Por Andrés Ollero, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid, España) y magistrado del Tribunal Constitucional.
Ponencia en el XIII Simposio Internacional de los Docentes Universitarios “Conocimiento y Misericordia”, Roma, 7-11 septiembre 2016 (texto adjunto en PDF).
Tras agradecer la confianza que en mí se ha depositado al adjudicarme esta intervención*, debo ante todo resaltar que la asumo en mi condición de jurista. Esto me hará ahondar en el carácter indispensable del derecho como mínimo ético, posibilitador de una convivencia propiamente humana, destinada también a facilitar la querencia optimizadora inseparable de la moral. O, por citar los términos de la Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: la justicia sin duda “es el primer paso, necesario e indispensable”, sin olvidar que “la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa”[1]. Aludiré, en algunas de las notas al pie, a sugerencias personales que se prestan a mantener el diálogo al que el documento invita.
Por Andrés Ollero, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid, España) y magistrado del Tribunal Constitucional.
Ponencia en el XIII Simposio Internacional de los Docentes Universitarios “Conocimiento y Misericordia”, Roma, 7-11 septiembre 2016 (texto adjunto en PDF).
Tras agradecer la confianza que en mí se ha depositado al adjudicarme esta intervención*, debo ante todo resaltar que la asumo en mi condición de jurista. Esto me hará ahondar en el carácter indispensable del derecho como mínimo ético, posibilitador de una convivencia propiamente humana, destinada también a facilitar la querencia optimizadora inseparable de la moral. O, por citar los términos de la Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: la justicia sin duda “es el primer paso, necesario e indispensable”, sin olvidar que “la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa”[1]. Aludiré, en algunas de las notas al pie, a sugerencias personales que se prestan a mantener el diálogo al que el documento invita.
EL DERECHO COMO MÍNIMO ÉTICO
La conceptuación del derecho como mínimo ético puede inducir a un doble malentendido. El primero derivaría de su poco afortunada identificación con una ética mínima. Así ocurriría si -con una perspectiva más sociológica que jurídica- se entendiera por tal el conjunto de exigencias éticas que de hecho se constatan como compartidas en la sociedad[2]. Prueba de ello es que, frente a la idea de una moral entendida como aspiración a una ética máxima, la dura realidad nos invita a ponernos en guardia frente a la paradójica posibilidad de que presuntos maximalismos morales nos sitúen éticamente bajo mínimos. Casos de pedofilia aireados por los medios de comunicación han servido de triste escenario para calibrar la dificultad de una adecuada armonía entre justicia y caridad. No ha faltado tampoco ocasión solemne de resaltar su importancia a propósito del tratamiento de los conflictos matrimoniales[3].
En todo caso, confundir el jurídico mínimo ético con el refugio en una ética mínima condenaría con facilidad al derecho a un progresivo permisivismo, que tendría como resultado -en una sociedad globalizada- la querencia a igualar por abajo las exigencias jurídicas. Se olvidaría así la caracterización de esas exigencias como indispensables para mantener una convivencia digna del hombre. El mínimo ético configurador de lo jurídico incluye, en consecuencia, aspectos que requieren un esfuerzo ético nada despreciable: baste pensar en la puntual satisfacción de las obligaciones tributarias. A la vez aporta justificación a la lucha contra la existencia de paraísos fiscales reñidos con una justicia global. Por el contrario, la remisión a la ética fácticamente compartida podría incluir usos socialmente consolidados pero no indispensables para la convivencia, o incluso negativos para ella.
Un segundo malentendido es de más difícil superación, porque tendría que ver con la identificación del derecho con el poder y su capacidad coactiva. En las sociedades que se consideran civilizadas, el respeto a los mecanismos propios de un Estado de Derecho forma parte indiscutida de lo políticamente correcto; lo que no impide que, cuando de lo jurídico se habla, se tienda automáticamente a pensar en el derecho del Estado, como mero instrumento de la voluntad de los que mandan. No en vano en una sesión parlamentaria memorable se reconoció que aunque, después de la Segunda Guerra mundial, la respuesta “sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se dio un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico”[4].
Sin menospreciar la importancia de la efectiva positivación de las exigencias jurídicas es imprescindible, para no renunciar a una convivencia propiamente humana, considerar jurídicas todas las reivindicaciones – positivadas o no- que apuntan a tal objetivo. No parece tarea fácil, cuando el reconocimiento de la inevitable tarea creativa de los jueces se pretende explicar -tanto desde la óptica positivista como por defensores de la herencia escolástica[5]– como una irrupción de elementos morales destinados a completar las limitaciones de un derecho reducido a la letra de los textos positivados.
