Miembros del CBE
Federico de Montalvo Jääskeläinen (Presidente)
Rogelio Altisent Trota (Vicepresidente)
Vicente Bellver Capella
Fidel Cadena Serrano
Manuel de los Reyes López
Álvaro de la Gándara del Castillo
Encarnación Guillén Navarro
Nicolás Jouve de la Barreda
Natalia López Moratalla
Leonor Ruiz Sicilia
José Miguel Serrano Ruiz-Calderón
Emilia Sánchez Chamorro (Secretaria)
PDF –> Informe final aprobado plenario 22 julio
Voto particular –> VOTO PARTICULAR que formula la vocal del Comiteì de Bioeìtica de EspanÞa DonÞa Leonor Ruiz Sicilia
En la reunión plenaria del Comité de 28 de abril de 2021 se decidió elaborar un Informe sobre la objeción de conciencia en el marco de la nueva Ley Orgánica Reguladora de la Eutanasia (Ley Orgánica 3/2021), en el que se abordarían las principales cuestiones bioéticas y legales de aquélla garantía de la libertad ideológica y religiosa, con especial atención a las previsiones contenidas en el artículo 16 de dicha nueva Ley Orgánica, sobre la que este Comité no fue consultado ni previamente ni en su tramitación parlamentaria, aunque sí tuvo la oportunidad de elaborar un Informe sobre el final de vida que fue publicado el 6 de octubre de 2020 (Informe sobre el final de la vida y la atención en el proceso de morir, en el marco del debate sobre la regulación de la eutanasia: propuestas para la reflexión y la deliberación).
El presente Informe se ha elaborado, como lo fue el citado de 6 de octubre de 2020, al amparo de la segunda de las funciones del Comité establecidas por el artículo 78.1 de la Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica: “Emitir informes, propuestas y recomendaciones sobre materias relacionadas con las implicaciones éticas y sociales de la Biomedicina y Ciencias de la Salud que el Comité considere relevantes”.
El presente Informe fue discutido y aprobado por la unanimidad de los/las miembros del Comité de Bioética de España asistentes y presentes en su reunión plenaria de 15 de julio de 2021, es decir, todos los miembros del Comité, salvo dos de ellos, Natalia López Moratalla que no pudo estar presente en la reunión plenaria por causa justificada, pero que emitió voto íntegramente favorable al Informe por correo electrónico, y Leonor Ruiz Sicilia que tampoco puedo estar presente, también por causa justificada, y que ha emitido voto particular concurrente, por el que asume gran parte de los planteamientos y desarrollo argumental del Informe, aunque discrepa de aspectos que considera fundamentales, incorporándose el citado voto particular al final del Informe.
La ética tiene muchos temas que abordar en la actualidad y si hay uno que genera habitualmente posiciones muy encontradas, ése es el de la objeción de conciencia. Incluso, en ocasiones, se aprecia que la posición sobre el citado fenómeno no responde a un previo análisis racional y congruente del mismo. La reacción frente a la objeción depende en demasiadas ocasiones de lo que puede tildarse de mero sesgo ideológico, entendiendo por éste aquella manera de invalidar o, más allá, despreciar las posiciones contrarias sin necesidad de examinarlas. Como si se usara a la ideología como un arma de ataque a terceros y no como algo que indica la posibilidad de que se distorsione el entendimiento de la realidad en todos. Y, aunque es obvio que muchas de nuestras opiniones están mediatizas, en gran medida, por nuestro creencias, ideologías o entorno, ello no significa que no deba aspirarse a un mínimo de congruencia o coherencia con las posiciones que se defienden.
No cabe rechazar con ahínco la objeción de conciencia, reivindicando el interés del individuo o individuos que se ven afectados o limitados por ella, y, por el contrario, defenderla con rotundidad, cuando excepcionalmente sirve de crítica a las decisiones legales de un Parlamento o Gobierno que no coincide con nuestras creencias u opciones políticas. La visión que de la realidad se tiene puede estar, habitualmente, determinada o matizada por la ideología, pero no puede destruir la capacidad y exigencia de un mínimo análisis objetivo de los principios y valores en conflicto, más aún, cuando el alcanzar cursos intermedios de acción no es, precisamente, en el campo al que se refiere este Informe, especialmente complejo en comparación con otros debates o conflictos.
La objeción de conciencia genera, con demasiada frecuencia, enfrentamiento y dificultad para alcanzar acuerdos y consensos cuando, paradójicamente, el conflicto entre derechos admite habitualmente la ponderación y el sacrificio meramente parcial de ambos, es decir, cursos intermedios de acción, sin exigir una solución estrictamente dilemática. La dificultad, pues, del debate acerca de la objeción de conciencia y de la búsqueda de soluciones éticas y legales a los conflictos derivados de la misma radica más en los sesgos ideológicos de los que, en muchas ocasiones, se parte, que de su presunto carácter dilemático o difícil que no lo es, realmente, tanto.
Un buen ejemplo de ello lo encontramos en un novedoso debate sobre la objeción de conciencia planteado en nuestro país hace algo menos de una década, en el contexto de la grave crisis económica surgida a nivel mundial en 2008.
Así, con ocasión de la aprobación del Real Decreto-Ley 16/2012, por el que se alteró la condición de beneficiario del Sistema Público de Salud y, en concreto, en el que se limitó el derecho a la protección de la salud de las personas inmigrantes en situación administrativa irregular, norma que fue dictada en el marco de las medidas socioeconómicas adoptadas para contener el gasto público y validada casi íntegramente su constitucionalidad pocos años después por el propio Tribunal Constitucional, surgió una nueva forma de objeción de conciencia, denominada positiva. En el debate suscitado en la opinión pública y en el ámbito académico sobre la fundamentación ética y legal de limitar la asistencia a los citados inmigrantes, algunos profesionales sanitarios reivindicaron su derecho a objetar frente al deber legal que establecía dicha norma de no asistir gratuitamente a tales inmigrantes, al margen de determinados casos como era la asistencia de urgencia, infantil o a la maternidad.
Tal novedosa expresión de la objeción de conciencia, es decir, negarse a cumplir con un deber legal, en dicho caso, dar asistencia sanitaria, pero incumpliendo el deber impuesto por el Real Decreto-Ley de cobrar por la misma, se apartaba de una de las características clásicas de la objeción, como era el negarse a hacer o dar algo que la norma legal obligaba a hacer o dar (practicar la eutanasia o un aborto). Aquí se pretendía, por el contrario, hacer algo contra la prohibición legal, sobre la base de un deber moral de justicia hacia dichas personas en situación de vulnerabilidad.
Pues bien, en el marco de dicho debate, diferentes autores, poco favorables a una interpretación amplia de la objeción de conciencia frente al aborto, frente a la píldora postcoital o frente a la eutanasia, hicieron una ardiente defensa de la versión positiva, lo que, en cierto modo, puede llevar a pensar que, en este campo, como en muchos otros, el análisis con cierta neutralidad de los elementos en conflicto es harto difícil. No existen argumentos para otorgar prioridad moral ni para proteger selectivamente las objeciones, según se identifiquen por la sociedad con posiciones socialmente conservadoras, o con posiciones socialmente liberales o progresistas. Y este es un problema que, como en otros ámbitos, dificulta notablemente la búsqueda de posiciones ponderadas o cursos intermedios de acción que permitan conjugar el derecho a la objeción del profesional sanitario y el derecho a recibir la prestación pública reconocida por la Ley del paciente o usuario, sin sacrificio o detrimento del núcleo esencial de ninguno de ellos.
Así pues, la objeción de conciencia, ya sea en su clásica versión negativa o en la versión más novedosa, positiva, y ya sea en el ámbito de la asistencia sanitaria o en otros muchos ámbitos, constituye un debate en el que los elementos meramente ideológicos se hacen, en muchas ocasiones, demasiado ostensibles.
En todo caso, se trata de un fenómeno en auge en sociedades como la nuestra, cada vez más plurales y más secularizadas y en las que las diferentes cosmovisiones sobre el universo y el ser humano no son ni unánimes ni compartidas por una mayoría. Algún autor ha llegado a hablar, metafóricamente, de un Big Bang de la objeción de conciencia, como fenómeno en expansión en la posmodernidad[1].
Para el Derecho, la objeción de conciencia supone un conflicto ciertamente paradójico porque, por un lado, parece poner en jaque al propio concepto y valor social del Derecho. A través de la objeción de conciencia, se pretende alterar la regla general en la que se basa nuestro Estado constitucional de Derecho que es la de la vinculación de los ciudadanos a la Ley y el carácter eminentemente coercitivo de ésta, lo que constituye la característica que permite distinguir Derecho y Ética. A través de la objeción de conciencia parece ponerse en contradicho la operatividad del propio principio de mayoría que opera en nuestras democracias representativas, y a través del cual, se aprueban las normas legales que son vinculantes para todos los ciudadanos, conforme reza el artículo 9.1 de la Constitución, al disponer que “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.
Aunque no debe olvidarse que la mayoría, en las democracias representativas, no es un concepto estático, permanente, ya que va alternándose cada cierto periodo de tiempo, de manera que lo que hoy es mayoría puede ser, en breve espacio de tiempo, la minoría. Tanto la mayoría como la minoría van cambiando en el marco del proceso democrático que somete a revisión con una periodicidad a través de las elecciones.
Al poner en contradicho el principio general de sujeción a la norma aprobada por la mayoría, nuestros Tribunales, tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo han declarado en reiteradas ocasiones que no cabe reconocer un derecho general a la objeción de conciencia al amparo del artículo 16 de la Constitución, lo que parece razonable si pretendemos mantener la propia naturaleza del Derecho como sistema coercitivo y la preservación de una comunidad basada en el orden social que supone la decisión democráticamente adoptada por la mayoría.
Por otro lado, la objeción de conciencia es también, en aparente contradicción con o anterior, expresión propia del Estado constitucional, en la medida que constituye una garantía de la minoría frente a la mayoría, cuando lo que está en juego es un imperativo moral de la primera de gran calado, como pudiera ser su visión acerca del inicio o el final de la vida. Así, la objeción responde al propio fundamento de nuestra democracia constitucional, en la que los derechos fundamentales de la minoría no pueden estar en manos de la decisión mayoritaria. Según el propio principio democrático de la doctrina habermasiana, la democracia sería la búsqueda del justo equilibrio para asegurar el correcto tratamiento de las minorías y evitar cualquier abuso de posición dominante[2]. Y la experiencia del final de la primera mitad del siglo XX ya nos mostró la terrible cara de una democracia solamente asentada en el principio de mayoría y, por ende, en la falta de respeto a las minorías.
En nuestra democracia constitucional, el principio de mayoría es una mera herramienta de solución de debates políticos, pero no expresión de una verdad moral, de manera que la objeción de conciencia constituye una salvaguarda constitucional de defensa de los derechos y libertades que lo son de todos los ciudadanos cuando lo que se ve afectado es, como ya hemos anticipado antes, la petición de no cumplir un deber legal por un imperativo moral muy relevante.
Por todo ello, el propio Tribunal Constitucional ha declarado que la objeción de conciencia no exige de regulación jurídica específica de cara a poder ser reconocida, ya que es una manifestación de la libertad ideológica y religiosa. Así, señala el Alto Tribunal que tal derecho existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 CE y, como ha indicado dicho Tribunal en diversas ocasiones, y se plasma en el artículo 53 de la Constitución, los derechos fundamentales, y la objeción de conciencia lo es, más allá, de la reconocida frente al servicio militar en el artículo 30 de la misma, son directamente aplicables. Cuestión distinta es que la regulación por el legislador ordinaria evite posibles lagunas legales y permita una más correcta aplicación del derecho, pero ello no implica que el derecho fundamental sin desarrollo orgánico no tenga eficacia jurídica directa, ni que el legislador pueda configurar el derecho de acuerdo con la opinión y posición de la mayoría y al margen del poder constituyente que decidió incorporar el derecho como fundamental al texto constitucional.
