El presente Informe fue discutido y aprobado por la unanimidad de los miembros del Comité de Bioética de España en su reunión plenaria de 30 de septiembre de 2020.
Miembros
Federico de Montalvo Jääskeläinen (Presidente)
Rogelio Altisent Trota (Vicepresidente)
Vicente Bellver Capella
Fidel Cadena Serrano
Manuel de los Reyes López
Álvaro de la Gándara del Castillo
Encarnación Guillén Navarro
Nicolás Jouve de la Barreda
Natalia López Moratalla
Leonor Ruiz Sicilia
José Miguel Serrano Ruiz-Calderón
Emilia Sánchez Chamorro (Secretaria)
En la reunión plenaria del Comité de 4 de marzo de 2020 se decidió aprobar de manera unánime una Declaración por la que se acordó iniciar la elaboración de un Informe en el que se abordarían las principales cuestiones bioéticas del debate acerca del final de la vida, para contribuir a enriquecer el que, más allá de la tramitación parlamentaria de la proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, se ha planteado de manera ya intensa en la sociedad. Y, como señalábamos en dicha Declaración, la regulación sobre el final de la vida de las personas y el propio proceso de morir es un asunto que nos afecta a todas y a todos, y tiene un elevado impacto emocional. Por ello, considerábamos que era deseable que el mayor número de agentes sociales aportaran su punto de vista y trataran de hacerlo apoyándose en razones.
El presente Informe se ha elaborado, pues, en cumplimiento del compromiso asumido por el Comité en la citada Declaración de 4 de marzo de 2020 y al amparo de la segunda de las funciones establecidas por el artículo 78.1 de la Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica: “Emitir informes, propuestas y recomendaciones sobre materias relacionadas con las implicaciones éticas y sociales de la Biomedicina y Ciencias de la Salud que el Comité considere relevantes”.
El presente Informe fue discutido y aprobado por la unanimidad de los miembros del Comité de Bioética de España en su reunión plenaria de 30 de septiembre de 2020.
Índice
Las razones que justifican la elaboración de este informe no exigen de una prolija explicación, en la medida que la primera función del Comité de Bioética de España determinada por la ley que lo creó es “Emitir informes, propuestas y recomendaciones para los poderes públicos de ámbito estatal y autonómico en asuntos con implicaciones bioéticas relevantes” y la segunda, “Emitir informes, propuestas y recomendaciones sobre materias relacionadas con las implicaciones éticas y sociales de la Biomedicina y Ciencias de la Salud que el Comité considere relevantes”. Resultaría extraño que, desde una perspectiva estrictamente ético-legal, pudiera aprobarse en los próximos meses una norma legal que pretenda no solo despenalizar la eutanasia y/o auxilio al suicidio sino, más allá, reconocer un verdadero derecho a morir que, además, revista la condición de prestación con cargo al sistema público de salud, y que sobre dicho asunto no se pronunciara este Comité. Es por ello por lo que se ha redactado y aprobado este informe.
En todos los países de nuestro entorno, no solo los Parlamentos y, en muchos casos los Tribunales han tenido un papel relevante en el debate sobre la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio, ya hayan optado por abrir el camino de la legalización o por lo contrario, mantener la prohibición, sino también los Comités Nacionales de Bioética han participado mediante Informes, encontrando ejemplos paradigmáticos de ello en países con una cultura ético-legal muy similar a la nuestra como serían Alemania, Francia, Italia, o Portugal, pudiendo mencionarse también a Suecia o la República de Irlanda. Así pues, creemos que este Informe cobra plena razón de ser desde el momento que se ha iniciado ya un debate político y parlamentario sobre la cuestión y en el que entendemos que deben ser bienvenidos todos los argumentos que permitan, desde la prudencia, nutrir el mismo, sobre todo, cuando éstos proceden, con mayor o menor acierto, del máximo órgano consultivo del Estado y los poderes públicos en materia de Bioética.
El fin de este Informe es, como acabamos de anticipar, ofrecer elementos para la reflexión. Si algo caracteriza el debate de la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es su complejidad, más aún, en momentos como los actuales que viene marcados por el ingente avance de los tratamientos de soporte vital o el envejecimiento de la población, entre otros. Además, la pandemia que aún seguimos sufriendo aporta elementos nuevos para dicha reflexión. La muerte de miles de personas, sobre todo, las de mayor edad, por causa de la Covid-19, refleja una realidad socio-sanitaria deficiente.