No tiene por ello nada de extraño que, al modificarse en España el título preliminar del Código Civil[6], dando entrada en su texto a figuras como la equidad, el fraude de ley, el abuso del derecho o la buena fe, se las considerase en la Exposición de Motivos de la reforma como “fecundas vías de irrupción del contenido ético-social en el orden jurídico”, con un cierto aire de incursiones presuntamente morales en el derecho. Se aludiría así, por ejemplo, a la equidad como si se tratase de una instancia metajurídica y no como la búsqueda de la justicia de lo concreto[7]. Aunque en el ámbito continental europeo no ha sido infrecuente que la equidad se entienda como una misericordiosa dulcificación de la previsible rudeza de lo jurídico, en realidad a lo que así se da entrada es a las jurídicas exigencias de un derecho natural inconfesadamente asumido.
Desgraciadamente, dentro de la misma Iglesia Católica no han dejado de experimentarse las notables secuelas del olvido del carácter indispensable de las exigencias de la justicia. La preocupación por el previsible escándalo moral de la publicidad de determinadas conductas -cuando no el recurso a él para encubrir una poco responsable omisión en el ejercicio de la virtud de la fortaleza- ha llevado en más de un caso a sustituir sus obligadas consecuencias jurídicas por estrategias fruto de una sensibilidad moral mal entendida.
El olvido del carácter indispensable del hacer justicia obliga a la vez a superar una visión -nada laical- del derecho, que lo reduce a instrumento coactivo destinado a garantizar exigencias morales de particular voltaje. El no matar, no robar o no mentir son exigencias jurídicas elementales, que no dejaron de ser ante todo tales por el hecho de verse incluidas en el decálogo. La revelación del Sinaí aspiraba precisamente a protegernos ante una posible degeneración del mínimo ético en ética mínima. Que preceptos jurídicos ocuparan en ella espacio tan destacado no los convertía en preceptos morales pendientes de codificación jurídica; por ser expresión de exigencias jurídicas indispensables para la convivencia serán ellas más bien las que generen obligaciones morales. La torpe acusación de que los católicos, al explicitarlas, pretenden convertir los pecados en delitos ignora la realidad: se trata de delitos tan graves que -por ofender a Dios- se convierten además en pecaminosos.
Esa relevancia moral de lo que es, ante todo, jurídico se experimenta también en clave negativa. No constituye ningún secreto la capacidad de las normas jurídico-positivas para producir una impronta en las convicciones morales socialmente vigentes; al hacerlo irrumpen no pocas veces en ámbitos que exigen (también jurídicamente) respeto a la libertad y a la intimidad personal y familiar[8]. No dejan de cumplir función semejante, incluso con mayor eficacia, los medios de comunicación[9].
Ese complicado ajuste entre derecho y moral se pone también de manifiesto ante la mezcla de recelo y vértigo con que suele acogerse el planteamiento jurídico de objeciones de conciencia. Sin duda influye en ello la querencia a emparejar conciencia y moral; como si no existiera la conciencia jurídica… Una exclamación tan frecuente en un ciudadano de a pie como “no hay derecho” no encierra una exhortación moral sino que formula una exigencia jurídica.
Malentender la objeción de conciencia como un conflicto entre derecho y moral la hace morir de éxito, si lo que se pretende establecer es que en tal conflicto ha de prevalecer siempre la moral; puro anarquismo, según el cual cada uno podría desobedecer sin sanción jurídica alguna todas las normas que no rimen con sus postulados morales. Por el contrario, la objeción de conciencia es tan jurídica como para verse reconocida como derecho por el artículo 10.2 de Carta Europea de Derechos Fundamentales, porque refleja un conflicto bien distinto: el que surge entre el concepto de mínimo ético jurídico asumido por la mayoría -reflejado en la legalidad democrática- y otro concepto de mínimo ético jurídico sustentado en minoría. Se discrepa a la hora de precisar hasta dónde puede llegar el derecho y no a la de defender hasta dónde debe llevarnos la moral; la conciencia jurídica en minoría exigirá una excepción, que no hace sino confirmar para los demás la regla.