Podría considerarse también que la objeción de conciencia conecta directamente con el principio de libertad, de manera que cabría reconocer sin problema alguno, dentro de nuestras democracias liberales, un derecho general a la objeción de conciencia. La libertad es la regla y el deber jurídico como límite a la libertad es la excepción, por lo que existiría una presunción iuris tantum de legitimidad constitucional para quien actúa por motivos de conciencia. Ello no significa, sin embargo, que los deberes que operan como límites a la libertad de conciencia sean siempre ilegítimos o deban ser eliminados, pues tales deberes pueden proteger otros derechos ante los cuales la libertad del objetor deba doblegarse. El objetor no tiene derecho a que el ordenamiento le tolere su comportamiento en cualquier supuesto, pero sí tiene derecho a que tal comportamiento sea considerado como el ejercicio de una libertad de conciencia en conflicto con los bienes o derechos protegidos por la norma objetada y que tal conflicto se resuelva de acuerdo con el test de proporcionalidad, como ocurre, añadimos nosotros, con cualquier conflicto constitucional entre un derecho individual y el interés general[3].
No existe, pues, en una democracia constitucional como la nuestra, un derecho general a la objeción de conciencia, lo que sería la propia negación del Derecho, pero sí el derecho del objetor a que su objeción, en virtud del principio de libertad en el que se inspira nuestro orden constitucional, sea, al menos, tomada en consideración. La objeción no puede ser tolerada en todo caso, pero ello no significa que no sea expresión de democracia constitucional, precisamente, lo contrario, en la medida que protege al individuo y su conciencia en el marco del principio de mayoría. La objeción no es algo impropio al orden constitucional, dado que la propia Constitución reconoce expresamente la objeción de conciencia, aunque sea inicialmente limitada al servicio militar obligatorio, en su artículo 30.2 de la Constitución. Y tampoco lo ha sido para la propia jurisprudencia constitucional, habiendo mostrado siempre el Tribunal Constitucional una especial sensibilidad a la objeción, guiado quizás por la influencia que la doctrina del Tribunal Constitucional Federal alemán ha ejercido sobre aquél, sobre todo, en lo que se refiere al concepto de dignidad humana que se desarrolla como reacción a los hechos ocurridos al final de la primera mitad del siglo XX.
La mirada amable y sin sospecha a la objeción de conciencia no sólo es una exigencia ética, sino también constitucional, dados los términos en los que se expresa nuestra Constitución y el propio Tribunal Constitucional, y el propio deber de neutralidad que se deriva del ya citado artículo 16 de la Constitucional.
La conexión entre libertad de actuación médica y la objeción de conciencia es poco discutible. El propio Código Deontológico del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos señala en el artículo 32 que encabeza la regulación de la objeción de conciencia que el reconocimiento de la objeción de conciencia del médico es un presupuesto imprescindible para garantizar la libertad e independencia de su ejercicio profesional.
Así pues, podemos considerar que la objeción de conciencia es una expresión, entre otras, de la autonomía del médico. En la relación clínica tradicional la actuación en conciencia del profesional estaba basada en valores y deberes profesionales sobre los que existía unanimidad. En ella carecía de sentido hablar de objeción de conciencia. Es en la relación clínica moderna cuando surge la objeción de conciencia sanitaria, en un contexto de pluralidad axiológica, reconocimiento de la autonomía del paciente y creciente complejidad de la praxis clínica, donde los valores y deberes profesionales se definen de forma colectiva por los profesionales y por la sociedad[4]. Además, ello es así no sólo por los recientes cambios que han alterado la relación de poderes en la relación médico-paciente, sino, además, porque la objeción de conciencia constituye un debate muy moderno, prácticamente de nuestros días, que se desarrolla en las sociedades liberales y pluralistas[5].
Y este Comité ya dijo en su Informe de 13 de octubre de 2011 (Opinión sobre la objeción de conciencia en sanidad), que la objeción de conciencia exige la concurrencia de cuatro elementos: una norma jurídica de obligado cumplimiento, un dictado inequívoco de la conciencia individual opuesto al mandato jurídico, ausencia en el ordenamiento jurídico de normas que permitan resolver el conflicto y la manifestación del propio sujeto del conflicto[6].
En el ámbito de la Medicina, la objeción de conciencia ostenta un valor cualificado que deriva de la conexión que la actividad que se desarrolla en dicho ámbito profesional tiene con valores tan trascendentales como la vida o la integridad física o psíquica de los individuos. Si la libertad del médico debe quedar sujeta a la autonomía del paciente en la medida que ésta es garantía de su vida e integridad, conforme proclama la Ley 41/2002, en similares términos podemos mantener que la objeción del médico ostenta una posición privilegiada al afectar a tales valores constitucionales esenciales.
A lo largo de la historia se han dado situaciones de conflicto entre el deber de seguir la propia conciencia y la obediencia debida a la ley. Así, se ha afirmado que, por lo menos en Occidente, la cuestión de la conciencia moral es una temática que cuenta con no menos de veinticinco siglos de historia[7].
Ya en la antigüedad la obra de Sófocles presentó el caso de Antígona, quien contraviniendo el decreto del rey Creonte, enterró a su hermano alegando que tenía en su conciencia una ley superior. Es muy conocido el caso histórico de Tomás Moro quien, en su condición de primer ministro, solicitó que se le eximiera de firmar la autorización para el divorcio de Enrique VIII por ser contrario a sus convicciones. Tomás Moro quiso mantener la lealtad a la corona manifestando tan solo la negativa a dar su consentimiento a la voluntad real en una cuestión puntual que de todos modos se iba a llevar a término. Tenemos como contraste el caso de Gandhi, quien tenía la manifiesta intención de terminar con la presencia del Imperio Británico en la India mediante la resistencia pacífica. Tanto Moro como Gandhi plantean una objeción de conciencia, con la diferencia de que el primero no lo hace con el propósito de derribar el poder y el segundo sí. Paradójicamente, Moro no logra que se le dispense y la coherencia le cuesta la muerte por decapitación, mientras que Gandhi logra su objetivo derrocando el poder británico sin que de entrada le cueste la vida.
En el marco de los modernos sistemas democráticos, una de las figuras emblemáticas de la resistencia por razón de conciencia es la de David Thoreau, que fue encarcelado por negarse a pagar impuestos al estado de Massachusetts al considerar que su ordenamiento jurídico era cómplice del esclavismo y al haberse embarcado Estados Unidos en una guerra inmoral contra México. En la historia más reciente, el rechazo a empuñar las armas por motivos de conciencia es, quizá, uno de los casos que más peso ha tenido en la literatura y en la legislación.
En las últimas décadas, los debates internacionales en torno a la objeción de conciencia tienen una especial presencia en el ámbito de las profesiones sanitarias, siendo los casos más conocidos la participación en el aborto provocado, en la aplicación de la pena capital, o en la atención a pacientes que rechazan la transfusión de sangre, aunque en este último caso, a partir de la proclamación del derecho del paciente a rechazar el tratamiento médico al amparo de su derecho a la integridad, ya no cabe hablar de objeción de conciencia en sentido propio, al no concurrir el deber legal de ser tratado o, en este caso concreto, aceptar la transfusión sanguínea.
Y si bien, inicialmente, la objeción de conciencia al servicio militar ocupó varios de los conflictos que se ventilaron en sede judicial, una vez decaída la obligatoriedad de dicho servicio, la objeción de conciencia y los correspondientes conflictos derivados de su ejercicio han quedado circunscritos al ámbito sanitario y, sobre todo, a lo que se refiere al inicio de la vida (aborto y píldora poscoital).
Actualmente, en España cobra protagonismo el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia ante la proclamación ex novo del derecho a la eutanasia y al auxilio sanitario al suicidio, bajo la expresión del “derecho a recibir ayuda para morir” que incorpora la reciente Ley Orgánica 3/2021. Tras tal proclamación y su reconocimiento como una prestación incorporada al correspondiente catálogo, surge el debate de en qué medida el profesional sanitario está obligado o no a dar dicha prestación y en qué medida puede ejercer la objeción de conciencia.
Sobre esta cuestión se pronuncia la propia Ley Orgánica en su artículo 16, disponiendo, en su apartado primero, que los “profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir podrán ejercer su derecho a la objeción de conciencia”, siendo “El rechazo o la negativa a realizar la citada prestación por razones de conciencia [es] una decisión individual del profesional sanitario directamente implicado en su realización, la cual deberá manifestarse anticipadamente y por escrito”.
En su apartado segundo, el mismo precepto dispone que “Las administraciones sanitarias crearán un registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia a realizar la ayuda para morir, en el que se inscribirán las declaraciones de objeción de conciencia para la realización de la misma y que tendrá por objeto facilitar la necesaria información a la administración sanitaria para que ésta pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación de ayuda para morir. El registro se someterá al principio de estricta confidencialidad y a la normativa de protección de datos de carácter personal”.
Como veremos a lo largo del Informe, el citado precepto creemos que no resuelve, desde una perspectiva ético-legal, algunas de las cuestiones que plantea el derecho a la objeción de conciencia, pudiendo afirmarse que existen no sólo alguna laguna legal, sino una regulación muy restrictiva de lo que, como expondremos, constituye un derecho fundamental que se deriva directamente de la libertad ideológica y religiosa del artículo 16 de la Constitución y respecto del que el poder de configuración por parte del legislador es limitado en garantía del derecho.
En un sistema democrático, que tiene como señas de identidad la protección de las libertades y de los derechos individuales, el Estado ejerce una función mediadora ante la pluralidad de valores de la ciudadanía. En este escenario, la objeción de conciencia debe ocupar un lugar justo que evite la confusión, el abuso o la trivialización. ¿Se puede recurrir a la conciencia para discrepar de un deber profesional? ¿Puede el bien común o el orden social aceptar conductas discrepantes con la norma legalmente establecida, por la mera apelación a motivos de conciencia personal? Las respuestas, todas ellas, requieren una seria argumentación, que no es, ni mucho menos, sencilla o evidente.
Se define la conciencia como un principio interno de la moralidad que dicta en lo más íntimo de la persona una valoración de los comportamientos libres, ejerciendo la función de preservar la integridad moral con mecanismos de aprobación y de culpa aplicables a lo que está bajo la responsabilidad personal.
No se puede, sin embargo, afirmar que la conciencia personal sea infalible y tenemos experiencia sobrada de ello. La conciencia moral forma parte de la dotación constitutiva del ser humano que necesita educación y maduración, al igual que la persona en su totalidad, pudiendo también sufrir atrofia, embotamiento, e incluso enfermedad, aunque en este caso la patología moral de la conciencia no siempre está exenta de responsabilidad. Cabe que una persona actúe en conciencia, pero equivocadamente, lo cual genera diferentes grados de responsabilidad moral en función de los antecedentes. En efecto, pueden darse comportamientos que objetivamente son reprobables e incluso infames, aunque se hayan realizado de acuerdo con la propia conciencia de quien actúa, de lo cual hay abundantes ejemplos en la historia de la humanidad. Hay quienes afirman que quien acttúa contra su conciencia, quiebra su honradez y se hace peor persona, de ahí que tenga carácter imperativo.
Es evidente que cuando aquí hablamos de la conciencia no nos referimos a la consciencia, entendida como un estado de vigilia o como capacidad de percepción sensorial. Tampoco es asimilable a las preferencias o a los sentimientos, ni a los gustos o las inclinaciones personales. La conciencia moral, en sentido propio, tampoco es la inteligencia, aunque luego ésta tenga un protagonismo instrumental al elaborar un juicio de aplicación práctica. Nos referimos, pues, a la conciencia como una cierta razón práctica que, desde la intimidad personal, enjuicia moralmente las conductas libres.
Siguiendo esta línea argumental, la conciencia es una instancia moral inscrita en la propia condición humana, de tal manera que los mandatos éticos son percibidos y sentidos como obligatorios por quienes creen en ellos. Es una apreciación constante y universal que la conciencia no es ni un simple deseo ni un mero capricho. Precisamente por ello, las personas se sienten bien cuando actúan de acuerdo con su conciencia o quedan intranquilas, con desasosiego y mal cuerpo, cuando no siguen sus dictados. Ahora bien, y esto es relevante, para que la conciencia moral funcione como norma interiorizada de la moralidad y pueda constituir la última instancia de apelación ética, se requieren varias condiciones aplicadas a la propia conciencia: la rectitud, la verdad y la certeza moral (sabiduría práctica).
De lo antedicho se deduce algo muy importante: que la conciencia moral se apoya sobre la base antropológica de la conciencia, en el sentido de ‘ser consciente’ y de ‘concienciarse o tomar conciencia’, es decir, de responsabilizarse de los actos en la vida relacional y en la praxis humana. La conciencia moral no es, pues, la que genera la moralidad (lo bueno y lo malo) sino que es mediadora entre la realidad y la situación personal. Por tanto, si la sensibilidad moral es la sede de la moralidad, el ‘juicio de conciencia’ será la puesta en práctica de dicha sensibilidad. En síntesis, que la conciencia moral sería el juicio de la propia razón sobre la moralidad de las acciones que realizamos, es decir, el primer tribunal de la razón moral; por tanto, hay una responsabilidad primaria o ética.