El coronavirus ha dejado todo en silencio, ha arrasado, sobre todo, con aquellas vidas más vulnerables. Y si algo nos ha traído esta pandemia no es tanto la proclamación reiterada de la autonomía individual, sino, antes al contrario, la necesidad y la urgencia de implementar una verdadera sociedad del cuidado que se haga cargo de la vulnerabilidad de la condición humana, de la necesidad de incorporar precisamente a los mayores a la agenda pública política, desde otra reivindicación mucho más humana, que nos abra a la reciprocidad, solidaridad e inclusión[1].
La complejidad del debate deriva no solo del contexto en el que han de aplicarse las correspondientes propuestas, sino también, como ha señalado el Comité Nacional de Bioética italiano (Comitato Nazionale per la Bioetica) en su Informe de reflexiones bioéticas sobre el suicidio médicamente asistido de 18 de julio de 2019, de la gran dificultad para lograr conciliar dos principios importantes desde el punto de vista bioético, como son la protección de la vida, por un lado, y la autodeterminación individual, por el otro.
En el debate sobre la eutanasia comparecen las diversas visiones acerca del ser humano y de los modelos de vida buena desde las que las personas tratan de dar respuesta al gran desafío que es el final de la vida de cada uno. Siendo en algunos casos tan distintas, es lógico que resulte sumamente difícil tejer consensos que den lugar a la aprobación de normas sobre el final de la vida respaldadas por una amplia mayoría social y parlamentaria. La magnitud del desafío no debe llevar al desistimiento sino, por el contrario, a la creación de las condiciones más idóneas para que ese debate se pueda llevar a cabo, y que serían fundamentalmente tres: que todos puedan expresar las razones que les llevan a mantener determinada posición, y que sean escuchadas y en su caso rebatidas en base también a razones; que nadie sea objeto de una descalificación moral que lo estigmatice en el momento del debate; y que todos manifiesten un propósito eficaz de diferenciar entre lo que son concepciones morales respetables pero que no se pueden imponer por ley a todos y lo que son exigencias de justicia que deben informar la vida social. Las cuestiones relativas al homicidio se remiten siempre con preferencia a lo segundo.
En este debate son importantes los argumentos teóricos y abstractos, pero deben compaginarse con la consideración de los casos concretos, si no se quiere caer en planteamientos alejados de la realidad. A su vez, la atención a los casos concretos debe evitar el desbordamiento emocional que entorpece el ejercicio de la razón.
Cuando la deliberación ética se lleva a cabo en esas condiciones se suelen hacer algunos descubrimientos de gran valor social, como que no todo en el ámbito de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es blanco o negro; que los demás suelen tener razones que enriquecen el propio punto de vista; y que, cuando ya no es posible encontrar más puntos de acuerdo, seguirá siendo necesario adoptar decisiones, y convendrá entonces que se haga con el mayor número de apoyos. Por elemental coherencia, en este informe hemos tratado de proceder conforme a los criterios apuntados.
El dramatismo que caracteriza a los casos concretos que surgen en nuestra realidad, y las emociones que generan en la opinión pública, puede ser un obstáculo que dificulte el diálogo sereno entre todos, pero también una oportunidad para alcanzar consensos. El acuerdo es fácil de alcanzar cuando de lo que se trata es de valorar el reproche no tanto moral sino, sobre todo, legal que ha de merecer la conducta del cónyuge, padre o hijo que, por amor, ayuda a morir a su ser querido.
Protección de la vida, respeto de los valores individuales, solidaridad y compasión creemos que son los elementos claves del debate, más allá de meras ideologías políticas o construcciones puramente abstractas e ideales que no responden, en ocasiones, a la realidad de nuestra sociedad y a la aparición de algunos casos concretos que no nos dejan de conmover y que nos generan el deber ético de seguir reflexionando sobre una materia tan compleja.
En todo caso, la compasión no puede ser el único criterio a considerar, ya que basar nuestro sistema ético y, con mayor razón, nuestro sistema legal en aquélla es peligroso y jurídicamente inseguro. Simpatizar con el sufrimiento de alguien es sin duda un sentimiento respetable, pero convertir la compasión en el principal determinante ético o legal sería peligroso en la medida que puede conducir a los peores excesos a través de un vínculo demasiado intenso. La compasión hacia el que solicita morir por la situación extrema en que se encuentra es una virtud y alta cualidad humana, pero no debe hacernos olvidar que atender su solicitud puede tener consecuencias en otros seres humanos o, incluso, afectar al futuro de las personas más vulnerables. Por ello, nuestra reivindicación de la compasión debe conjugarse de manera equilibrada con otros principios y criterios y, sobre todo, con la racionalidad, responsabilidad, prudencia, deber de no abandono y la solidaridad. No hay que olvidar que hay formas de compasión que pueden derivar en actos que son en si mismos gravemente injustos.