Por si fuera poco, el erróneo conflicto entre derecho y moral suele encerrar como trasfondo el curioso convencimiento de que lo jurídico encuentra expresión en el derecho objetivo; o sea, en la letra de los textos positivados. La moral, por el contrario, sería inevitablemente subjetiva y en consecuencia inviable para regular el ámbito público. Más que discutir sobre el relativismo moral, prefiero -como jurista- constatar la inevitable relatividad del derecho; lo que resulta fácil, a poco que se constate la dimensión hermenéutica de todo lo jurídico, cuyo sentido solo cabe derivar del texto legal cuando una interpretación -obviamente subjetiva- lleve a captarlo y mueva a argumentar convincentemente su alcance. La existencia en el ordenamiento jurídico español, como en tantos otros, de votos particulares en las resoluciones de los órganos judiciales colegiados ahorra toda duda al respecto.
El predominio de un acrítico positivismo legalista lleva a ignorar esa inevitable dimensión judicial y, como consecuencia, jurisprudencial de toda actividad jurídica. El que afirma “no hay derecho” se convierte en juez emitiendo un juicio de valor, así como el juez -al establecer si lo hay o no- aclarando qué debemos admitir que la norma dice; porque solo quien tiene juris-dicción está en condiciones de decir el derecho. Esa dimensión inevitablemente subjetiva del fallo judicial no condenará fatalmente a una amenazadora inseguridad jurídica. Se aminorará si el juez se ejercita en la virtud de la justicia, consolidadora de una constante y sostenida voluntad de dar a cada uno lo suyo; que tiene de moral lo relativo al hábito de comportamiento, que quedaría falto de todo contenido sin apoyarse en el jurídico saber hacer que permite captar qué es lo suyo de cada uno.
Sin duda resulta más tranquilizador convencerse de que el juez -como pretendía Montesquieu- no es más que la boca que pronuncia las palabras de la ley[10]. Esto garantizaría una seguridad tan idílica como utópica, destinada a desaparecer como por ensalmo si algún mal día se ve uno sentado ante un juez. Más que apelaciones lastimeras a una seguridad inviable, será la esperanza de que el juez actúe haciendo justicia la que podrá devolverle algo de calma.
En una macro-perspectiva, cumplen sin duda un papel relevante mecanismos como la posible dualidad de instancias, la ya aludida colegialidad de los órganos plurales y, en su caso, la doctrina emanada de los tribunales constitucionales. Si al ámbito europeo o al latinoamericano nos referimos, la cuestión se hará más compleja al entrar también en juego el Tribunal de Estrasburgo -e incluso el de Luxemburgo- en el primer caso y el de San José de Costa Rica, en el segundo, dando paso a lo que se ha dado en llamar diálogo de tribunales[11]. Es fácil que salgan mejor parados los europeos, pese a las ocasionales discrepancias interpretativas en el seno del Tribunal de Estrasburgo; lo que llevó a una condena por unanimidad en la primera instancia puede verse convertido en amparo mayoritario si entra en juego la Gran Sala[12]. Su ocasional y oportuno respeto a un margen de apreciación por parte de los Estados, le dotará de una flexibilidad a la que el tribunal de Costa Rica parece menos aficionado.
Sería no obstante ignorar la realidad pensar que con este cuadro ya hemos agotado en elenco de actores. La laboriosa tarea de hacer justicia, plasmando una interpretativa concepción de la misma, no es solo fruto de la actividad de estos órganos constitucionales o incluso, por vía de convenios, supraconstitucionales. No acaba resultando escasa la erosión de las concepciones de justicia consolidadas en un país, como resultado del influjo de los vientos, no menos supraconstitucionales, de lo políticamente correcto; orquestados por organismos internacionales sin capacidad de emitir resoluciones con valor de ius cogens, o incluso por manifiestos de organizaciones no gubernamentales que parecen auto-atribuírselo. Valga un testimonio: “no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia”. “Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el ‘matrimonio’ entre personas del mismo sexo”[13].
Sin duda en tal afirmación está presente el reconocimiento de la dimensión social del matrimonio, como institución vinculada al bien común, identificable con la justicia objetiva. De ahí que se haya afirmado que “quien vive en modo contrario al vínculo matrimonial” “se hace anti-signo de la indisolubilidad”; “el matrimonio tiene carácter intrínsecamente social: cambiar el matrimonio para algunos casos significa cambiarlo para todos”[14]. En consecuencia, “sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad”[15].
La constatación de lo que Jellinek caracterizó como fuerza normativa de lo fáctico[16] puede predisponer a actitudes contrarias: la respuesta a un pecado -el adulterio- no sería ya la contrición y el perdón, sino una nueva unión, como si el paso del tiempo enmendara en cierto modo la ofensa de la ruptura[17].