Es importante diferenciar la figura de la desobediencia civil de la objeción de conciencia que aspira a un reconocimiento legal. Lo que hoy en día se denomina desobediencia civil es la oposición activa a una norma que se considera injusta, con la expresa intención de derogarla, aceptando las consecuencias de la represión, que a menudo incluso se provoca como medio para endurecer la lucha. Por otro lado, la objeción de conciencia, tal como la entendemos actualmente en el contexto de una actividad profesional, sería la negativa por motivos de conciencia a realizar acciones jurídicamente exigibles, ya sea por tratarse de una obligación que proviene de una norma legal, de un mandato de la autoridad o de una resolución administrativa, tomando la forma de omisión de un presunto deber del cual se solicita ser eximido. Para entender la diferencia son muy ilustrativos los históricos casos anteriormente citados, donde Gandhi sería un caso de desobediencia civil, mientras que Tomás Moro sería un supuesto de objeción de conciencia.
La auténtica objeción de conciencia, por tanto, requiere la presencia de dos elementos: primero, que exista una norma de obligado cumplimiento y, segundo, que se realice un juicio de la conciencia personal que sea incompatible con dicho imperativo legal. De este modo, en ocasiones se manejan otras figuras que contienen algún elemento común pero que tienen una diferente naturaleza moral, como puede ser la objeción de ciencia, donde no existe un auténtico imperativo legal y pudiera haber dudas relacionadas con la evidencia científica disponible en ese momento y para esas circunstancias concretas; o el caso de un dilema moral donde se plantea un conflicto en la conciencia de quien es responsable de decidir, que delibera sobre el curso de acción más prudente.
Sin embargo, como recoge la Comisión Central de Deontología de la Organización Médica Colegial (OMC) en el documento del 28 de enero de 2021, Reflexiones sobre la objeción de conciencia y la proposición de Ley Orgánica de regulación de la Regulación de la Eutanasia, “La objeción de ciencia supone un disenso, de base científica, respecto al diagnóstico, pronóstico, o tratamiento más recomendable para abordar la situación del paciente. En el campo de la eutanasia, se centra fundamentalmente en el establecimiento del pronóstico, así como en las alternativas terapéuticas que puede tener un paciente que solicita la eutanasia”. Y partiendo del hecho de que la eutanasia no es un acto médico, el médico debe saber valorar el estado de salud del paciente. Si, por sus conocimientos el paciente no cumple las circunstancias de padecer una «enfermedad grave e incurable» o, en su caso, «crónica e invalidante», no se está ante la obligación de aplicar eutanasia (no hay imperativo moral). Se podría hablar de “objeción de ciencia”. No tendría lugar la objeción de conciencia ni le sería por tanto exigible el registro por motivos ideológicos o de creencia religiosa.
La objeción de conciencia siempre se vive como un conflicto entre dos deberes, el de respetar las decisiones de los pacientes, de los superiores, de las normas o reglamentos, y el de la fidelidad de los profesionales a sus propias creencias y valores. Es el ejercicio de la libertad interior del profesional el que entra en conflicto con mandatos de los poderes públicos, o privados, o con muy determinadas peticiones de pacientes o usuarios.
Se ha dicho que la objeción de conciencia es una actuación contra la ley, pero conforme a Derecho, que implica la negativa o el rechazo al cumplimiento de un deber jurídico ineludible de naturaleza personal por razones de conciencia. Como expresión directa del ejercicio de una libertad, como es la ideológica o religiosa, y por su conexión con la dignidad del propio objetor, difícilmente podremos tildarla de decisión antijurídica, entendido lo jurídico como algo más que el cumplimiento de las formas y procedimientos y al margen de valores y principios.
Por ello, el análisis ético de la objeción de conciencia exige contemplar aquellos valores de otras partes que pueden vulnerarse, ya que las decisiones basadas en la conciencia pueden tener consecuencias para terceros. De ahí que lo más prudente sea deliberar razonadamente sobre esos aspectos[8].
La objeción de conciencia tiene siempre carácter excepcional; es una excepción a la regla, que no puede ser otra que el cumplimiento de la ley. Atendiendo a la premisa de que el sentido de dicha excepción es el respeto a las minorías, a veces resulta extraño e incluso atípico, querer convertir la objeción de conciencia no en excepción, sino en regla, y además absoluta, sin excepciones. Por esa razón, cuando un colectivo entero se acoge a la objeción es que algo falla, pues si la mayoría está en contra de una norma, lo lógico es que ésta se sustituya por otra que diga lo propugnado por los objetores. Pero cuando eso no sucede, hay que sospechar que la objeción no es auténtica, es decir, que se objeta por motivos que no son morales o de conciencia[9].
Es un hecho real que en ciertos servicios asistenciales resulta más fácil objetar que no objetar y, acaso, pudiera existir algún tipo de coerción hacia el profesional no objetor. En esos casos, si la consecuencia final es que se objeta, quizá no sea por razones de verdadera conciencia, lo cual es incorrecto. La objeción de conciencia no puede ser más que de conciencia, por motivos morales; otros motivos pueden no ser legítimos. Hay que señalar, que los enemigos de la objeción de conciencia no son quienes se oponen a ella, sino quienes abusan de algo tan íntimo, y por ello tan difícil de controlar, como la conciencia.
La objeción de conciencia responsable exige: sensibilidad moral, ser capaz de percibir las implicaciones técnicas y éticas de nuestras intervenciones y sus posibles consecuencias; en sus calidades, esta conciencia implica formación, lo que significa que ha de ser ilustrada, científica y moralmente, y racional, no sujeta al arbitrio de las emociones y los impulsos personales, la intuición o la buena voluntad. Por ello, también ha de ser reflexiva, no visceral, sujeta al discernimiento; comprensiva y no descalificadora; compasiva, sensible y tolerante; no inmovilista, sino abierta al diálogo y al acuerdo, ofreciendo argumentos y razones; debe ser prudente y fiel a la verdad, dispuesta siempre a la autocrítica. Y, además, la objeción de conciencia no debe ser producto del miedo, ni tampoco de la comodidad; no debe utilizarse como un medio defensivo ni aplicarse sobre criterios inflexibles, presupuestos rígidos o desde el inmovilismo moral[10].
Ciertamente la objeción de conciencia se presenta en el ámbito moral, pero sin duda suscita una cuestión legal cuya solución debe buscarse en el campo de la ética política. En el ejercicio de una profesión esto se formula como un conflicto entre el deber de dar un servicio y el deber de seguir la propia conciencia. En el ámbito jurídico se presenta como la colisión entre el derecho de un profesional a seguir su conciencia y el derecho de la otra parte a una determinada prestación.
Y, finalmente, en este variado mosaico de la objeción de conciencia, hay que saber ponderar bastantes asuntos de cierta enjundia: la coherencia de los principios y valores éticos del profesional sanitario en su praxis cotidiana; el deber primario, como ciudadanos, de cumplir las leyes y las normas vigentes; la razonabilidad argumental en la relación clínica, elemento indispensable para comunicarse adecuadamente y comprenderse; la escucha recíproca de todas las partes implicadas, basada en el respeto a sus respectivos valores y a la legítima diversidad moral, ideológica y creencial; y, sobre todo, hay que garantizar tanto los derechos del paciente como el compromiso responsable de todo profesional sanitario. Lo expresan muy bien Beauchamp y Childress, en su clásica obra “Principios de Ética Biomédica” donde dedican un apartado a la objeción de conciencia, dentro del capitulo titulado “Virtudes e ideales en la vida profesional”, afirmando que “el derecho de un paciente a la autonomía no debe comprarse al precio del derecho paralelo del médico”.
La Ley Orgánica 3/2021 sujeta el ejercicio por un paciente del derecho a recibir la ayuda para morir que se proclama en la misma, a una serie de fases. En cada una de dichas fases la objeción de conciencia pueda cobrar relevancia, de manera que puede afirmarse que no necesariamente ésta ha de expresarse ante la mera petición inicial del paciente. Las fases del citado proceso pueden resumirse en el siguiente cronograma (*) que hemos elaborado en el seno del propio Comité de Bioética de España:
(*) Nota aclaratoria del cronograma sobre objeción de conciencia en la LORE.
La secuencia de las actuaciones, de los procesos y plazos temporales se ha ordenado según se explicita en la norma legal. Ahora bien, su contenido y descripción, las reflexiones e interpretación para su aplicación, así como las consideraciones que se anotan a continuación, son reflejo de la deliberación y asunción en el CBE.
Para una mejor visualización consultar este cronograma en el archivo PDF
Consideraciones en la fase 1
Cuando un paciente expresa su deseo de morir o de que su vida se acabe (‘deseo de adelantar la muerte’), esta petición suele conllevar, en la mayoría de los casos, un sufrimiento extremo no suficientemente atendido. Definir qué y cuánto sufrimiento tiene un ser humano no es tarea sencilla sino compleja, pues ese hecho tan subjetivo puede vivirse de un modo diferente por distintas personas en diversas circunstancias y contextos. Dicho sufrimiento puede deberse a muy variados aspectos que acompañan a las enfermedades avanzadas en situación de final de la vida, tales como: síntomas no controlados, sean múltiples o únicos; cuestiones de índole psicológica o emocional no resueltas (pérdida de autoestima, depresión, sentimiento de padecer un deterioro de la identidad, insatisfacción con sus penosas circunstancias vitales); problemas sociales añadidos (soledad no deseada, aislamiento, dependencia, escasez de recursos económicos, pobreza habitacional, sensación de carga para la familia cuidadora), que no fueron atendidos o han sido afrontados de manera insuficiente; gran sufrimiento existencial y/o espiritual no aliviado o en ocasiones ni siquiera abordado, etc.
Por todos los motivos antedichos, y algunos más que pudieran existir, cualquier médico que asiste a un paciente en situación de vulnerabilidad y fragilidad en el confín de su vida, debiera tener la formación clínica y ética y la experiencia necesaria para poder abordar apropiadamente este trance, solo o solicitando la colaboración de otros. La obligación como médicos es la de detectar y señalar los peligros y riesgos antes mencionados y proponer las garantías para su posible resolución o paliación. Pero, sobre todo, tiene el deber moral de implicarse responsablemente y mostrar empatía, compasión, cercanía y un compromiso inequívoco de atender con amabilidad la solicitud expresada por el paciente, además de intentar averiguar y discernir las causas que conllevan a dicha petición de adelantar la muerte.
Porque, no lo olvidemos, está pidiendo ‘ayuda médica para morir’, y eso tiene una respuesta objetiva, consecuencias irreversibles, y en un “contexto eutanásico” de clara ‘medicalización del sufrimiento’. Y aún más, como premisa básica, el médico es realmente el verdadero garante en esta etapa inicial, pues debe asegurar que existen las circunstancias clínicas previstas y las condiciones particulares requeridas a ese paciente, para poner en marcha todo el proceso de deliberación con vistas a una posible ‘ayuda médica para morir’. La gran diferencia que existe entre la curación (cure) y el cuidado (care) hace que no haya enfermos incuidables, aunque haya algunos pacientes incurables.
Y también resulta obligado que el médico responsable de ese enfermo concreto le exprese, ya desde el principio de su relación clínica, que él/ella es (o no) objetor de conciencia para la realización de la prestación que le solicita, pero, al mismo tiempo, asegurarle que le va a acompañar en todo el proceso de deliberación en la fase final de su existencia[11]. Esta actitud y comportamiento del facultativo es básica, crucial e irrenunciable, pues de esa forma el paciente no percibe sensación de abandono por parte de su médico de confianza y, en principio, no se produce omisión del deber de cuidado respecto a la información y la comunicación. Por todo ello, en esta etapa inicial no procede la opción de la objeción de conciencia del profesional sanitario.
Consideraciones en las fases 2 a 6, inclusive
Hay un período clave comprendido entre la inicial petición del deseo de morir del paciente a su médico responsable, hasta que el médico consultor comprueba en la historia clínica que se cumplen las condiciones para la aplicación de la eutanasia o la ayuda al suicidio. Durante estas sucesivas fases transcurren 28 días de lo que debería ser un intenso proceso humanizador, deliberativo, comunicativo y relacional con el paciente y su familia, de gran acompañamiento, cuidados y no abandono, de fortalecimiento de vínculos y no de desapego, de confianza y confidencias. No se trata solo de aliviar el sufrimiento del paciente, sino de garantizar un profundo respeto a esa persona al final de su existencia. Al igual que se habla de con-vivir, es necesario hablar de con-morir, en su sentido más pleno de transitar ese camino acompañado.