Nuestro discurso en este informe será, por razones de las funciones que corresponden a este Comité, esencialmente ético, aunque sin olvidar que el fin del debate que se ha planteado en sede parlamentaria va más allá y surge con el propósito único de aprobar una norma que reconozca la eutanasia y el auxilio al suicido. Y no como meras excepciones a la regla general que exige proteger jurídicamente la vida, sino como un verdadero derecho que permita a determinados individuos, en atención al contexto clínico en el que se encuentren, solicitar de los poderes públicos la ayuda tanto directa como indirecta para acabar con su vida. El objetivo de dicha iniciativa legislativa no es solo el reconocimiento de la libertad para darse muerte con la participación directa o el auxilio de un profesional sanitario, sino consagrar un derecho prestacional, incorporando la eutanasia y el auxilio al suicidio en el catálogo de prestaciones del sistema público de salud.
Por ello, algunas cuestiones de índole más estrictamente legal también serán abordadas en este Informe, sin perjuicio de que el objetivo de este Informe no es otro que ofrecer a la opinión pública y a nuestros representantes políticos, que son quienes a la postre van a debatir sobre este asunto en los próximos meses, elementos para la deliberación sobre una cuestión éticamente tan comprometida. Y decimos, aunque puede parecer que huelga hacerlo, que es comprometida no solo por lo que supone en sí misma, sino por las consecuencias indirectas que puede conllevar en una sociedad con las características de la nuestra y en un contexto tan complejo, difícil e incierto como el que estamos viviendo, más aún, tras el impacto brutal que ha generado la pandemia que aún seguimos padeciendo en esta fase de rebrotes o, incluso, segunda ola.
Cierto es que la Ética debe fundamentar el Derecho, pero también lo es que se trata de dos conceptos o ámbitos de reflexión, propuesta y decisión diferentes, aunque tengan mucho en común. La Ética se interroga sobre el juicio moral de una determinada conducta, mientras que el Derecho se ocupa de garantizar el respeto de los derechos de los integrantes de una sociedad, en un clima de convivencia pacífica y de justicia. Desde el punto de vista ético respondemos ante nuestra conciencia y desde el punto de vista legal ante la autoridad competente. Pero esta capacidad de actuar de la autoridad competente a través del carácter coercitivo que distingue a la norma jurídica de la regla ética, no se produce solo a partir de un juicio moral, sino también de una valoración política y estrictamente jurídica. En esta valoración cobra especial relevancia la evaluación de las consecuencias sociales de la norma que pretenda aprobarse o del derecho que pretenda proclamarse.
Por otro lado, y para terminar con esta introducción, es importante, creemos, destacar la idea de que nuestras sociedades perciben en estas últimas décadas la proclamación de nuevos derechos como verdaderas conquistas sociales, como avances de la sociedad. Sin embargo, en ocasiones no solo se olvida que no todo deseo, por plausible que pueda ser, es una imperiosa necesidad y además debe convertirse ineludiblemente en derecho. También se olvida que tal proclamación debe analizar las consecuencias sociales en el contexto y comunidad concretas en las que se inserta.
Así, resultan sumamente elocuentes las palabras de María Eugenia Rodríguez Palop en el prólogo al libro de Michael Sandel, Contra la perfección, cuando recuerda la importancia de la defensa de una concepción de los derechos como puentes para el diálogo que se oriente a la conformación y el fortalecimiento de una identidad común y al mantenimiento de las relaciones que consideramos buenas. Desde esta perspectiva, los derechos individuales tendrían una importancia capital para la sociedad, pero no porque capacitaran a los individuos para la consecución de sus propios fines, sino porque harían posible la comunicación social y el debate en una vida democrática[2]. No se llega a una sociedad justa por garantizar solo la libertad de elección, por transformar los deseos, por plausibles que puedan socialmente ser, en derechos, cuando, sobre todo, afectan a terceros. Hay que avanzar hacia la calidad moral de la autonomía. En palabras de Edmund Pellegrino, los fines no son lo bueno, el bien, porque nosotros lo deseemos, sino que los deseamos porque ellos son el bien, lo bueno[3].
El problema radica en acabar confundiendo lo lícito (el agere licere, la esfera de actuación lícita del ser humano) con un derecho subjetivo. Para que un deseo o una pretensión pueda, yendo más allá de lícito, transformarse en un auténtico derecho, es necesario poder situar dicha pretensión en el marco de las relaciones sociales como algo razonablemente exigible. Es decir, la existencia del derecho exige razones más allá de los meros deseos del individuo, ya que implica poner en sus manos un poder que le permite controlar la conducta de otros, determinar lo que éstos deben hacer o dejar de hacer, y hacerlo con el respaldo del Estado[4].