LA MISERICORDIA COMO MÍNIMO ÉTICO DE LA MORAL CRISTIANA
Reconocido el indispensable papel cumplido por el jurídico mínimo ético, se plantea el peligro de un posible traslado de la mentalidad jurídica al ámbito -obligadamente maximalista- del logro de los objetivos perseguidos por la moral; sobre todo en un ámbito tan peculiar como el del derecho matrimonial canónico[18]. Podría surgir así la figura del riguroso y autosatisfecho cumplidor de la ley y el orden, convertido en agudo juez de toda conducta ajena[19]; confiado quizá a una escatología remuneradora, que el humorista Mingote escenificaba en una merienda de orondas señoras que se ponen fácilmente de acuerdo en que, digan lo que digan las progres, al cielo iremos las de siempre…
Las desconcertaría no poco la exégesis del papa Francisco sobre la parábola del hijo pródigo, en la que apunta el foco hacia el hermano cumplidor, totalmente incapacitado para entender la actitud de su padre[20]. Resalta con ello un elemento nada jurídico: la apuesta divina por la misericordia en el trato con los hombres; escandalosa en un tiempo marcado por el individualismo que dificulta todo intento de comportarse como custodios y nunca como dueños[21].
Se nos anima así a descubrir que, igual que la justicia es un mínimo ético indispensable, también en el cristiano toda maximalista búsqueda de la perfección moral ha de partir -como mínimo ético- de la convicción de que “la misericordia es un elemento importante, mejor dicho, indispensable, en las relaciones entre los hombres”, porque “la sola medida de la justicia no basta”. La misericordia aparece como “el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios”[22].
Este papel primario e indispensable de la misericordia no plantea conflicto alguno respecto a lo ya expuesto sobre la justicia. “No son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es un concepto fundamental para la sociedad civil”[23].
La falta de sensibilidad respecto a esa prioridad puede llevar a poner “tantas condiciones a la misericordia que la vaciamos de sentido concreto y de significación real, y esa es la peor manera de licuar el Evangelio”; con todo, “la misericordia no excluye la justicia y la verdad”, sino que “es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios”[24].
La misericordia habrá de convertirse pues en punto de referencia de toda tarea pastoral, incluida la relativa al matrimonio. Tanto la prematrimonial como la matrimonial “deben ser ante todo una pastoral del vínculo”, que prepare al “sí para siempre”; porque “quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día”[25].
No han faltado polémicas sobre el espinoso problema de los divorciados vueltos a casar y su posible recepción de la comunión eucarística. El Papa da por hecho que “no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónico, aplicable a todos los casos”. Invita “a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares”; puesto que “el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos, las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas”. Se trata de “acompañar a las personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo”. Se muestra consciente del riesgo que esta difusión de la responsabilidad encierra y comprende “a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna”. No obstante, apoya su apuesta en la visión de la Iglesia como “una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”[26]. Al igual que en la jurisprudencia constitucional se huye de un formalismo enervante que impida una tutela judicial efectiva, el Papa parece temer que un formalismo farisaico pueda hacer inviable una tutela moral efectiva.
Descarta pues que se pretenda “desarrollar una fría moral de escritorio”, sino que invita a situarse “en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar”[27]. En el marco más distendido de una conversación descenderá a detalles. Cuando afirmó que “la medicina existe, la cura existe, siempre y cuando demos un pequeño paso hacia Dios”; su interlocutor apunta: “Tras releer el texto, me llamó y me pidió que añadiera: “O cuando tengamos al menos el deseo de darlo”. A fin de cuentas, “la Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios”. El problema surgiría -situándose ahora en la parábola del buen pastor- como consecuencia de la tensión entre “dos lógicas de pensamiento y de fe”[28].
La cuestión, generadora de no pocas responsabilidades personales, consistirá en cómo conjugar el rechazo del pecado -multiplicado por la ya señalada dimensión social de todo lo relativo a la institución matrimonial- y la misericordia con el afectado por las secuelas de un fracaso personal. Ciertamente “Dios enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario hacer compromisos, en cambio los pecadores -o sea todos nosotros- somos como los enfermos que necesitan ser curados, y para curarlos es necesario que el médico se les acerque, los visite, los toque. Y naturalmente el enfermo, para ser curado tiene que reconocer que necesita un médico”[29].