En este período tan excepcional es fundamental la movilización de todos los recursos posibles y disponibles, para ayudar a clarificar las preferencias del paciente y poder adoptar decisiones compartidas. Y las autoridades sanitarias deben contribuir para estos procesos se conozcan y ofrezcan con anterioridad, obviamente, a la ‘ayuda médica para morir’.
Los apoyos, tanto de índole social (ayudas a la dependencia; contar con un ingreso mínimo vital, la cobertura de otras necesidades, materiales o no, de estricta necesidad; la presencia de compañía para alivio de su soledad,…), como asistencial (la indispensable extensión de los buenos servicios de Atención Primaria con suficientes profesionales médicos y de enfermería familiar y comunitaria; el abordaje psicoemocional de sus estados de ánimo; el conocimiento real de la historia de valores del propio paciente; la atención integral y de calidad por equipos avanzados de Cuidados Paliativos; la interconsulta con otros especialistas para precisar o contrastar opiniones y decisiones clínicas; e incluso, solicitar al Comité de Ética Asistencial su asesoramiento para discernir éticamente determinados conflictos de valores, siempre que se estime necesario u oportuno; la atención espiritual habitual, y religiosa si así lo demanda la persona según su creencia; en suma, la tan deseada y tantas veces incumplida ‘continuidad asistencial de los cuidados’), resultarán imprescindibles con el fin de ayudar a la reflexión y decisión final. Pues bien, durante todo este tránsito, no procede la objeción de conciencia del médico responsable, ni el facultativo consultor puede objetar de sus concretas funciones.
Consideraciones en la fase 7
Es aquí, una vez cumplidas con arreglo a lex artis todas las etapas anteriores, cuando tanto el médico responsable como el médico consultor pueden hacer uso del derecho a la objeción de conciencia, ya que ambos son profesionales sanitarios implicados en la prestación de ‘ayuda médica para morir’ como facilitadores y cooperadores necesarios de fases importantes del proceso, pero de modo ‘indirecto’. Se insiste en que, de ningún modo, deben hacerlo antes del adecuado cumplimiento de sus deberes asistenciales que, a veces, pueden alcanzar niveles de excelencia en los cuidados y en el trato personalizado. Por tanto, cualquier médico, incluido el profesional sanitario previsiblemente objetor, deberá mantener la vinculación con el paciente solicitante de la ayuda médica para morir durante el resto de las prestaciones y servicios asistenciales.
El médico responsable tiene que expresar, formalmente y por escrito, a la dirección asistencial correspondiente su objeción de conciencia respecto a ese paciente en concreto, con el fin de que dicha instancia administrativa elija a la persona que vaya a realizar la prestación de ayuda para morir, así como el centro asistencial u otro lugar residencial donde se efectuará la misma. Inmediatamente de tomar ambas decisiones, el mencionado órgano directivo lo comunicará a la Comisión de Garantía y Evaluación de su respectiva Comunidad Autónoma para que continúe el procedimiento normativo.
No se especifica en la ley, a qué instancia superior el médico consultor puede o debe tramitar también su objeción de conciencia, pero se infiere que sería la propia dirección-gerencia la receptora de dicha comunicación.
Debiera admitirse la posibilidad de una objeción de conciencia ‘sobrevenida’, ya que pueden existir para ello razones derivadas de nuevos avances biotecnológicos, de modificaciones en el catálogo de derechos de los pacientes o usuarios, o de la posible evolución ideológica o creencial de quien objeta. Asimismo, cabría la opción de una objeción de conciencia parcial, acaso sobrevenida, y que surge en casos límite respecto de la legalidad, por ejemplo, en supuestos en los que, formalmente, existiría deber jurídico de actuar, pero las circunstancias determinan que sea discutible la concurrencia de ese deber.
El formulario de objeción de conciencia no deberá incluir la exigencia de una justificación acerca del motivo (moral, deontológico, religioso, ideológico) de la misma. Y aunque en la ley no se especifica cuál (sólo se habla de ‘prestación de ayuda para morir’), deberían estar explícitas en dicho formulario las diversas modalidades posibles: OC absoluta y completa, siempre; u OC parcial, a sólo una de las dos modalidades, sea para eutanasia o para suicidio médicamente asistido. Asimismo, siempre se tiene que garantizar la confidencialidad de la declaración de OC, por lo cual el acceso a ésta debe estar restringido y ser de uso exclusivo para fines de ordenación asistencial y no otros. La vulneración de la privacidad y de la legalidad vigente, en cuanto a la normativa de protección de datos de carácter personal, tiene que traer serias consecuencias para quienes la infrinjan.
Consideraciones en la fase 10
Es en esta fase donde se ejecuta la ‘prestación de ayuda para morir’ (PAM), en la modalidad de eutanasia o de suicidio médicamente asistido, tanto sea por intervención ‘directa’ del médico realizador o del enfermero/a que, en su caso, administre la medicación prescrita por el facultativo. La objeción de conciencia, en ambos casos, también puede contemplarse aquí.
La cuestión a dilucidar en este apartado se centra en quiénes ostentan la titularidad del derecho de objeción de conciencia en relación con la denominada prestación de ayuda para morir. El art. 16.1 de la Ley Orgánica 3/2021 alude expresamente a: “Los profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir”. Dicho texto exige precisar dos conceptos: a) qué debemos entender por ‘profesionales sanitarios’ en este contexto; y b) qué debemos entender por ‘directamente implicados’ en la prestación de la ayuda para morir.
Para precisar ambas cuestiones resulta necesario establecer previamente si tal prestación debe calificarse como un ‘acto médico’ o bien como un ‘acto sanitario’. En función de cuál sea la naturaleza del acto, el término ‘profesionales sanitarios’ deberá interpretarse en un sentido estricto o lato. Si la prestación de la ayuda para morir es un ‘acto médico’, entonces el término deberá considerarse restringido a quienes ostentan una titulación oficial en el ámbito de salud y participan (directamente) en el acto de poner fin a la vida del paciente. Si tal prestación, por el contrario, no es un acto médico, sino un ‘acto sanitario’, entonces la titularidad del derecho de objeción deberá alcanzar a todos los profesionales que prestan servicio en un centro sanitario, no solo desempeñando una función de carácter asistencial, y cuya intervención resulte necesaria para que pueda realizarse el acto eutanásico.
El vigente Código de Deontología Médica, en su artículo 7.1, contiene una importante novedad que no estaba recogida en los Códigos anteriores y es, precisamente, la definición de acto médico: «Se entiende por acto médico toda actividad lícita, desarrollada por un profesional médico, legítimamente capacitado, sea en su aspecto asistencial, docente, investigador, pericial u otros, orientado a la curación de una enfermedad, al alivio de un padecimiento o a la promoción integral de la salud. Se incluyen actos diagnósticos, terapéuticos o de alivio del dolor, así como la preservación y promoción de la salud, por medios directos e indirectos».
Como el texto indica, el acto médico se identifica por tres elementos:
Estos tres elementos resultan absolutamente inseparables. Un acto médico solo puede ser realizado por un profesional médico, de manera individual o formando parte de un equipo médico, o por un profesional sanitario (enfermero, farmacéutico, auxiliar de clínica…) bajo la dirección y supervisión de un profesional médico. Debe estar, directa o indirectamente, orientado a beneficiar la salud del paciente a su cargo (curar, aliviar o prevenir/promover la salud), respetando la lex artis. Y debe ejecutarse dentro de la legalidad.
Pero hay que distinguir el ‘acto médico’ del denominado ‘acto sanitario’. En efecto, el ‘acto sanitario’ es el que se realiza en un contexto sanitario (en centros sanitarios) pero que, por su naturaleza, no está necesariamente vinculado a los profesionales médicos o sanitarios, sin perjuicio de que estos también puedan (o incluso deban) realizarlos. Es decir, el ‘acto sanitario’ viene determinado fundamentalmente por el contexto (el ámbito o centro sanitario en el que se realiza y el destinatario: el paciente) no por el sujeto que lo realiza, ni por el fin. Esto significa que el carácter sanitario de un acto (que siempre debe ser lícito), no exige ser realizado siempre por un profesional titulado en alguna rama de la salud, ni tampoco debe tener siempre como fin curar, aliviar o prevenir/promover la salud de un paciente.
En definitiva, el concepto de acto sanitario incluye el concepto más específico de acto médico, pero es mucho más amplio. De manera que los actos sanitarios pueden tener como sujetos tanto a profesionales sanitarios como no sanitarios y su finalidad puede estar o no vinculada con la salud de un paciente. Por ejemplo, hay actos como la recepción, la información, las solicitudes, la documentación, la higiene y el traslado, la desinfección, etc., que cuando se realizan en un contexto clínico u hospitalario, pueden calificarse como actos sanitarios, pero no son actos médicos.
Una vez establecida esta diferencia conceptual la cuestión estriba en determinar si la prestación de la ayuda para morir debe calificarse como acto médico o como acto sanitario.
Un debate similar ya se suscitó con relación al aborto, que se calificó como acto sanitario. En el caso de la prestación de la ayuda para morir la conclusión resulta todavía más clara. La intervención eutanásica, para ser calificada como un acto lícito de acuerdo con la Ley Orgánica 3/2021 (para excluir el reproche penal del art. 143.4 CP) debe realizase en un contexto sanitario (centro público, privado o concertado) y exige para su realización el concurso de profesionales médicos y sanitarios. Pero no puede calificarse como un ‘acto médico’, ni por razón del profesional que lo realiza o lo facilita, ni por razón del fin del acto.
La prestación de la ayuda para morir no puede ser un acto médico porque escapa de la competencia exclusiva del profesional sanitario y del contexto exclusivo de la relación médico-paciente. En el acto médico el profesional médico (o el equipo asistencial) lo decide y realiza en función de la lex artis. El profesional médico (o el equipo asistencial) realiza el diagnóstico, el pronóstico y, en su caso, prescribe la terapia, recabando los correspondientes consentimientos informados. El paciente, por su parte, podrá aceptar o no las pruebas o tratamientos que se le propongan, pero no será quien los decida o determine. En el caso de la prestación de la ayuda para morir sucede justamente lo contrario. El protagonista del acto eutanásico es el paciente, quien determina su propio diagnóstico (su vida no es digna o carece de sentido) y su propia ‘terapia’ (poner fin a su vida), determinando así la voluntad del profesional médico, que se convierte en un actor pasivo, un intermediario burocrático y el suministrador del fármaco letal, siempre según la voluntad del paciente en el marco regulador de la Ley Orgánica 3/2021. En otras palabras, la prestación de la ayuda para morir no puede ser un acto médico porque ha perdido su conexión directa y exclusiva con la decisión del profesional médico (sanitario) y se ha introducido en un procedimiento burocrático que excede por completo de la relación médico-paciente y en el que intervienen decisivamente profesionales sanitarios y no sanitarios (juristas, familiares, representantes, etc.).
Pero fundamentalmente, dicha prestación no puede ser un acto médico porque no tiene como fin el beneficio de la salud del paciente (curar, aliviar o prevenir/preservar la salud), sino justamente lo contrario, su fin es acabar con la vida del paciente. Se podría argumentar que la misma pretende aliviar el sufrimiento del paciente, pero no es así. Provocar directamente la muerte del paciente no puede calificarse en ningún caso como terapia.
Por consiguiente, la prestación de la ayuda para morir no puede calificarse como ‘acto médico’, pero por el contexto sanitario exigido por la ley para llevarla a cabo, sí permite calificarla como un ‘acto sanitario’, que involucra a profesionales sanitarios y no sanitarios.
A tenor de lo expuesto, podemos responder a la primera cuestión planteada al comienzo: ¿qué debemos entender por profesional sanitario a efectos de la titularidad del derecho a la objeción de conciencia en relación con la prestación de la ayuda para morir? La respuesta es que, concebida tal prestación no como un acto médico sino como un acto sanitario, el derecho de objeción no puede restringirse a quienes intervienen directamente en el acto en tanto que profesionales de una rama sanitaria en sentido estricto (médicos, enfermeros, farmacéuticos, auxiliares de clínica, etc.), sino que la titularidad del derecho de objeción incluye también a la categoría más amplia que solemos denominar ‘personal sanitario’; es decir, a todos los profesionales que, en razón del contexto sanitario en el que desarrollan su función, tengan obligación legal de intervenir en cualquiera de los aspectos relacionados con la prestación de la ayuda para morir.