El problema reside, pues, en confundir lo lícito en determinados contextos con lo exigible. Y también en transformar, en atención a las características singulares de un caso concreto, una hipotética excepción o atenuación al deber moral y legal de no matar, en un derecho e, incluso, más allá, en una prestación con cargo al sistema público. Algún autor ha traído paradójicamente a colación del otorgamiento del estatus de prestación pública a la eutanasia y/o auxilio al suicidio al conocido concepto de biopolítica de Michael Foucault, de manera que con la legalización de aquélla y su incorporación al catálogo de prestaciones el Estado no tendría ya en sus manos la salud de sus ciudadanos, sino la propia vida, soslayando uno de los principales límites del Estado liberal, en virtud del cual, la vida de los ciudadanos no puede estar a disposición de los poderes públicos.
El debate acerca de la eutanasia y/o auxilio al suicidio tiene diversos aspectos que, aunque están todos relacionados, no deben ser confundidos. En primer lugar, estaría el aspecto moral “puro”, en el que se trataría de valorar la corrección moral o no de practicar actos de eutanasia de diferentes tipos en diferentes circunstancias generales. En segundo lugar, estaría el aspecto moral casuístico que consiste en valorar en un caso concreto dado, si se justifica o no la eutanasia. En tercer lugar, un aspecto ético-jurídico que intenta determinar qué legislación acerca de la eutanasia se justifica moralmente. Y la relación entre estos tres aspectos es compleja[5] y, añadimos nosotros, se confunden cuando se debate acerca de la despenalización de la eutanasia.
Para concluir esta introducción, conviene hacer una aclaración: este Informe aspira a aportar, como ya hemos dicho, elementos para la reflexión, pero ello desde una posición integradora de manera que las diferentes posiciones y sensibilidades presentes en los miembros de un Comité, como el nuestro, necesariamente plural por la función ética y social que le corresponde, tengan cabida. No pretendemos a través del Informe ofrecer la opinión y posición de una mayoría y dejar un espacio de discrepancia particular a la minoría, sino integrar todos los pareceres del Comité, lo que parece haberse logrado de manera muy satisfactoria cuando el Informe ha sido aprobado por la unanimidad de sus miembros. Y creemos que el logro de la unanimidad en un tema éticamente tan complejo es una buena muestra de que el acuerdo unánime es posible alcanzarlo cuando se parte de la reflexión, escucha y deliberación.
Antes de desarrollar los elementos que entendemos que pueden ayudar al debate en nuestra sociedad sobre la necesidad y oportunidad de regular la eutanasia y/o el auxilio al suicidio, es importante recordar la regulación actual del homicidio piadoso y el auxilio médico al suicidio en nuestro sistema legal. Tal revisión nos permitirá concluir, como ya anticipamos, que, si bien nadie puede negar que la eutanasia y el auxilio al suicidio están prohibidas en nuestro ordenamiento jurídico, recogiéndose un tipo penal que castiga a quien lleve a cabo dichas conductas, su tratamiento es muy benévolo, al incorporar un tipo específico atenuado o privilegiado. Puede afirmarse, así, que la compasión de la que ya hemos hecho mención, informa claramente el régimen jurídico-penal de la eutanasia y/o auxilio al suicidio en nuestro ordenamiento cuando tales actos se producen en el contexto que define la Ley como una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar.
La regulación de la eutanasia y auxilio médico al suicidio se contiene sustancialmente en el artículo 143.4 del Código Penal que dispone que “El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo”.
¿Qué implica la pena inferior en uno o dos grados? La eutanasia se sanciona criminalmente en nuestro sistema legal a través de un tipo penal específico privilegiado respecto del de cooperación con actos necesarios al suicidio de una persona (art. 143.2 CP) y del de cooperación, cuando llegue hasta el punto de ejecutar la muerte (art. 143.3 CP), y siempre que aquélla se produzca no solo a petición expresa, seria e inequívoca del paciente, sino que, además, tenga lugar en el contexto de una enfermedad grave que conduce necesariamente a la muerte, o una enfermedad que sin conducir a la muerte conlleva padecimientos permanentes y difíciles de soportar. Y el tipo privilegiado se traduce en una pena que discurriría de seis meses como mínimo a seis años menos un día, como máximo. A este respecto, el delito de homicidio, por ejemplo, que se castiga en el anterior artículo 138 CP con una pena de diez a quince años e, incluso, superior en grado cuando concurra en su comisión que la víctima sea menor de dieciséis años de edad, o se trate de una persona especialmente vulnerable por razón de su edad, enfermedad o discapacidad, que el hecho fuera subsiguiente a un delito contra la libertad sexual que el autor hubiera cometido sobre la víctima, que se hubiera cometido por quien perteneciere a un grupo u organización criminal o cuando los hechos sean además constitutivos de un delito de atentado del artículo 550.
