaria San Pablo CEU.
[9] Steiner, U. (enero-abril de 1993). Der verfassungsrechtliche Streit in Deutschland über die strafrechlilche Regelung der Abtreibung. (J. Cremades y A. Delgado, Trads). Revista Española de Derecho Constitucional, no. 37, pp. 159-171. (169). Recuperado de: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=79479
[10] MacIntyre, A. (2004). Tras la virtud. (2ª ed.). (A. Valcárcel, Trad.). Barcelona: Crítica, p. 15.
[11] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien». (J. L. Del Barco, Trad.). Pamplona: Eunsa, p.54.
[12] Spaemann, R. [2007]. Quando l’uomo inizia a essere persona? En E. Sgreccia e J. Laffitte (eds.), L’embrione umano nella fase del reimpianto. Aspetti scientifici e considerazioni bioetiche, 214-219 (216). Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.
[13] Martí, G. (enero-junio de 2009). Sustancia individual de naturaleza racional: el principio personificador y la índole del alma separada. Metafísica y Persona. Revista sobre Filosofía, Conocimiento y Vida, 1 (1). UMA y UPAEP: 113-129 (113).
[14] Boecio: Liber de persona et duabus naturis: ML, LXIV, 1343.
[15] Tomás de Aquino: Summa theologiae (S. Th.) I, q. 29, a. 1
[16] La persona es una substancia que existe por sí misma, sui juris, y por lo tanto, es perfectamente incomunicable.
[17] Personhood Status of the Human Zygote, Embryo, Fetus. The Linacre Quartely, May 1, 2017
[18] Personalist Bioethics, Ed. National Catholic Bioethics Centre, pág. 433
[19] Spaemann, R. (1980). ¿Bajo qué condiciones se puede hablar todavía de progreso? En R. Spaemann, (2004). Ensayos Filosóficos, pp. 141-160 (142). Madrid: Cristiandad.
[20] Locke, J. (1689). An Essay Concerning Human Understanding. Oxford: Clarendon Press.
[21] Es el caso de una célula humana originaria y el individuo adulto en que algún día llegará a convertirse.
[22] Tal como lo entiende Aristóteles (Física III, 3).
[23] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», op.cit., p. 141.
[24] Spaemann, R. (1991). ¿Son personas todos los hombres? Acerca de nuevas justificaciones filosóficas de la aniquilación de la vida, op. cit. p. 401.
[25] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», op.cit., p. 60.
[26] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», op.cit., p. 57.
[27] Para el aquinate, la mente distingue entre el sub-positum personal y las cosas inanimadas, aunque el hombre no es el único sub-positum personal: Homo enim cum Angelis convenit in superiori animae parte, quaem ens vocatur (De Aquino, Summa Theologiae, I–II, q.89, a 4, arg. 1). El ángel, por ejemplo, es totalmente mens. Pero está también la mente divina: Mens vero angeli […] non solum cognoscit materiam in universali directa inspectione, sed etiam in singulari; et simili teretiam mens divina (De Aquino, De veritate, q. 10, a. 5, c).
[28] De Aquino, De veritate, q.10, a.1, ad.7 (la mente no es una cierta potencia junto a la memoria, el entendimiento y la voluntad, sino que es cierto todo potencial que comprende estas tres).
[29] La Trinidad, 4,6
[30] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», op.cit., p. 48.
[31] El participio presente de verbo sum (sum, es, esse, fui), se conjuga: ens-entis, esto es: ente. Ente es, por tanto, lo que «es», lo que está siendo. Todo lo que «es», todo lo que tiene ser, es un ente.
[32] Spaemann, R. (1991). Felicidad y benevolencia. (J. L. Del Barco, Trad.). Madrid: Rialp, pp. 135-6.
[33] Idem, p. 139.
[34] Spaemann, R. (1989). Lo natural y lo racional. (D. Innerarity, & J. Olmo, Trad.). Madrid: Rialp, p. 152.