En coherencia con esto, la Disposición adicional séptima de la Ley Orgánica 3/2021, parece hablar indistintamente del personal sanitario y de “los profesionales”, término este último que emplea sin especificar su función cuando habla de “facilitar” el ejercicio del derecho de objeción de conciencia.
La respuesta a la segunda cuestión se deriva de lo ya expuesto. ¿Qué profesionales estarían ‘directamente implicados’ en la prestación de la ayuda para morir? Es decir, ¿a qué profesionales sanitarios (o no sanitarios) impone la ley el deber jurídico de realizar algún acto que resulte necesario e indispensable para llevar a cabo dicha prestación?
El articulado de la ley contempla los diversos protocolos en los que están involucrados ‘profesionales con función sanitaria’ cuya participación (implicación) en la prestación de la ayuda para morir puede calificarse como directa (necesaria, indispensable). Son los siguientes:
-El médico responsable: “facultativo que tiene a su cargo coordinar toda la información y la asistencia sanitaria del paciente, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, y sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que participan en las actuaciones asistenciales”. (Art. 3 d). Esos otros profesionales podrían también ejercer la objeción en la medida en que las normas de desarrollo de la ley les asignaran alguna actuación necesaria para que la prestación se lleve a cabo.
– El médico consultor: “facultativo con formación en el ámbito de las patologías que padece el paciente y que no pertenece al mismo equipo del médico responsable” (art. 3 e) y que debe ejercer la labor de supervisión prevista en el art. 8.3.
– El profesional sanitario que rubrica la solicitud de la prestación por el paciente cuando es diferente del médico responsable (art. 6.2).
– El médico que forma parte de la Comisión de Garantía y Evaluación, y es designado para realizar el informe preceptivo (art. 10.1).
– Médicos y demás profesionales sanitarios que formen parte del “equipo asistencial” (art. 8.2) destinado a ejecutar la prestación de la ayuda para morir en las dos modalidades establecidas por el art. 3 g) y según el protocolo del art. 11.
– Los miembros de la dirección del centro en tanto que deben velar por las exigencias establecidas por el art 18. A. &4, en relación con las disparidades de criterio entre los dos miembros designados de la Comisión de Garantía y Evaluación.
– El médico del centro al que se solicite resolver la disparidad de criterio señalada en el art. 18. A &4).
De acuerdo con lo expuesto, cualquier profesional sanitario que presta sus servicios en un Centro público, privado o concertado, puede acogerse al derecho de objeción de conciencia para negarse a realizar las acciones anteriormente aludidas, si se le pretendieran exigir por razón de su vinculación con el paciente que solicita tal prestación de ayuda. Un caso particular es el del responsable del servicio de farmacia del centro sanitario, en tanto que debe dispensar el fármaco letal.
Además, de acuerdo con la Disposición adicional séptima, la administración sanitaria debe “facilitar” el ejercicio de ese derecho.
En segundo lugar, la Ley Orgánica 3/2021 no menciona expresamente a otros profesionales del centro sanitario que puedan estar implicados. Pero, puesto que la prestación de la ayuda para morir no es un acto médico (vinculado exclusivamente a los profesionales sanitarios) sino un ‘acto sanitario’ legalmente establecido, también implica ‘directamente’ a cualquier otro profesional que desarrolle su trabajo en el centro sanitario y que, por razón del mismo, le sea exigible (por necesaria) su participación en ese acto. Así, por ejemplo, si en el desarrollo de la norma se dispusiera que la prestación de la ayuda para morir se hará en una sala del hospital destinada al efecto, los celadores encargados de trasladar al paciente a dicha sala podrían ejercer la objeción.
Habida cuenta de la diversidad de profesionales que pueden verse directamente implicados en la prestación, y del hecho de que esa objeción puede tener un carácter sobrevenido, resultaría mucho más efectivo para conciliar la prestación de la ayuda para morir y el derecho a la libertad de conciencia de los profesionales sanitarios, más que activar un registro de objetores, contar con personas o equipos dispuestos a participar en las distintas fases del procedimiento. Ello facilitaría, además, que el médico responsable del paciente, en caso de ser objetor, pudiese acompañarle hasta el momento en que se fuera a realizar la prestación sin que la relación asistencial se resintiera en una etapa tan importante de la vida del paciente. De este asunto nos ocupamos con mayor detalle a continuación.
En sociedades plurales como la española es imprescindible, como ya hemos apuntado antes, conciliar el derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa proclamadas en el artículo 16 de la Constitución con la garantía de las prestaciones sanitarias contempladas por la legislación vigente. En el caso particular que nos ocupa, se deben arbitrar los medios para que la garantía de la prestación de la “ayuda para morir” resulte compatible con el ejercicio del mencionado derecho fundamental. La propia Ley Orgánica 3/2021 hace mención explícita de la objeción de conciencia como vía para alcanzar ese objetivo, pero no es necesariamente la única.
Este Comité entiende que, en el contexto de la Ley Orgánica 3/2021, la objeción de conciencia puede generar problemas de diverso tipo y que, por ello, antes de llegar a ella, se podrían explorar otras alternativas que garanticen la prestación. Como se verá a continuación, muchos de esos problemas están relacionados con la creación y funcionamiento del registro de objetores contemplado en la propia Ley Orgánica:
El registro tiene una finalidad administrativa: organizar eficientemente los recursos humanos para que la “ayuda para morir” no deje de prestarse en los casos legalmente previstos. En ningún caso puede convertirse en un instrumento para limitar arbitrariamente el ejercicio de un derecho fundamental. Por tanto, el registro de objetores ofrece, en el mejor de los casos, una relación aproximada pero no necesariamente exacta de los objetores existentes en cada momento. No hay que perder de vista, además, que el personal sanitario directamente implicado en la prestación podrá inscribirse o darse de baja en el registro en cualquier momento. En consecuencia, el alcance del registro para facilitar la cobertura de la prestación será siempre limitado.
Habida cuenta de la variedad de profesionales que se pueden sentir implicados en la prestación y decidan objetar, y de la disparidad de criterios administrativos con las que se resuelvan, no se puede descartar que sean las instancias jurisdiccionales las que acaben fijando una doctrina, o incluso que la cuestión llegue hasta el Tribunal Constitucional. Entre tanto, nos encontraremos con que la garantía del derecho a la libertad ideológica tendrá un alcance u otro en función de la comunidad autónoma en la que se viva. No parece un escenario deseable, ni compatible con la igualdad ante la ley consagrada por el art. 14 de la Constitución.
Ninguna de las razones apuntadas por sí sola conduce a descartar la opción del registro de objetores. Sumadas todas ellas, sin embargo, tiene sentido albergar dudas razonables sobre la idoneidad de este instrumento para conciliar la libertad ideológica de los profesionales y la prestación de “ayuda para morir”.
Ante este riesgo cabe contemplar dos escenarios alternativos y más plausibles. En ambos los equipos sanitarios cuidan del paciente hasta el final. En el primer escenario, cualquiera de los integrantes del equipo sanitario puede mantenerse completamente al margen de la prestación eutanásica. Esta opción garantiza que el mismo equipo que ha tratado al paciente le procura la muerte y que aquellos de sus miembros a los que su implicación en la prestación suponga un problema de conciencia sean sustituidos por otros.
En el segundo escenario, se habilitarían equipos especializados en la prestación de la “ayuda para morir” que, con carácter general, se ocuparían de llevarla a cabo. El paciente seguiría siendo cuidado por los mismos profesionales que lo venían haciendo. Solo que el nuevo equipo se encargaría de todos los aspectos específicamente relacionados con la prestación de “ayuda para morir”: evaluar la capacidad del paciente a la hora de hacer su solicitud, velar por que no se den presiones externas, deliberar sobre la solidez de la petición que se formula y las alternativas de cuidados ofrecidos, etc.
En definitiva, estos equipos gestionarían todos los pasos en que consiste la prestación de “ayuda para morir”. Al hacerlo para todos los pacientes que solicitaran la prestación, garantizarían unos criterios homogéneos y, por tanto, una igualdad de trato a todos ellos, así como un alto nivel de competencia en su realización. Cabe prever que tendrá mejor desempeño en la prestación de la “ayuda para morir”, y en todos los pasos requeridos hasta llegar a ella, un equipo especializado que no otro que solo ocasionalmente tenga que llevarla a cabo.
La primera de estas fórmulas garantiza mejor la continuidad del cuidado del paciente por su equipo habitual y que ese mismo equipo sea el que le procure la muerte. Pero exige distinguir claramente lo que son la asistencia y los cuidados al paciente de lo que es la prestación eutanásica. En la segunda propuesta el equipo que hace la prestación es distinto del que cuida del paciente. Pero, a cambio, se garantiza mejor la igualdad de trato en la prestación y la profesionalidad con la que se lleva a cabo, al tiempo que se evita someter a situaciones de estrés moral a los equipos asistenciales cada vez que se les plantee una solicitud de eutanasia.
Más allá de propuestas concretas que puedan encajar en el marco definido por la Ley Orgánica 3/2021, el objetivo en todo caso debería ser el de compaginar el respeto a la libertad ideológica de los profesionales sanitarios y la prestación de la “ayuda para morir”; y hacerlo de modo que el paciente pueda ser cuidado por su equipo habitual sin que esos equipos sufran innecesarias situaciones de estrés moral. Estamos convencidos de que ese objetivo se puede conseguir sin tener que recurrir, como primera opción, a la objeción de conciencia y a su plasmación en un registro de objetores. Es una posibilidad contemplada por la ley, pero no tiene por qué ser la primera.
El artículo 16 de la Ley Orgánica 3/2021 parece únicamente reconocer el derecho a la objeción de conciencia de las personas individuales y no jurídicas (véase, por ejemplo, comunidades, entidades, congregaciones y órdenes religiosas u otras organizaciones o instituciones seculares cuya actividad responda claramente a un ideario, habitualmente, fundacional basado en la libertad ideológica o religiosa incompatible con la práctica de la eutanasia y que presten servicios sanitarios en el marco del final de la vida o en cuyo contexto quepa solicitar aquel derecho de la ayuda para morir). Y ello puede interpretarse que es así, porque el citado precepto señala, explícitamente, que el rechazo o la negativa a realizar la prestación de ayuda para morir por razones de conciencia es una decisión individual del profesional sanitario.
Sin embargo, el hecho de que el legislador, a través de su mayoría limite el ejercicio del derecho a la objeción a las personas físicas y no jurídicas, no implica que ello deba aceptarse sin más o, al menos, sin reflexionar si dicha exclusión de la titularidad del derecho para las personas jurídicas responde a lo que prescribe la Constitución y la doctrina del Tribunal Constitucional, máximo intérprete de aquélla.
Como estableciera el Tribunal Constitucional en sus Sentencias 53/1985 y 145/2015, el derecho a la objeción de conciencia existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación, al incardinarse directamente en las libertades reconocidas en el artículo 16 CE -libertad ideológica y religiosa-, en aquellos casos en los que el imperativo moral en virtud del cual se ejerce la objeción sea incardinable en el concepto individual de “vida”, es decir, cuando se ejerza sobre la base de un categórico moral incardinable en los derechos consagrados en el artículo 15 de la Constitución, lo que hace referencia directa al aborto (inicio de la vida) y eutanasia (final de la vida).
Se trataría, pues, de un derecho fundamental, proclamado en la Constitución y, en modo alguno, de un derecho de configuración legal. El legislador tiene la facultad de regular para aclarar y hacer factible el ejercicio conjunto del derecho a la objeción y del derecho a recibir la prestación de la ayuda para morir, pero no alterar sus condiciones básicas o su titularidad. Su contenido y rasgos esenciales deben quedar intangibles.
Si analizamos los argumentos habituales en contra de admitir la objeción de conciencia institucional, veremos que el principal argumento que se esgrime es que la conciencia es siempre individual, y no colectiva y, por ello, no cabría un ejercicio de la libertad de conciencia a través de la objeción más allá de la esfera de un individuo singular.