¿Qué prohíbe, pues, realmente el citado artículo 143.4? No tanto la eutanasia o auxilio médico al suicidio como acto singular e individual, sino la repetición del acto, es decir, la eutanasia y/o auxilio al suicidio institucionalizados.
Algunos autores han planteado que, nuestra regulación de la eutanasia y auxilio al suicidio opera como expresión simbólica de que nuestro ordenamiento constitucional protege la vida como valor esencial, es decir, prohíbe con carácter general matar, pero también se muestra compasiva con determinados casos muy singulares. El recurso a la norma como símbolo surge así como propuesta para regular aquéllas. La prohibición penal reviste un intenso significado simbólico, reflejando la gravedad con la que se mira la decisión de quitarse la vida o de privarla a otro y la renuencia a aceptar o promover tales decisiones. Si se despenalizara, ello reflejaría un cambio de actitudes ante estas conductas y el sentido de precaución y gravedad actual se irían perdiendo naturalmente entre los ciudadanos y los profesionales sanitarios[6]. La prohibición de matar que se expresa en la prohibición de la eutanasia y/o auxilio al suicidio constituye un componente de la confianza que cada uno de nosotros puede depositar en la sociedad y, por lo tanto, es muy importante para nuestra fe colectiva en la sociedad, utilizando las palabras del Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia (Comité Consultatif National d´Ethique) en su Opinión núm. 122, sobre el final de la vida, la autonomía personal y el deseo de morir, de 30 de junio de 2013.
El temor sería que por tratar con compasión los pocos casos que se nos presentan se abriera un camino que devalúe el valor ético y legal de la vida humana. El problema radica en el temor que produce la eutanasia en manos del Estado y de determinados mecanismos objetivos de poder. La objetivación de dichos procesos podría llegar a quitar la razón misma que de partida podrían tener[7]. En cuestiones tan dramáticas como el caso de la eutanasia estamos ante situaciones tan especiales que se hacen muy difícilmente generalizables, constituyendo casos que tendrían que ser tratados ad hoc, bien mediante una legislación que así lo prevea, bien por medio de decisiones jurisprudenciales[8].
En la despenalización de la eutanasia o el suicidio asistido, la acción transitiva que se realiza en el cuerpo de otra persona para poner fin a la vida es peligrosa porque abre un camino que luego es difícil de parar y dicho argumento que se denomina de la pendiente resbaladiza es importante porque en ética la prudencia es la virtud que intenta prever las consecuencias y evitar decisiones de las que nos podamos arrepentir después[9].
Como recuerda la Declaración sobre la eutanasia de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos de 2002, puede haber personas que acepten éticamente la eutanasia en determinadas circunstancias extremas y estén a la vez en contra de su legalización, por razones de carácter prudencial, en atención al posible o, más aún, previsible balance de consecuencias que las repercusiones negativas de esa ley que la proclamara, pudieran tener. No como excepción tasada a la regla general de protección a la vida, sino como verdadero derecho y prestación del sistema público de salud.
El debate, anticipamos ya, cabría quizás situarlo bien en valorar si no existirían alternativas clínicas y de cuidados para aquellos que se encuentran en una situación extrema de sufrimiento, no solo físico, sino también existencial (sufrimiento existencial refractario), o bien en valorar si el tratamiento que nuestro ordenamiento jurídico ofrece para los escasos casos de petición de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es suficientemente compasivo o puede proponerse una fórmula penal que, sin restar un ápice a la defensa de la vida, permita solventar anticipadamente y sin pena de banquillo los casos que puedan presentarse. Anticipamos ya que este Comité considera preferible, ética y legalmente, iniciar un cambio a través de la primera de las opciones menciones, la más estrictamente clínica, sin perjuicio de observar alguna experiencia iniciada en países de nuestro entorno para evitar el enjuiciamiento penal de los casos concretos que puedan producirse, a lo que nos referiremos con detalle al final de este Informe.
El reto estriba en hallar el modo de respetar las pretensiones de quien ante una situación de gran sufrimiento pide que se acabe con su vida sin minimizar la gravedad moral del hecho de acelerar la muerte y preservar la noción de la vida como algo digno de reverencia y no como objeto de elección[10]. Porque, el hecho de convertir la eutanasia y/o el auxilio al suicidio en un derecho podría generar en la mayoría de la sociedad la percepción de que es una práctica buena. La mayoría tiende a identificar moralidad con legalidad. Es más, habrá enfermos que consideren una muestra de caridad solicitar la muerte para dejar de ser una carga para la familia o para el sistema. Sobre esta cuestión que consideramos clave en el debate volveremos más adelante.
