Por Eugenio Nasarre, diputado del PP, exsecretario General de Educación – Publicado en Páginas Digital el 22 de Febrero de 2013
Hace una semana el INE hizo públicos los datos demográficos correspondientes al año 2012. Resultan demoledores. Desde 2008 el número de nacimientos se ha reducido casi un 13 por ciento. La tasa bruta de natalidad ha descendido hasta el 9,7 por 1.000 habitantes. La edad media de la maternidad en las mujeres españolas se ha elevado a los 32,1 años. Los hogares con un solo hijo se configuran ya como el modelo mayoritario. La figura del hermano estará ausente en la mayoría de las familias españolas. Se miren como se miren, todos los datos son negativos. Es algo así como el substrato de la crisis que azota a la sociedad española.
Por Eugenio Nasarre, diputado del PP, exsecretario General de Educación – Publicado en Páginas Digital el 22 de Febrero de 2013
Hace una semana el INE hizo públicos los datos demográficos correspondientes al año 2012. Resultan demoledores. Desde 2008 el número de nacimientos se ha reducido casi un 13 por ciento. La tasa bruta de natalidad ha descendido hasta el 9,7 por 1.000 habitantes. La edad media de la maternidad en las mujeres españolas se ha elevado a los 32,1 años. Los hogares con un solo hijo se configuran ya como el modelo mayoritario. La figura del hermano estará ausente en la mayoría de las familias españolas. Se miren como se miren, todos los datos son negativos. Es algo así como el substrato de la crisis que azota a la sociedad española.
Me ha llamado poderosamente la atención que a las 24 horas de la publicación de estos datos la pauta dominante en la opinión pública española ha sido un ominoso silencio. No se ha abierto ningún debate en serio y en profundidad. Los partidos políticos han callado. Parecería como si la sociedad española tuviera otros asuntos más importantes y más urgentes a los que dedicar su atención.
Pero esa impresión es más aparente que real. La verdad es que todos sabemos ya a dónde nos llevan estos datos demográficos. No hace falta que sesudos expertos nos lo expliquen de nuevo. Aunque esta vez los demógrafos del INE sí nos han hecho una advertencia: que el descenso de la natalidad no se debe tan sólo a una disminución de la “tasa de fecundidad” sino también a “la progresiva reducción del número de mujeres en edad fértil”. Es decir, nos dicen sin ambages que estamos ya en la pendiente del precipicio demográfico.
¿Por qué no nos atrevemos a abrir el debate que la magnitud de esta cuestión merece? Porque sabemos o intuimos que tal debate, si fuera sincero, honesto intelectualmente y veraz, nos plantearía un horizonte de interrogantes, y de respuestas también, que nos asusta. Plantearse en serio la cuestión demográfica, aunque sea con el muy limitado objetivo de mantener la supervivencia de una sociedad, produce auténtico pánico. Por eso rechazamos el debate, más allá de los ya consabidos y superficiales tópicos.
Confieso que soy muy escéptico a que el problema demográfico se resuelva simplemente con la adopción de políticas públicas favorecedoras de la natalidad. Algunos de mis amigos se muestran partidarios entusiastas de impulsarlas. No digo yo que no se puedan hacer y que no haya que hacer políticas de protección y apoyo a la maternidad y a la familia. Entiéndaseme bien. Pero creo que desenfocaríamos los términos verdaderos del debate, y lo haríamos hasta cierto punto estéril, si lo centráramos (y lo limitáramos, por tanto) en el diseño de políticas públicas, como si en ellas estuviera la solución.
Para ser fecundo el debate debería ir mucho más allá; debería atreverse a plantear cuáles son los obstáculos en nuestra cultura, en nuestras realidades económicas, en nuestro modelo laboral, en nuestro estilo de vida, que dificultan el compromiso y la alegría de ser padres y de educar a los hijos para que sean personas libres y responsables. La paternidad y la maternidad pertenecen al orden de la libertad. Pero el ejercicio de esta libertad se topa con una realidad hostil, incluida buena parte de nuestra legislación.
El miedo a este debate es el miedo a los cambios que tendrían que producirse en nuestra sociedad para que la maternidad fuera de verdad reconocida y apreciada. ¿No es precisamente la crisis una oportunidad para vencer ese miedo?