Sin embargo, tal argumento contradice el propio significado del término conciencia, ya que éste se utiliza en nuestro lenguaje tanto respecto de la persona física como jurídica. Así, se habla, por ejemplo, de la conciencia de un pueblo, de la conciencia colectiva, de la conciencia histórica. Y así lo hace el propio legislador, cuando, por ejemplo, en la Ley 52/2002, 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, establece en su Exposición de Motivos que “En definitiva, la presente Ley quiere contribuir a cerrar heridas todavía abiertas en los españoles y a dar satisfacción a los ciudadanos que sufrieron, directamente o en la persona de sus familiares, las consecuencias de la tragedia de la Guerra Civil o de la represión de la Dictadura. Quiere contribuir a ello desde el pleno convencimiento de que, profundizando de este modo en el espíritu del reencuentro y de la concordia de la Transición, no son sólo esos ciudadanos los que resultan reconocidos y honrados sino también la Democracia española en su conjunto. No es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva. Pero sí es deber del legislador, y cometido de la ley, reparar a las víctimas, consagrar y proteger, con el máximo vigor normativo, el derecho a la memoria personal y familiar [las negritas son nuestras] como expresión de plena ciudadanía democrática, fomentar los valores constitucionales y promover el conocimiento y la reflexión sobre nuestro pasado, para evitar que se repitan situaciones de intolerancia y violación de derechos humanos como las entonces vividas”.
¿No es la memoria colectiva, conciencia colectiva de una comunidad, de un pueblo? ¿Puede tener memoria una colectividad, una comunidad sin personalidad jurídica puede tener honor o conciencia, y no admitirse que éstas sean atribuibles a las personas jurídicas?
Sería realmente paradójico que se admitiera, como ha hecho el propio Parlamento, una memoria colectiva, pero se denegara el mismo carácter a la conciencia, dada la inescindible conexión entre ambas.
Pero es que, además, es importante recordar que la conciencia no es un término que en nuestro lenguaje se reserve a la persona física. El Diccionario de la Real Academia nos dice, en la primera acepción de conciencia, que es el conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios. Y en la segunda acepción añade que es el sentido moral o ético propios de una persona, recogiendo en dicha segunda acepción como ejemplo de la misma lo siguiente: “Son gentes sin conciencia”.
En todo caso, no solo es una cuestión de lenguaje, etimológica, sino que el rechazo de la objeción de conciencia de personas jurídicas, institucional, tampoco parece cohonestarse con nuestro ordenamiento constitucional.
En primer lugar, el artículo 16 de la Constitución en el que quedaría encajado constitucionalmente la objeción de conciencia como expresión directa de la libertad ideológica y religiosa, se refiere, expresamente, no solo a los individuos, sino también a las comunidades en las que se integran éstos. Dice dicho precepto constitucional que “1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades [la negrita es nuestra]”. Así pues, el tenor literal de la Constitución no hablaría precisamente de una libertad de conciencia solamente individual.
Si la objeción de conciencia es un derecho que se incardina en la libertad ideológica y religiosa, y tales libertades se proclaman expresamente por la Constitución respecto tanto de la persona individual como de la persona jurídica, ¿en qué medida puede negarse la titularidad de la objeción de conciencia a una persona jurídica y, por tanto, denegar toda virtualidad a la objeción institucional?
Pero este argumento jurídico basado en la propia literalidad del artículo 16 de la Constitución, no sería el único que informaría a favor del reconocimiento en nuestro marco constitucional de la objeción por parte de persona jurídica o institución. También informa claramente a favor la presunción de que los derechos y libertades reconocidos en la Constitución pueden ser de titularidad, no sólo por parte de las personas físicas, sino también jurídicas, a salvo de que la propia norma constitucional lo excluya o tal reconocimiento sea incompatible con la propia naturaleza y características del derecho o libertad.
Tal presunción se incorporó a nuestra doctrina constitucional a partir, sobre todo, de los años noventa, cuando muchos de los derechos fundamentales les fueron reconocidos a personas jurídicas, pese a que la Constitución, a diferencia de lo que ocurre con el precitado artículo 16, no lo dijera así expresamente, aunque tampoco lo excluyera. Y, a este respecto, resulta paradigmática la Sentencia dictada en el conocido caso Violeta Friedman, la número 214/1991, sobre el holocausto judío y el debatido derecho del pueblo judío al honor. En la citada decisión del Alto Tribunal se afirma que, si el objetivo y función de los derechos fundamentales es la protección del individuo, ya sea como tal individuo, ya sea en colectividad, es lógico que las organizaciones que las personas crean para la protección de sus intereses sean titulares de los derechos fundamentales.
Pocos años después, el Tribunal Constitucional dicta la Sentencia 139/1995 en la que se reconoce no solo el derecho al honor a una sociedad anónima, sino, que consolida la doctrina del reconocimiento de los derechos a favor de las personas jurídicas, salvo que las características y fines del derecho no permitan su ejercicio por la persona jurídica. Así, el Tribunal proclama que, si bien la Constitución española no contiene ningún pronunciamiento general acerca de la titularidad de derechos fundamentales de las personas jurídicas, a diferencia, por ejemplo, de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, en la que expresamente su art. 19.3 reconoce que los derechos fundamentales rigen para las personas jurídicas nacionales en tanto y en cuanto, por su naturaleza, sean aplicables a las mismas, también lo es que ninguna norma, ni constitucional ni de rango legal, impide que tales personas puedan ser sujetos de los derechos fundamentales.
Y añade el Tribunal, lo que resulta de especial interés para el debate que nos ocupa que, a través del reconocimiento de la titularidad de los derechos fundamentales a las personas jurídicas, no solo se protegen los derechos de las personas individuales que necesariamente las integran, sino que, además, se permite así el cumplimiento de los fines para los que han sido constituidas, garantizando sus condiciones de existencia e identidad.
Así pues, la admisibilidad de una objeción no estrictamente individual derivaría tanto del propio tenor literal del artículo 16 de la Constitución, que proclama que la libertad ideológica o religiosa, de la que es garantía la propio objeción, se reconocen expresamente tanto a favor de la persona física como jurídica por la Constitución (la referencia expresa a las “comunidades” del artículo 16), como de la doctrina consolidada del Tribunal Constitucional, que ha proclamado de manera unánime un principio de presunción del reconocimiento de los derechos fundamentales y libertades públicas a favor de las personas jurídicas.
De este modo, no es quien proclame la objeción de conciencia institucional el que tenga que aportar las razones para sostener su pretensión, sino, todo lo contrario, debe ser quien lo niegue quien lo haga, y como hemos comentado al principio, el artículo 16 de la Ley Orgánica 3/2021 nada dice para justificar el limitar la objeción de conciencia a los individuos o personas físicas.
Por otro lado, la titularidad del derecho a la objeción de conciencia frente al derecho a solicitar la ayuda para morir por parte de personas jurídicas quedaría refrendada también por la Sentencia 106/1996, en la que el Tribunal Constitucional señaló que si bien “este Tribunal sólo se ha referido al concepto de «ideario del Centro» en relación con Centros docentes privados, lo que no significa, desde luego, que existan otro tipo de empresas, centros, asociaciones u organizaciones que puedan aparecer hacia el exterior como defensoras de una determinada opción ideológica”.
Pues bien, de la citada Sentencia se derivan dos conclusiones de especial importancia:
En primer lugar, que las personas jurídicas tienen un ideario y que dicho ideario puede operar, en función del caso concreto y del tipo de actividad llevada a cabo por el trabajador de la misma, como un límite a su libertad.
En segundo lugar, que cuando la actividad del trabajador no es neutral respecto de dicho ideario, como sería, sin que ello exija demasiada explicación, la práctica de un acto eutanásico o cualquier otro que claramente atente a dicho ideario, no cabe esgrimir tal libertad.
En definitiva, la doctrina contenida en esta Sentencia 106/1996 en relación con la de la Sentencia 145/2015, permite concluir que los centros sanitarios de las órdenes y entidades religiosas o dependientes de las mismas son titulares de la objeción de conciencia en su condición de titulares de un ideario y que dicho ideario puede imponerse a sus trabajadores, limitando la libertad de éstos, cuando las actuaciones de dichos trabajadores atenten directamente contra dicho ideario, lo que tendría lugar, sin duda alguna, en el caso de la práctica de un acto eutanásico.
Y, para concluir con este debate, existen también ejemplos de Derecho comparado que han proclamado expresamente la objeción de conciencia institucional cuando de un imperativo moral incardinable en la concepción de la vida se trate. Véase, por ejemplo, la Sentencia del Tribunal Constitucional Chileno número 3729 de 2017, en la que se proclama que la prohibición impuesta por el legislador a las personas jurídicas privadas no sólo vulneraba la Constitución, sino que constituye una ilegítima limitación a la autonomía propia de dichas instituciones, al derecho de asociación, al derecho de protección a la salud y, finalmente, a la libertad de conciencia y de culto. Para el citado Tribunal, si las acciones de salud pueden ser ejecutadas tanto por organismos públicos como privados, es claro que los primeros no pueden eximirse de lo estipulado por la ley en relación a la prestación por cuanto cumple una obligación pública cuyo obligado primario es el Estado, el que no puede sustraerse de su cumplimiento. Pero si la prestación se realiza por un establecimiento privado, aun cuando lo haga a nombre, por cuenta o financiado por el Estado, es decir, cumpliendo una función pública, lo hace siempre al modo y según la identidad propia de dicho establecimiento. La sustitución del servicio no puede conllevar la imposición de la exigencia adicional de realizarla en la forma y modo que lo haría el Estado, porque, de hecho, la está cumpliendo un particular. Es decir, la limitación que reconoce el Estado de satisfacer las necesidades colectivas no significa que pueda imponer a aquellas instituciones que colaboren en la consecución del bien público tal y como lo haría él.
Finalmente, el Tribunal Supremo de Estados Unidos de América resolvió en Burwell v. Hobby Lobby Stores, Inc., 2014, un caso de negativa de una persona jurídica a incluir dentro de las prestaciones del seguro de salud de sus empleados determinadas prestaciones, como los preservativos o la píldora anticonceptiva, en el marco de la Ley de Atención Médica Asequible (Patient Protection and Affordable Care Act). Y así, consideró que las empresas son una asociación de personas que comparten valores morales sobre la atención médica y cuya integridad moral estaría en riesgo si se vieran coaccionados a actuar en contra de esos valores y creencias. El caso no se refiere propiamente a si las corporaciones tienen conciencia o no, es decir, a un caso de objeción institucional en sentido estricto, pero lo que alegó la empresa demandante es que obligarle a proporcionar anticonceptivos violaba su derecho a la libertad religiosa garantizada por la Constitución. El mandato legal de incorporar anticonceptivos al seguro sanitario de los empleados afectaba a las creencias religiosas de la empresa demandante.
En todo caso, al margen de dichos argumentos que informan a favor del reconocimiento de la objeción de conciencia a las personas jurídicas, es cierto que puede establecerse una distinción en función de las propias características y fines de la propia persona jurídica, dado que la conciencia puede operar de manera distinta en función de las mismas y de la presencia de un ideario, habitualmente, fundacional. Y a este respecto, quizás, la distinción entre sociedades mercantiles stricto sensu, por un lado, y comunidades, entidades, congregaciones y órdenes religiosas u otras organizaciones o instituciones seculares cuya actividad responda claramente a un ideario, habitualmente, fundacional basado en la libertad ideológica o religiosa incompatible con la práctica de la eutanasia y que presten servicios sanitarios en el marco del final de la vida o en cuyo contexto quepa solicitar aquel derecho de la “ayuda para morir”, por el otro, adquiere importancia para el debate que nos ocupa. Y ello, no solo porque el artículo 16 de la Constitución se refiera a las personas jurídicas en el ámbito de la libertad religiosa, las “comunidades”, sino porque es importante recordar que algunas instituciones religiosas tienen una historia, no de decenios sino de siglos, dedicada intensamente al ejercicio de la hospitalidad, siguiendo el carisma fundacional por el cual se crearon y que les confiere, aún en la actualidad y con evidente relieve, el verdadero sentido de su quehacer y existir. La tradición católica, en concreto, siempre se ha preocupado por aliviar el dolor y el sufrimiento y humanizar la atención sanitaria y social. En su seno se crearon los primeros hospitales de occidente y muchas congregaciones y entidades religiosas han entregado y entregan su vida estando cerca de los enfermos.