En todo caso, y como conclusión de este apartado, creemos que es importante recordar que, pese a que se opte por abrir el debate acerca de implementar alternativas, bien clínicas, bien de naturaleza más estrictamente jurídicas, el trato que la eutanasia y auxilio al suicidio reciben en nuestro ordenamiento jurídico mira con extrema compasión y prudencia aquellos casos singulares en los que una persona próxima al solicitante pide que se acabe con su vida. No es que el ordenamiento jurídico tenga despenalizado de facto tales actos, sino que atiende al contexto concreto en el que se han llevado a cabo. Es decir, nuestro ordenamiento creemos que cumple con la doble función de proteger la vida, como valor esencial de una comunidad política, y de atender con compasión y prudencia los pocos casos singulares que se plantean en la realidad.
Para dialogar y debatir es esencial, en primer lugar, ponerse de acuerdo sobre aquello que estamos intentando aclarar, y si ello es importante en cualquier debate, más aún debe serlo cuando el objeto del mismo constituye un categórico moral incardinable en el derecho a la vida y, más concretamente, en el presunto fundamento ético-legal de un derecho a morir.
Por ello, tratar de aclarar de qué estamos hablando cuando nos referimos a la despenalización de la eutanasia y al auxilio al suicidio o, incluso, más allá, cuando se promueve al reconocimiento por el ordenamiento jurídico de un verdadero derecho subjetivo a solicitar de los poderes públicos la acción directa o el auxilio para acabar con nuestra vida, constituye un prius indiscutible. “Eutanasia” significa, etimológicamente, ‘buena muerte’. El debate actual arranca cuando la búsqueda de la buena muerte intenta convertirse en una práctica medicalizada, es decir, como algo integrante del rol profesional médico.
A tales efectos, el Documento de “Atención Médica al final de la vida: conceptos y definiciones”, elaborado por el Grupo de trabajo “Atención médica al final de la vida”, Organización Médica Colegial y Sociedad Española de Cuidados Paliativos (abril 2015), resulta un instrumento esencial, dado que en el mismo se definen con precisión todos los conceptos que se encuentran involucrados en el debate.
El objetivo de dicho documento, como recoge explícitamente en su Introducción, es ofrecer, desde la Medicina, la Ética y el Derecho un lenguaje común que asigne a las palabras un significado preciso para ayudar a los médicos en su práctica profesional, y a los pacientes y sus familias, a comprender y entender sus posibilidades y derechos.
Entre los conceptos que ahora interesa, el documento recoge las definiciones de eutanasia y auxilio médico al suicidio, consistiendo la primera en la provocación intencionada de la muerte de una persona que padece una enfermedad avanzada o terminal, a petición expresa de ésta, y en un contexto médico, y el segundo, la ayuda médica para la realización de un suicidio, ante la solicitud de un enfermo, proporcionándole los fármacos necesarios para que el mismo se los administre. Se ha señalado que para hablar de eutanasia y auxilio al suicidio deben concurrir cuatro notas caracterizadoras: petición expresa y reiterada, aplicación por profesional sanitario, enfermedad irreversible/avanzada y vivencia de sufrimiento experimentada como inaceptable.
En todo caso, la distinción entre ambas modalidades no es tampoco pacífica, ya que, como nos recuerda el Comité Nacional de Bioética de Italia en su Informe de 18 de julio de 2019, para algunos, tal distinción no es real, dada la equivalencia sustancial entre ayudar a una persona que quiere quitarse la vida y ser la persona que le quita la vida. El suicidio, que por definición es un acto individual en el que el sujeto hace todo por sí mismo, deja de serlo en el caso de que haya asistencia, es decir, cuando un tercero proporciona la ayuda necesaria para que aquél pueda acabar con su vida. En este sentido, se pueden encontrar elementos estructurales de la eutanasia en el suicidio asistido. Sin embargo, para otros existe una diferencia significativa en el nivel de los principios con los que estas dos acciones pueden justificarse. En el caso de ayudar al suicidio, hay que señalar que el suicidio sigue siendo un acto personal, mientras que la eutanasia prevé la intervención de un tercero para dar muerte. Una distinción que destacaría la idea de que permitir que una persona se quite la vida no es lo mismo que provocar la muerte de alguien como resultado de su solicitud. Se enfatiza que matar a una persona a petición suya contrasta con la opinión generalizada de que la muerte de un ser humano no debe ser provocada intencionalmente por otros.
