Por Valeria Ascheri – Entrevista a Juán José Sanguineti, Dr. en Filosofía por la Universidad de Navarra y catedrático de filosofía del conocimiento en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). Publicado en Páginas Digital el 28 de Noviembre de 2014
Actualmente las neurociencias, aparte de un importante campo de investigación, representan también una moda cultural. Abundan los congresos dedicados a ella y han empezado a ocupar las páginas que los periódicos reservaban antes a la literatura y la filosofía.
Por Valeria Ascheri – Entrevista a Juán José Sanguineti, Dr. en Filosofía por la Universidad de Navarra y catedrático de filosofía del conocimiento en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma). Publicado en Páginas Digital el 28 de Noviembre de 2014
Actualmente las neurociencias, aparte de un importante campo de investigación, representan también una moda cultural. Abundan los congresos dedicados a ella y han empezado a ocupar las páginas que los periódicos reservaban antes a la literatura y la filosofía.
¿De qué modo conocer la actividad cerebral contribuye a comprender mejor la naturaleza humana? ¿La espiritualidad y las decisiones morales están de algún modo determinadas por la fisiología humana? A partir de aquí los caminos se separan, si bien es cierto que algunas respuestas que ofrecen las neurociencias llevan a suprimir el fundamento de muchas palabras de la tradición cultural occidental, como “alma”, “naturaleza”, “moral”. Hablamos con Juan José Sanguineti, filósofo, profesor de antropología y neurociencia en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz de Roma.
¿Cómo pueden convivir en el hombre del siglo XXI la dimensión científica y la espiritual, que parecen tan contrapuestas?
Tanto para Juan Pablo II como para Benedicto XVI, la cuestión de la integración entre el mundo religioso, teológico y de fe, y el mundo científico era fundamental, pero también lo es para el Papa Francisco. En 2008 di una conferencia en la Universidad Católica de Buenos Aires sobre neurociencias y el entonces arzobispo de la capital estuvo entre el público. Estas dos dimensiones, la espiritual y la física, pueden parecer contrapuestas porque son distintas y algunos no consiguen integrarlas bien y las viven como una especie de “esquizofrenia” intelectual.
¿Y entonces?
Entonces en la Iglesia existe una larguísima tradición de unión entre la fe bíblica y religiosa en Cristo y el Logos, que representa el logos filosófico y científico. Estamos hablando de veinte siglos de integración. Por tanto, no es una gran novedad, pero hace falta recordarlo constantemente y saber integrar ambas visiones.
Hoy, con la crisis de los fundamentos de la ciencia y los límites y dificultades que encuentra la tecnología, con la crisis de la fe, la difusión de una cultura secularizada y una mentalidad posmoderna atea o agnóstica, ¿la reflexión sobre este tema es aún más actual?
Precisamente porque hay una crisis de la ciencia y de la tecnología, y también de la fe, la reflexión sobre este tema no es solo actual sino urgente. En otros tiempos, sin estas “crisis”, se daban por descontado muchas cosas. En cambio hoy es importante volver a reflexionar sobre el sentido de la ciencia y de la técnica, y sobre la capacidad que tiene la fe cristiana para iluminar estos ámbitos de la razón. El problema es sobre todo dar un sentido a todos esos descubrimientos de las ciencias experimentales, relacionarlos con la filosofía y dar por tanto un sentido a la tecnología, que corre el riesgo de convertirse en fin en sí misma y por tanto no tomar en consideración los fines naturales humanos, sociales y personales.
¿La tecnología es instrumental?
Sin duda. No puede ser un fin absoluto, debe servir a la persona y a la sociedad. Por lo que respecta a la secularización, el beato Álvaro del Portillo solía distinguir entre una forma positiva y otra negativa de secularización. La primera consiste en el hecho de que, si en la Edad Media la ciencia estaba muy subordinada a la teología, luego, a partir del Renacimiento, se abrió al ámbito de la autonomía, totalmente legítima, de las diversas ciencias seculares. La secularización negativa sería en cambio vincular la autonomía y la independencia de cada ciencia al rechazo de Dios, de la trascendencia, de cualquier relación con el sentido profundo del hombre que se manifiesta en su religiosidad.
¿Qué novedad ha supuesto la filosofía de la mente en la reflexión filosófica y en la nueva investigación de las neurociencias?
La filosofía de la mente lleva años en el primer plano y sitúa una serie de temas en el centro de atención: la mente, el yo, el conocimiento, la inteligencia artificial, etc. Respecto a las neurociencias y la filosofía, la cuestión se juego en estos términos: reduccionismo o inclusión en una antropología filosófica. Reduccionismo en el sentido de considerar las neurociencias como pura ciencia empírica y solo material, que no abre por tanto su horizonte a la vida espiritual sino que permanece encerrada en sí misma, casi como neurofisiología; o por el contrario incluir las neurociencias, respetando su autonomía, en una visión antropológica. En este sentido es necesario elaborar una buena ontología, que en mi opinión se basa en las “tres mentes”: la mente personal del hombre, la mente animal (porque tenemos mucho en común con los animales) y la “mente” artificial –en sentido analógico–, es decir, la mente tecnológica de los sistemas inteligencias, que se asemeja mucho a la inteligencia humana.
Alma, espíritu, conciencia, psique, mente, cerebro. ¿Cómo se distinguen, cómo debemos hablar de ellos sin generar confusión?