Junto a tales congregaciones y entidades religiosas existen también otras personas jurídicas que, pudiendo tener carácter secular, también pueden haber incorporado en su ideario un rechazo a la práctica de la eutanasia y que trabajan también en el ámbito del final de la vida.
Todas estas instituciones, sean religiosas o seculares, son organizaciones de servicio, de carácter benéfico-social y sin ánimo de lucro, que tienen sentido en tanto cumplen su misión mediante el servicio prestado a la sociedad por medio de sus obras y con la impronta de sus ‘valores institucionales’. Eso las capacita para constituirse en ‘voz de quienes no tienen voz’ y sienten el imperativo deber de ser ‘conciencia crítica’ ante tales situaciones. Es una forma esencial de denuncia profética desde la hospitalidad.
En su devenir histórico, ciertas instituciones religiosas de ámbito asistencial, sean sanitarias o sociales, han ido perfilando con detalle la misión, visión y valores que promueven y desean encarnar, no sólo hacia los enfermos o las personas más necesitadas y desvalidas sino también hacia los propios trabajadores de sus Centros y quienes tienen tareas de gestión y liderazgo en las mismas.
Afirman, específicamente, que la vida humana es un bien fundamental, que no absoluto, y esto lleva a reconocerla y defenderla, desde su inicio hasta su término natural. Además, en sus Centros, se sienten llamados a promover, enriquecer y estimular la vida de aquellos en quienes la misma se manifiesta con especiales signos de fragilidad o debilidad, véase: niños y niñas enfermos; personas con discapacidad física y/o intelectual; personas en situación o riesgo de exclusión y marginación, de mayor pobreza, de soledad y abandono; enfermos mentales; personas ancianas; pacientes especialmente vulnerables en el final de su vida, con distintos padecimientos o carga de sufrimiento físico, emocional, existencial, espiritual. En suma, se sigue el principio fundamental de ‘humanizar al máximo el vivir y el morir de cada persona’.
En definitiva, en lo que se refiere a las comunidades, entidades, congregaciones y órdenes religiosas u otras organizaciones o instituciones seculares cuya actividad responda claramente a un ideario, habitualmente, fundacional basado en la libertad ideológica o religiosa incompatible con la práctica de la eutanasia y que presten servicios sanitarios en el marco del final de la vida o en cuyo contexto quepa solicitar aquel derecho de la ayuda para morir, creemos que no existen argumentos para negarles el ejercicio colectivo o institucional del derecho a la objeción de conciencia, lo que pudiera ponerse algo más en duda respecto de las sociedades mercantiles en la medida que éstas ni persiguen fines espirituales ni estrictamente humanistas, siendo su objeto el mero desarrollo de una actividad empresarial. Tampoco su actividad y fines responden a unos estatutos basados en unas creencias que incluyen una concepción específica del propio concepto de vida, en cuanto a su inicio y final, como ocurre, por ejemplo, con la religión. En las primeras, resulta harto evidente que su razón de ser responde a un vínculo fuerte con la conciencia, su específica identidad y el carisma fundacional. El propio Diccionario Panhispánico del español jurídico define comunidad religiosa como asociación formada por regulares, seculares y laicos, con fines espirituales.
El propio concepto de garantía institucional que ha reconocido el Tribunal Constitucional en sus Sentencias de 13 de febrero y 28 de julio de 1981, y en virtud del cual, las instituciones reconocidas expresamente en la Constitución, como serían las comunidades religiosas, gozarían de una protección constitucional que evita que la regulación de las mismas por el legislador las desnaturalice o las haga perder su esencia, también informa a favor de que una orden o comunidad religiosa que presta sus servicios vía concierto o similar para la Sanidad Pública, no puede verse ni obligada ni afectada en sus derechos por negarse a practicar el derecho a recibir la “ayuda para morir” que se proclama ex novo en la Ley Orgánica 3/2021. En caso contrario, no se estaría respetando lo que constituyen sus rasgos esenciales que, en el ámbito de las creencias religiosas y de sus organizaciones, siempre conectan no sólo con la deidad, sino también con la trascendencia y, por tanto, con el inicio y final de la vida.
En todo caso, como podemos ver, lo relevante, más allá del reconocimiento de la objeción de conciencia a una entidad o institución religiosa o de naturaleza humanista similar, es la creación de un instrumento legal efectivo, de una garantía, que permita a las que prestan servicios en el final de la vida y en relación con los enfermos terminales, que en nuestro país no son pocas, puedan seguir prestándolos bajo la forma de concierto o colaboración con la Administración Pública, sin que por el hecho de no poder llevar a cabo un acto eutanásico o de auxilio médico al suicidio puedan verse afectadas en sus derechos y relaciones jurídicas.
En expresión certera del profesor Diego Gracia, “La hospitalidad no es sólo un valor cristiano sino también humano, del que nuestra sociedad plural y secularizada está tan necesitado o más que en cualquier otra época anterior. He aquí un gran reto para todos, y en especial para quienes han hecho de la hospitalidad el objetivo de su vida”[12].
La hospitalidad no es sólo un valor intrínseco, sino también un deber, que es lo propio de la ética y, por tanto, un ‘compromiso moral’. Este, tiene que acabar plasmándose en actos de servicio hacia los demás, que tienen en sí mismos un valor instrumental respecto de aquel valor esencial. Eso significa que los valores trascienden a los propios individuos y acaban objetivándose en la sociedad como bienes dignos de ser respetados, promovidos y cultivados. Como sociedad, la respuesta que demos a determinadas situaciones dramáticas refleja nuestra grandeza y sensibilidad moral. Cómo tratamos a los más vulnerables revela mucho más quiénes somos y cómo nos relacionamos, es la dimensión social y comunitaria del vivir humano.
Por eso es tan importante definir bien qué ‘valores institucionales’ marcan el carisma específico de una institución o centro asistencial de ideario cristiano que la distingue, por ejemplo, de otros centros públicos o privados, o de consorcios de empresas sanitarias de alcance multinacional e índole mercantil, sin esos ideales. Sirvan de muestra, en el ámbito de los valores, los siguientes: calidad, respeto, responsabilidad, espiritualidad. Ahora bien, hay que decir alto y claro que muchas de esas obligaciones morales no son propiamente de caridad sino de pura justicia, es decir, algo que obliga a toda la sociedad desde una ética mínima decente.
El valor de la hospitalidad, pues, viene a identificarse hoy día con el valor de la ‘promoción de la calidad y la excelencia’ en el mundo de la asistencia sanitaria. Es más, hospitalidad debe hacerse sinónimo de calidad total, o de excelencia, tanto en el orden técnico como en los cuidados y en el trato humano personalizado.
El sufrimiento y el morir son realidades humanas cada vez más contraculturales. Es más, entre la indiferencia, la negación, el rechazo, la represión o el olvido, pareciera que el sufrimiento al final de la vida interesa o preocupa a poca gente, y aún menos el reflexionar acerca de cómo afrontarlo o qué significado le damos en nuestra existencia. Sin embargo, el respeto profundo y honesto ante el sufrimiento humano y la conciencia de que la vida es un ciclo inexorable con inicio y final, implican siempre un compromiso múltiple e ineludible: de no abandono a ningún ser humano, de acogida íntima a la persona que sufre, de intervención para aliviar el sufrimiento del otro, y de mantener siempre el sentido y la esperanza vital[13].
En las instituciones sanitarias y sociosanitarias de carácter confesional, como se ha descrito y fundamentado anteriormente, el proceso de morir se atiende de manera preeminente como una experiencia única y significativa de la vida de la persona. De hecho, muchas veces, en esa fase de la vida uno descubre su verdadera identidad. Al final de la vida se puede llegar a una profundidad e intensidad, a una verdad y sinceridad antes no vividas. Y si respetar la vida implica asumir la muerte como parte integrante de la misma, el tratar de ‘humanizar el proceso de morir’, acompañar al enfermo y su familia y rodearle de todos los cuidados que hagan eso factible, constituye verdaderamente una apuesta firme y coherente con tal respeto a su dignidad. Esto implica asumir la muerte como un proceso lento y complejo frente a las soluciones rápidas e inmediatas. Significa ofrecer a los pacientes y a sus familias una atención integral, aunando los mejores cuidados profesionales y la más alta calidad humana, que es lo que realmente dignifica el proceso de morir y, posiblemente, haga innecesarias otras propuestas.
Poner todos los recursos posibles al servicio de los más vulnerables, haciendo frente a la llamada ‘cultura del descarte’, no es otra cosa que ‘compasión fraterna’ -sentir y padecer con el dolor del otro y saber ponerse en su piel- y misericordia, o lo que es igual, la auténtica ‘ética del buen samaritano’ que aún goza de predicamento. Como lo es, igualmente, la importancia de aliviar todo dolor y sufrimiento, el valor de la sedación bien indicada y del rechazo de todo tratamiento desproporcionado o fútil, el dejar morir en paz y serenamente a la persona sufriente, y seguir teniendo conciencia y ser conscientes de la gravedad de la eutanasia o el suicidio médico asistido como acciones irreversibles. Esto último, desgraciadamente, nos remite a actuaciones que socavan la comunidad moral que habitamos, en la que crecemos, y no pocos creemos. Y supone preguntarse si nos estamos tomando en serio la autonomía relacional y la dignidad de las personas, porque muchas veces no se quiere verdaderamente morir, sino que se desea vivir de otra manera[14].
No es tan fácil morir bien y no se puede reducir a simplemente elegir un modo y un momento. Como dijo Francesc Abel, prestigioso bioeticista y fundador del primer centro de Bioética en Europa, en su comparecencia en el Senado el 16 de febrero de 1999: “Triste es la sociedad que decide eliminar a los pacientes para evitarles sufrimientos causados por problemas de tipo social”.
En Madrid, a 21 de julio de 2021
[1] NAVARRO-VALLS, R. y MARTÍNEZ-TORRÓN, J., Conflictos entre conciencia y ley. Las objeciones de conciencia, Iustel, Madrid, 2012, pp. 29-34
[2] GARAT DELGADO, M.P., Los derechos fundamentales ante el orden público, Tirant lo Blanch, Valencia, 2020, p. 33.
[3] GASCÓN ABELLÁN, M., “Objeción de conciencia sanitaria”, en MENDOZA BUERGO, B. (ed.), Autonomía personal y decisiones médicas. Cuestiones éticas y jurídicas, Thomson Reuters-Civitas, Cizur Menor, 2010, pp. 149-154.
[4] SEOANE, J.A., “¿Objeción de conciencia sanitaria positiva?”, en SANTOS, J.A., ALBERT, M. Y HERMIDA, C. (eds.), Bioética y nuevos derechos, Comares, Granada, 2016, p. 36.
[5] GRACIA GUILLÉN, D., “Ética en la objeción de conciencia”, Anales de la Real Academia Nacional de Medicina (CXXVI), p. 692.
[6] Puede accederse a dicho informe a través de la página web del Comité de Bioética de España, en www.comitedebioetica.es.
[7] ALARCOS MARTÍNEZ, F.J., “Aproximación a la objeción de conciencia”, En ALARCOS MARTÍNEZ, F.J., Objeción de conciencia y sanidad, Comares, Granada, 2011, p. 1.
[8] VV.AA. (Gracia D, Rodríguez-Sendín JJ, coords), Ética de la objeción de conciencia. Madrid: Fundación de Ciencias de la Salud – Fundación para la formación (Organización Médica Colegial), 2008.
[9] GRACIA GUILLÉN, D., “Ética de la objeción de conciencia”, Real Academia Nacional de Medicina, Madrid, Sesión del 24 de noviembre de 2009.
[10] RUBIO, J.M., “La atención médica al final de la vida. Circunstancias y Límites. La Objeción de Conciencia”, Real Academia de Medicina de Sevilla, Sesión del 21 de mayo de 2021.
[11] Comité de Bioética de España. Declaración sobre el derecho y el deber de facilitar el acompañamiento y la asistencia espiritual a los pacientes con Covid-19 al final de sus vidas y en situaciones de especial vulnerabilidad, de 15 de abril de 2020. (http://assets.comitedebioetica.es/files/documentacion/CBE_Declaracion_sobre_acompanamiento_COVID19.pdf.)
[12] GRACIA GUILLÉN, D., “Repensando la hospitalidad”, Labor Hospitalaria, nº 303; 2/2012.
[13] GALÁN, J. M., “Cuidar el final: posicionamiento ético”, en: Jornada de RR.SS. ante la ley de la eutanasia. Madrid, 23 de junio de 2021.