Adentrándose en aspectos prácticos, el Papa Francisco asume las propuestas sinodales de “hacer más accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad”. Alude a que los “dos recientes documentos sobre esta materia han llevado a una simplificación de los procedimientos para una eventual declaración de nulidad matrimonial”[30]. A la vez recuerda la apuesta quizá más audaz reflejada en dichos documentos, al insistir en la descentralización de la decisiva tarea de discernimiento en los casos concretos: “el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado”[31]. Actitud nada novedosa en quien no ha perdido ocasión de afirmar que “no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales”[32].
El discernimiento encomendado no deja de revestir complejidad. Arrancando de una cita de san Juan Pablo II, abordará la polémica cuestión de la gradualidad. No se trata de “una ‘gradualidad de la ley’, sino una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley”[33]. Partiendo de un dictamen teológico sobre la ley natural[34], apuntará que “a causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado -que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno- se pueda vivir en gracia de Dios”[35]; o lo que es lo mismo: “un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada”[36].
A la vez no deja de afirmar con nitidez criterios que no cabrá marginar. “Nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio”; el “discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia”, por lo que es preciso “evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente excepciones”[37]. “La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes. Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz del ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano”. En consecuencia, “si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar”[38].
En resumen, al Papa Francisco le preocupa que, por falta de un deliberado esfuerzo integrador, se produzca en la práctica una excomunión moral de fieles que se encuentras en situaciones dolorosas, proyectando sobre ellos -al margen del derecho- una no tipificada condena[39]. “Los pastores, que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la doctrina de la Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes”[40].
Las situaciones concretas pueden provocar inevitablemente una cierta tensión prudencial entre la comprensión de sus circunstancias[41] y la indiscutida continuidad de la doctrina de la Iglesia[42]. Ante esta tesitura no faltará una cita a Santo Tomás de Aquino: “En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales”; “cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación”[43].
Dentro de la querencia maximalista que todo empeño de satisfacer exigencias morales acordes con la dignidad humana lleva consigo, la misericordia cumpliría pues el papel de mínimo ético sine qua non y piedra de contraste de cualquier otra aspiración. Especialmente es ello claro para el cristiano, instruido desde su iniciación en recabar el perdón de sus ofensas, proponiendo con audacia como medida el mismo perdón que personalmente practica respecto a las del prójimo. “La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor ‘visceral’. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón”[44].
En efecto, si algo caracteriza a las referencias del Papa Francisco al problema son sus frecuentes alusiones a la ternura como elemento central. “Hoy la revolución es la de la ternura porque de aquí deriva la justicia y todo el resto», afirma. «La revolución de la ternura es aquella que hoy tenemos que cultivar como fruto de este año de la misericordia: la ternura de Dios hacia cada uno de nosotros”[45].
* * *
Las exigencias jurídicas, no degradadas a mera voluntad del poderoso, constituyen el mínimo ético sin el cual no cabría una convivencia realmente humana; la historia de la inacabada lucha en favor de los derechos humanos así lo pone de relieve.
Solo una poco afortunada teoría jurídica llevaría a la conclusión de que el derecho es un conjunto de normas formalmente positivadas, ignorando la ineliminable dimensión hermenéutica que lleva consigo la captación de su sentido. Lo que llamamos derecho objetivo es fruto de un proceso de positivación en el que, además del legislador, interviene una notable variedad de operadores jurídicos. Al realizar su tarea, estos habrán de llevar a cabo una ponderación entre exigencias jurídicas necesitadas con frecuencia de ajustamiento.
Las exigencias de la justicia -sean las emanadas del respeto a los menores o las derivadas de la institución matrimonial- generan obligaciones morales que no pueden subordinarse a benévolas concesiones sin grave deterioro del bien común.
A su vez la misericordia, que no puede malentenderse como contrapuesta a la justicia, se erige en el ámbito moral en mínimo ético indispensable. Si el derecho es ininteligible sin su dimensión judicial, también la moral se ve en peligro cuando se trastoca su proyección sobre las conciencias.
El imperativo cristiano “no juzguéis y no seréis juzgados” (Lucas 6, 37) es un ingrediente elemental de la misericordia. Confundir la defensa de los principios morales con actitudes inquisitoriales que lleven a una marginación de nuestros iguales, sin las garantías de la justicia, atentaría gravemente contra la caridad.
Es obvia por lo demás en la tarea pastoral la grave responsabilidad que recaería sobre los operadores morales si dieran paso a una contraposición de misericordia y justicia. Sería una culpable ingenuidad imaginar que las normas y principios morales objetivos no sufrirían deterioro si se los ignora a la hora de llevar a la práctica el inevitable discernimiento de las exigencias de justicia en las circunstancias concretas de cada caso.
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