Por Nicolás Jouve, Catedrático emérito de Genética y presidente de CíViCa (asociación miembro de la Federación Europea One of Us). Miembro del Comité de Bioética de España. Publicado en Páginas Digital el 11 de diciembre de 2019.
Recientemente se han publicado una serie de artículos que sugieren que los seres humanos somos el producto de una auto-domesticación [1]. La idea es que los primeros humanos serían seres poco favorecidos y violentos, y que de ahí la especie habría evolucionado, por una acción directa sobre sí mismos, hacia una mejor apariencia física y unos comportamientos cada vez menos agresivos. (leer el artículo «Solo un gen controla el desarrollo de nuestro rostro»).
En primer lugar, no debe extrañaros la idea de que el hombre pudo seguir un proceso evolutivo. En eso seguimos las mismas pautas que los demás seres de la naturaleza. Sin embargo, es difícil entender cómo dadas sus características personales pudo modificarse a sí mismo, del mismo modo que lo hizo para domesticar a los animales salvajes y las plantas silvestres.
Me explico. Cuando se habla de domesticación hay que pensar en un proceso de cribado genético selectivo, para favorecer lo “mejor” y eliminar lo “peor” a lo largo de las generaciones. Es decir, hay que llevar a cabo una selección artificial basada en las diferencias genéticas para que sea efectiva. Quienes sostienen la idea de que en el hombre se ha practicado una auto-domesticación, han encontrado al menos un gen regulador, el BAZ1B, que controla a una batería de genes estructurales que intervienen en las características faciales, y que nos diferencian de los neandertales [2].
Sin duda, puede haber habido una selección natural en base a la diversidad en estos genes, pero no hay por qué pensar en la voluntad de obtener generaciones de personas mejor parecidas y menos agresivas, sino que esto podría ser consecuencia de una tendencia natural inherente al propio ser humano, motivado por el atractivo interpersonal y la supervivencia de los más altruistas frente a los más violentos.
Por otro lado, es difícil entender que en una hipotética domesticación humana intervengan los mismos genes en caracteres tan dispares como los rasgos faciales y el comportamiento. Podemos pensar que, tanto en el aspecto físico del rostro como en nuestras acciones como humanos, haya genes que determinen, con sus múltiples variantes alélicas, un rango más o menos amplio de variación. Pongamos por caso alelos para rostro duro o rostro agradable, con diversas alternativas, y también un sistema complejo de múltiples genes repartidos por el genoma con diversos alelos para unas tendencias de comportamiento desde muy bondadoso a muy agresivo, con toda una amplia gama de manifestaciones, condicionadas por factores ambientales. Hoy constatamos que existe esa diversidad tanto para las características físicas como para el comportamiento, tanto más en poblaciones pretéritas. Está claro que, habiendo variabilidad genética puede haber respuesta a la selección. Así, ocurrió con el paso del lobo al perro, los felinos silvestres a los gatos o el teosinte al maíz cultivado.
Lo que ocurre es que, en el caso humano, la selección natural hacia patrones de belleza y comportamiento con los que el propio ser humano se sintiese cada vez más satisfecho, no tienen por qué ser consecuencia de una auto-domesticación. No es necesario pensar que tras la aparición del Homo sapiens en el centro de África hace más de 150.000 años, se haya producido una selección dirigida por el propio hombre. No es necesario pensar en objetivos preconcebidos desde el origen de nuestra especie hacia un ser humano cada vez más humano. Cuesta pensar en una selección artificial dirigida hacia objetivos de perfección física y bondad, ya que eso supondría una eugenesia larvada y practicada a lo largo de la historia de la humanidad, que es lo que sugiere la idea de la auto-domesticación. Bien es cierto, que la eugenesia social ha sido protagonista de no muy lejanos episodios en nuestra historia reciente, afortunadamente superados, aunque aparezcan brotes como lo que proponen los transhumanistas. Pero esto lo dejamos para otro comentario.
Lo que parece claro es que, en el hombre, hay algo que está por encima de los genes y que no se podría entender solo sobre la base de una selección artificial. En nuestra conducta, los genes están condicionados a la educación y las influencias del medio en que vivimos y que forjan nuestra personalidad, alimentan nuestro espíritu y determinan la forma de vivir la vida. Salvo en determinadas patologías, el comportamiento humano está condicionado a la voluntad y no somos esclavos de nuestros genes.
Particularmente prefiero pensar que la supuesta auto-domesticación, es un espejismo de algo más profundo, que es lo que diferencia al hombre del resto de la naturaleza. Fruto de su racionalidad, el ser humano es solidario, generoso, altruista, honesto, compasivo, en una palabra, humano, y estas son cualidades únicas en la naturaleza. Cada ser humano, vive su vida de forma personal, de ahí el reconocimiento de su dignidad. Su sentido ético y de trascendencia constituyen las manifestaciones más evidentes del mundo racional que le es propio. Si como sostiene la tradición cristiana el hombre es el fruto del deseo de Dios de crear una criatura a su imagen y semejanza, esta habría de poseer un espíritu que le permitiera imponer las acciones razonadas y bondadosas a las meramente instintivas y negativas. Para San Pablo: «el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5, 16–25).
[1] M. Marshall. “A single gene controls how our faces develop when we are young”. New Scientist. 4 December 2019.
[2] M. Zanella y otros. “Dosage analysis of the 7q11.23 Williams region identifies BAZ1B as a major human gene patterning the modern human face and underlying self-domestication”. Science Advances 5 (12) (2019) eaaw7908, DOI: 10.1126/sciadv.aaw7908