[14] Declaración del Grupo de Bioética de UNIJES (Universidades jesuitas) a propósito de la Ley de eutanasia, 2021.
VOTO PARTICULAR que formula la vocal del Comité de Bioética de España Doña Leonor Ruiz Sicilia, en relación con el informe sobre “La Objeción de Conciencia en relación con la prestación de la ayuda para morir de la Ley Orgánica reguladora de la eutanasia” aprobado por mayoría en la reunión del Comité celebrada telemáticamente el 15 de julio de 2021.
Este voto se formula con el mayor de los respetos hacia el contenido del documento del que asumo gran parte de sus planteamientos y desarrollo argumental, consciente de la pluralidad y diversidad epistémica de este Comité y del valor añadido que esta característica le infiere al mismo. Discrepo en aspectos que considero fundamentales y que me obligan a emitir este voto particular discrepante sobre los mismos de acuerdo con las normas de funcionamiento de este Comité y en aras del mejor interés y vocación de servicio público.
Respecto del punto 3: Cuestiones de fundamentación etica de la objeción de conciencia individual.
En el informe se afirma como un hecho contrastado que la Eutanasia no es un acto médico, y a este respecto dejo constancia de mi desacuerdo. La medicina como toda la sociedad ha sufrido cambios en su reciente historia que han sido especialmente relevantes en escenarios como el del final de la vida, donde la secularización de la sociedad y de la profesión médica, el derecho a la autonomía de pacientes y la simetría basada en el respeto de las relaciones sociales en general y de la relación clínica en particular han configurado cambios sustanciales en sus fines y en sus medios. De esta manera la profesión médica ha asumido como buenas prácticas, el rechazo al tratamiento, la limitación y o adecuación de esfuerzo terapéutico o el respeto a la voluntad de pacientes cuando esta fuera manifestada con anterioridad y en previsión de no capacidad para otorgar consentimiento. Todos estos hechos han supuesto una continua redefinición de lo que es un acto médico, y todos ellos fueron asumidos por la lex artis en una historia no tan lejana, no sin dificultades y resistencias. Es necesario que la profesión médica siga avanzando y comprometiéndose con la calidad de la atención y la equidad, incorporando las necesidades y la pluralidad de la sociedad a la que representa y a la que presta servicio.
Respecto del punto 5: Sujetos titulares del derecho a la objeción de conciencia en el contexto eutanásico.
En este punto el informe distingue el ‘acto médico’ del denominado ‘acto sanitario’. Y para ello dice: “ El ‘acto sanitario’ es el que se realiza en un contexto sanitario (en centros sanitarios) pero que, por su naturaleza, no está necesariamente vinculado a los
profesionales médicos o sanitarios, sin perjuicio de que estos también puedan (o incluso deban) realizarlos. Es decir, el ‘acto sanitario’ viene determinado fundamentalmente por el contexto (el ámbito o centro sanitario en el que se realiza y el destinatario: el paciente) no por el sujeto que lo realiza, ni por el fin. Esto significa que el carácter sanitario de un acto (que siempre debe ser lícito), no exige ser realizado siempre por un profesional titulado en alguna rama de la salud, ni tampoco debe tener siempre como fin curar, aliviar o prevenir/promover la salud de un paciente.”
El fin de esta argumentación parece ser la de abrir la posibilidad de ser titulares de la objeción de conciencia otros sujetos ajenos a las profesiones sanitarias directamente implicadas en la prestación en los términos en los que regula la objeción de conciencia la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo, pero en mi opinión esta distinción es aquí innecesaria y genera confusión entre profesionales y ciudadanía, y además queda invalidada para el fin que parece proponer, al definir “acto sanitario” como aquel que se realiza en un centro sanitario, ya que la prestación de acuerdo con el texto de la Ley, podrá ser realizada tanto en centros sanitarios como en el domicilio del paciente, por lo que no puedo estar de acuerdo con el desarrollo argumental que concluye que “la prestación de la ayuda para morir no puede ser un acto médico porque ha perdido su conexión directa y exclusiva con la decisión del profesional médico (sanitario) y se ha introducido en un procedimiento burocrático que excede por completo de la relación médico-paciente y en el que intervienen decisivamente profesionales sanitarios y no sanitarios (juristas, familiares, representantes, etc.).”
La ley menciona en el preámbulo al personal sanitario, y en el desarrollo del articulado a profesionales sanitarios directamente implicados (art.11,14,16) que de acuerdo con la argumentación que se expone en este punto 5 incluye “a aquellos que actúan bajo la dirección y supervisión de un profesional médico.”
Así mismo el informe se refiere a la Disposición adicional séptima de la Ley Orgánica 3/2021 para señalar la posible confusión que en el texto de la misma existe entre personal sanitario y profesionales. A mi juicio de esta Disposición no se deriva confusión alguna en los términos, dado que la misma hace referencia a la Formacion y: 1) Insta a la administración competente a dar difusion de la Ley de manera general entre ciudadanía y profesionales sanitarios. 2)Insta a la administración competente a difundir los supuestos de la Ley entre el personal sanitario a efectos de facilitar el ejercicio por
parte de los profesionales del derecho a la OC.(Intención protectora del derecho a la objeción de conciencia), y 3) Encarga a la Comisión de formación continuada de las profesiones sanitarias, la coordinación de la oferta de formación continua específica sobre la ayuda para morir.
Respecto de este último punto, en aras de la responsabilidad social que considero que tiene este Comité para contribuir a la reflexión, y al esencial e imprescindible componente formativo que debe acompañar a la misma, tanto de la ciudadanía como de los profesionales del ámbito de la salud es importante mencionar que en cumplimiento de la Disposición adicional sexta de la Ley, el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud ha elaborado un manual de buenas prácticas que sirva para orientar la correcta puesta en práctica de esta Ley asegurando la igualdad y calidad asistencial de la prestación de ayuda para morir en los distintos territorios del Estado. En materia de Objeción de Conciencia este manual recomienda en su punto 6.2 los profesionales que de acuerdo con el artículo 16.1 de la LORE, podrían ejercer su derecho a la objeción de conciencia, y dice que serían aquellos que realicen actos necesarios y directos, anteriores o simultáneos, sin los cuales no fuese posible llevarla a cabo. Además de los profesionales de medicina y de enfermería que intervengan en el proceso final podrían ejercer su derecho a la objeción de conciencia según la recomendación del manual, los médicos/as responsables y consultores/as, así como otros profesionales sanitarios que pudiesen intervenir en el procedimiento por requerírseles su participación, entre ellos los psicólogos clínicos. Lo amplia además a los farmacéuticos/as en el caso de que sea necesaria la formulación magistral de alguno de los medicamentos que se van a administrar dentro del proceso de ayuda para morir, y en la preparación de kits de medicamentos.
Respecto del punto 7: La objeción de conciencia institucional: ¿carecen de conciencia las personas jurídicas?
Con el respeto que me merecen los argumentos etico-jurídicos que se vuelcan en este punto del informe para justificar una posible Objeción de Conciencia Institucional, quiero señalar mi discrepancia con respecto a ellos, ya que aprecio incoherencias argumentales con lo señalado en otros puntos del presente informe, que parecen tener un carácter finalista con el fin de reconocer derechos de protección a determinadas instituciones, al amparo de la figura de la Objeción de Conciencia.
En primer lugar identifico un argumento falaz a mi consideración, y que es utilizado en este punto del informe para justificar que la conciencia no es un término reservado a las personas físicas al recurrir a la segunda acepción del término conciencia en la RAE. La segunda acepción dice sobre la palabra conciencia, como bien se señala en el informe textualmente: “es el sentido moral o ético propios de una persona” y cuando hace referencia a “gentes sin conciencia” lo hace como ejemplo que creo que no invalida el sentido personal de la acepción aunque no sea el ejemplo que mejor la ilustra. Desde mi punto de vista la segunda acepción de conciencia de la RAE hace referencia a la Sustancia/Esencia Primera del término, a su carácter particular, personal y concreto, y el ejemplo la enmarca en la Esencia/Esencia Segunda, esa característica de la misma que la universaliza. Entre ambas mediaría la misma diferencia que hay entre un ser humano concreto y la humanidad. La conciencia moral habita de la piel hacia dentro de un ser humano concreto donde es única, y desde donde conforma en ese individuo y no en otro, la experiencia originaria del deber.
Para centrar y desarrollar el concepto de conciencia este informe se refiere a ella en el punto 3, como “una cierta razón práctica que, desde la intimidad personal, enjuicia moralmente las conductas libres.”
Y este Comité ya dijo en su Informe de 13 de octubre de 2011 (Opinión sobre la objeción de conciencia en sanidad), que la objeción de conciencia exige la concurrencia de cuatro elementos: el tercero de ellos era “un dictado inequívoco de la conciencia individual opuesto al mandato jurídico”
El Comité de Bioetica de Andalucía en su reciente informe sobre la Objeción de Conciencia en la Ley 3/2021 dice a propósito de la conciencia moral que ”…tiene su origen en la libertad individual y tiene un carácter autónomo. El individuo se da a sí mismo una norma moral: tanto el origen como el destinatario de la norma es el propio individuo”…y continúa: “ Por eso la objeción de conciencia no puede imponerse colectivamente en ninguna institución. Es un posicionamiento estrictamente personal para preservar la libertad de conciencia de uno mismo, no de otros.”
El vigente código de Deontología médica dice en su Art. 32: El reconocimiento de la objeción de conciencia del médico es un presupuesto imprescindible para garantizar la libertad e independencia de su ejercicio profesional. No es admisible una objeción de conciencia colectiva o institucional.
Con estas referencias en el ámbito de la Bioetica y la Deontología médica quiero señalar que la Objeción de Conciencia tiene su base en los aspectos centrales que definen a una persona y en su integridad moral. Este fundamento se expresa en la preservación de las libertades, la autonomía y la integridad moral para garantizar las posiciones de las minorías y así evitar el daño significativo de la persona en su esfera moral.
En cuanto a la posible Objeción de Conciencia Institucional que en este punto plantea el informe, la literatura recoge dos teorías desde las que se plantea esta posibilidad: 1) La “moral-colectiva” que enfatiza la conciencia colectiva como un atributo distinto de la conciencia moral humana y representa un medio a través del cual las personas se unen para manifestar sus juicios morales colectivos, su protección es relevante para salvaguardar la conciencia y la moralidad de las personas que forman parte de estas instituciones. 2) La “misión-operación”, donde la posible conciencia institucional tiene su reflejo en la misión de la entidad, su estructura, sus declaraciones cuando recogen sus valores, objetivos y principios.
Ambas teorías defienden que un Estado secular debe permitir a las instituciones de salud mantener sus idearios y sus fines y un margen de autonomía para definir el alcance de sus prestaciones. Puede ser importante para profesionales y pacientes formar parte de una comunidad en la que se comparten valores y principios. La protección de los valores de estas instituciones sería intrínsecamente valiosa y contribuiría a sostener y fomentar la diversidad y pluralidad de la sociedad en la que se inserta.
A tenor de todo lo anterior creo que todas las instituciones, públicas, privadas y concertadas, deben respetar la ley, como no puede ser de otro modo. No sólo las personas tienen derecho a definir sus actos de acuerdo con sus valores, también las instituciones, pero estas no tienen conciencia moral, esta es un atributo de las personas físicas y no jurídicas. Las instituciones tienen ideología, declaraciones, estatutos y códigos de ética institucional que determinan su forma de trabajo y lo que las define en la sociedad. Sus códigos deben ser conocidos y respetados. Pueden establecer normas que protejan su libertad ideológica o religiosa, limitar la práctica de prestaciones de acuerdo a sus principios en el caso de tratarse de instituciones privadas y garantizando siempre el cuidado de las personas usuarias.
Pero el fundamento no es el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia sino el derecho al respeto de su misión institucional.
El tema es de mayor calado en el caso de Instituciones privadas que conciertan servicios públicos, en estos casos estas instituciones reciben recursos públicos y el conflicto se plantea entre el derecho de estas instituciones a que se respeten sus idearios institucionales y el derecho de la ciudadanía, que no las eligió, a recibir las prestaciones que la Ley les garantiza. En estos casos es necesario llegar a acuerdos claros, públicos y transparentes en los contratos de concierto, bajo la premisa general de que las personas siempre deben ser cuidadas y nunca rechazadas ni abandonadas.
21 de julio de 2021
Leonor Ruiz Sicilia
Vocal del Comité de Bioetica de España