También interesa destacar los conceptos que recoge el mismo documento de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos sobre la adecuación del esfuerzo y la obstinación terapéutica. La adecuación del esfuerzo terapéutico consiste en retirar, ajustar o no instaurar un tratamiento cuando el pronóstico limitado así lo aconseje. Es la adaptación de los tratamientos a la situación clínica del paciente. Dicha adecuación debe ser un proceso dinámico, continuado, y a veces cambiante según los estadios de la enfermedad. El citado documento propone evitar el término “limitación del esfuerzo terapéutico”, ya que no se trata de ninguna limitación de tratamientos sino de una adecuación de los mismos y, además, se puede transmitir la idea de abandono o el fin de la atención debida al enfermo. Cuando es el resultado de un proceso de valoración clínica ponderada y colegiada entre diferentes profesionales sobre el grado de adecuación, proporcionalidad, necesidad o futilidad de una determinada intervención médica, no es una práctica contraria a la ética, no es punible, no es eutanasia y sí es buena práctica clínica o lex artis ad hoc, además de un criterio de calidad asistencial. Se insiste, en que la diferencia en la intención es una de las claves para distinguir la adecuación del esfuerzo terapéutico de la eutanasia, pues no se debe atribuir una igualdad moral entre ambas acciones, aunque haya quienes la propugnen. Es más, tampoco se debe usar, en ningún caso, la expresión equívoca de ‘eutanasia pasiva’ para mencionar el proceso de adecuación terapéutica.
La obstinación terapéutica consiste en la instauración de medidas no indicadas, desproporcionadas o extraordinarias, con la intención de evitar la muerte en un paciente tributario de tratamiento paliativo. Los vocablos vulgares utilizados, tales como ‘encarnizamiento’ o ‘ensañamiento’ -que prejuzgan crueldad- o ‘furor’ -que refleja un exceso de intensidad- deben desecharse en favor de ‘obstinación’. Siempre constituye una mala práctica médica y es considerada, además, una falta deontológica. Las causas de obstinación pueden incluir, entre otras, las dificultades en la aceptación del proceso de morir, el ambiente o la mentalidad curativa, la falta de formación, o la demanda del enfermo o su familia.
En lo que se refiere, específicamente, a las situaciones clínicas al final de la vida, el documento recoge cuatro definiciones: enfermedad incurable avanzada, situación de agonía, síntoma refractario y sedación paliativa.
La enfermedad incurable avanzada sería la enfermedad de curso gradual y progresivo, sin respuesta a los tratamientos curativos disponibles, que evolucionará hacia la muerte a corto o medio plazo en un contexto de fragilidad y pérdida de autonomía progresivas. Se acompaña habitualmente de síntomas múltiples y provoca un gran impacto emocional en el enfermo, sus familiares y en el propio equipo asistencial.
La situación de agonía es la que precede a la muerte cuando ésta se produce de forma gradual, y en la que existe deterioro físico intenso, debilidad extrema, alta frecuencia de trastornos cognitivos y de la conciencia, dificultad para la relación y la ingesta, con pronóstico de vida en horas o pocos días.
El síntoma refractario es aquel que no puede ser adecuadamente controlado con los tratamientos disponibles, aplicados por médicos expertos, en un plazo de tiempo razonable. En estos casos el alivio del sufrimiento del enfermo requiere la sedación paliativa.
La sedación paliativa es la disminución deliberada de la consciencia del enfermo, una vez obtenido el oportuno consentimiento, mediante la administración de los fármacos indicados y a las dosis proporcionadas, con el objetivo de evitar un sufrimiento insostenible causado por uno o más síntomas refractarios. Cuando el enfermo se encuentra en sus últimos días u horas de vida, hablamos de sedación en la agonía. La sedación paliativa constituye la mejor estrategia eficaz para mitigar el sufrimiento en los casos mencionados y, siempre que se aplique según la buena práctica clínica, queda amparada por la legislación vigente.
El Comité Nacional de Bioética italiano recuerda en su Informe de 18 de julio de 2019 que la sedación paliativa continua profunda no es equivalente a la eutanasia, porque la primera es una acción destinada a aliviar el sufrimiento, mientras que el objeto de la segunda es provocar la muerte. Pero, además, existen otros elementos que también justificarían la distinción: por ejemplo, los diferentes medicamentos que se administran, el resultado diferente del acto, ya que en el procedimiento de sedación el paciente se mueve, sin conciencia, hacia una muerte natural, mientras que en la eutanasia la muerte es causada de inmediato.
También, el Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia (Comité Consultatif National d´Ethique) en su Opinión núm. 122, sobre el final de la vida, la autonomía personal y el deseo de morir, de 30 de junio de 2013, cuya mayoría de miembros expresó reservas a despenalizar la eutanasia y/o auxilio al suicidio, optando por mantener la regulación en los mismos términos que se encuentra actualmente, considera que es esencial y muy útil distinguir entre “dejar morir” y “provocar la muerte”, aunque en determinadas circunstancias la diferencia pueda parecer difusa. Para la mayoría de los miembros del Comité, continuar prohibiendo a los médicos «inducir la muerte deliberadamente» protege a las personas al final de sus vidas, siendo un peligro para la sociedad el que los médicos puedan participar en «quitarles la vida», sobre todo, para las personas más vulnerables.