A esos grandes temas de las neurociencias (o neurofisiología) yo añadiría también el “yo”, la “persona” y el “cuerpo”, porque hoy se insiste mucho en el hecho de que el cerebro se debe considerar como unido al cuerpo humano y no aisladamente, igual que la mente humana hay que verla unida a la persona y no separada. Por tanto está la persona y su cuerpo, en la persona está el yo y una dimensión que se puede llamar alma, espíritu, psique. El espíritu puede indicar las funciones más altas, la psique en cambio indica más bien la parte animadora de las funciones biológicas o sensitivas.
Usted habla también de “cuerpo elevado”, ¿qué significa?
Se trata de una noción interesante que viene de la fenomenología. Una misma realidad adquiere otra dimensión cuando, por decirlo de alguna manera, se ve “conformada” por un nivel jerárquico superior (no es igual la corporeidad de una piedra, de un gato o de una persona). Por tanto, la noción misma de cuerpo cambia (en alemán se distingue entre cuerpo viviente, “Leib”, y cuerpo como volumen, tridimensional, “Körper”). Así, cuando hablamos de cerebro animal y cerebro personal, hay que tener en cuenta que el cerebro humano forma parte de un cuerpo más “alto” que el cuerpo de un animal. Eso significa evitar la univocidad y trabajar con una analogía semántica importante.
¿Cuáles son los elementos o contribuciones más relevantes que el nuevo paradigma de las neurociencias puede aportar a la antropología? En su opinión, ¿cuáles son los problemas que hay que resolver o las cuestiones más importantes sobre las que hay que profundizar en un futuro próximo?
Las contribuciones más relevantes son muchísimas. Por ejemplo, la importancia de la dimensión social del hombre, es decir, de la empatía, desvelada por los estudios neurocientíficos, y no solo por las neuronas espejo, que ya son un hecho muy conocido. Otra cuestión es la integración: cada vez está más claro que el sistema nervioso es un sistema integrador donde las cosas más pequeñas, como los sentidos y las diversas “agencias” de emociones a nivel bajo, medio o alto, están integradas de un modo sistémico y jerárquico. En el cerebro todo está inegrado, y lo que no está integrado funciona mal porque está separado y aislado, cosa que en algunos casos puede llevar a consecuencias patológicas. Otro tema es el papel de las emociones en la conciencia y en el pensamiento. La relación entre pasión y razón es muy interesante por la incidencia que tienen las emociones en el pensamiento racional y viceversa. En definitiva, me parece que es muy importante profundizar en la complejidad y en el cerebro.
¿Por qué?
No cabe duda de que el cerebro es el órgano más complejo del universo: una galaxia es casi algo elemental en comparación con el cerebro humano, dada la cantidad de niveles de conexiones internas, la relación con los demás cerebros y con el ambiente exterior. Se trata en definitiva de un sistema con subsistemas infinitos. Hay proyectos que tratan de estudiarlo, como el Human Brain Project —que intenta elaborar una especie de super-ordenador capaz de reconstruir y simular al cerebro desde el punto de vista cuantitativo— o el Brain Activity Map, que nace con el objetivo de hacer un “mapa” de todo el cerebro, como fue el proyecto Genoma para el ADN. Serán proyectos útiles, sin duda, pero mi cerebro siempre será distinto del que tengo al lado. Cada persona tiene una historia propia y un cerebro propio, muy diferente, y por tanto los modelos y las soluciones a los problemas son necesariamente personales. Eso no sucede con los problemas técnicos o con cuestiones de tipo físico o químico. El hombre es complejo, y esta complejidad es especialmente evidente en el cerebro humano. Hay que utilizar otros métodos de tipo cualitativo y fenomenológico, sin negar que la parte cuantitativa sea útil, pero su aportación al menos en este caso es muy parcial.
¿De qué forma pueden “incidir” las neurociencias en la concepción cristiana del hombre? ¿Pueden modificar la visión tradicional del hombre como cuerpo material y alma espiritual?
Hoy todos están de acuerdo en el hecho de que las neurociencias ofrecen una contribución importante para adquirir una concepción del hombre menos “espiritualista”, donde se ve la importancia del cuerpo humano y del sistema nervioso para entender ciertos comportamientos religiosos y morales. Eso no implica necesariamente una recaída materialista, sencillamente nos ayuda a comprender mejor al hombre en su integridad. En todo caso, hay que decir que la visión dualista va ligada a un cierto tipo de espiritualismo cercano al racionalismo, donde el cuerpo se veía apartado o muy separado de la mente. Sin embargo, si vamos a una tradición cristiana bíblica, incluso medieval –pensemos en Avicena, Alberto Magno, Tomás de Aquino, las primeras universidades del alto Medievo o principios del Renacimiento, como las de Bolonia, La Sapienza de Roma, Salerno—, la investigación del cerebro era muy importante, aunque se basaba en una física antigua.
Por tanto, no es completamente cierto que la visión cristiana haya sido siempre espiritualista.
Por supuesto que no. Es a partir de los siglos del racionalismo cuando se da una separación: por una parte nacen las ciencias empíricas y por otra todo lo que era espiritualidad y moralidad siguió un camino demasiado espiritualista y se perdió el vínculo con un naturalismo auténtico. Ha habido dos momentos históricos importantes para el cristianismo y su relación con las ciencias naturales y con un naturalismo correcto: primero, el encuentro del cristianismo en su nacimiento con el logos griego y el mundo científico; en segundo lugar, el renacimiento, precedido por dos o tres siglos de fermento intelectual, cuando gracias a la nueva ciencia natural nacen la nueva biología y la nueva neurociencia. No podemos pensar que la neurociencia presente un desafío a la visión cristiana como si fuera una novedad absoluta o que suponga de cualquier modo una amenaza. Al contrario, es una óptima oportunidad para conocer mejor la naturaleza humana.