Por último, y al margen del citado documento de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, también resulta de interés recordar algún otro concepto que puede verse implicado en el debate que nos ocupa, como serían:
Rechazo al tratamiento: es una de las posibles decisiones que un paciente, su representante o su sustituto pueden tomar como resultado del proceso de decisión clínica. La Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial sobre los Derechos del Paciente (2005) establece la obligación de los médicos y las organizaciones sanitarias de respetar el derecho de autodeterminación de los pacientes y aceptar el rechazo del tratamiento o la denegación del consentimiento
Omisión del deber de socorro: situación en la que los profesionales sanitarios deniegan o abandonan la asistencia sanitaria debida a un paciente, de lo que se deriva un grave riesgo para su salud.
Desde una perspectiva legal, debemos recordar que el derecho a la vida está regulado en el art. 15 de nuestra Constitución, el cual se limita a proclamar que “Todos tienen derecho a la vida”. En todo caso, la vida, más allá de su consagración como derecho por el ordenamiento jurídico, posee una dimensión que excede del mero reconocimiento de una facultad o derecho subjetivo, ya que no existe en función de un derecho, sino de un hecho de la naturaleza.
Por ello, nuestro Tribunal Constitucional ha declarado que “la vida es un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana, y que termina en la muerte; es un continuo sometido por efectos del tiempo a cambios cualitativos de naturaleza somática y psíquica que tienen un reflejo en el estatus jurídico público y privado del sujeto vital” (STC 53/1985). El reconocimiento constitucional del derecho a la vida responde a que el hecho, una vez que se produce, requiere la sanción de un derecho, porque vivir significa plantear exigencias al entorno. El reconocimiento constitucional del derecho no supone atribución de facultad que permite el ejercicio del derecho, sino que constituye una garantía que prohíbe la violación del mismo, es decir, constituye un instrumento de protección de la vida. No se reconoce la vida para que el sujeto pueda vivir, sino que se reconoce para que el sujeto pueda seguir viviendo sin injerencias por parte de terceros. La Constitución, pues, no reconoce el derecho a vivir, ya que la vida es un hecho ajeno al reconocimiento legal (un hecho biológico) sino que regula una garantía de la vida frente a ataques de terceros o, incluso, de acuerdo con la jurisprudencia constitucional, del propio sujeto, por lo que se ha señalado que lo que la Constitución proclama es la libertad de existencia. Ello se traduce en la exigencia para el Estado de establecer un régimen penal de protección del derecho a la vida, lo que no excluye otros mecanismos de protección o, al menos, reparación como son los civiles de indemnización (véase, en especial, el Sistema para la valoración de los daños y perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación cuya constitucionalidad fue valorada por la STC 181/2000).
Además, el reconocimiento constitucional del derecho a la vida en el art. 15 CE constituye la proclamación de que la vida misma es precisamente el presupuesto elemental e indispensable de todo derecho. Así, desde un punto de vista axiológico, la vida no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un mero derecho, sino un valor o principio. Es un valor que precede a la propia Constitución, cuyo reconocimiento no depende de la Constitución, y que, en consecuencia, la sujeta al valor vida. La vida constituye no sólo un derecho, sino un presupuesto para el ejercicio de los demás derechos y, por ello, aparece en primer lugar en el catálogo de los derechos y libertades que se consagran en la Constitución. Tal posición preferente del derecho a la vida se recoge igualmente en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, la cual tras proclamar en el artículo 1 que la dignidad humana es inviolable, recoge, a continuación, en el artículo 2, que toda persona tiene derecho a la vida.
Uno de los argumentos en los que se fundamenta la negación del contenido negativo en el derecho a la vida, es decir, que el derecho a la vida no puede conllevar también el derecho a morir o a decidir cuando el titular del derecho quiere morir, y que se derivaría de la consideración de la vida como algo más que un mero derecho, es el de la inalienabilidad. En virtud de la inalienabilidad, el titular del derecho no puede hacer imposible para sí el ejercicio de éste. Los derechos humanos, en tanto en cuanto son inalienables, se le adscriben al individuo al margen de su consentimiento, o contra él. Así sucede no solo con el derecho a la vida sino con otros como, por ejemplo, con el derecho a la educación (obligatoria hasta los 16 años). También es preciso recordar que muchos derechos, principalmente los no patrimoniales, admiten su no ejercicio o su renuncia temporal, pero en modo alguno su extinción. El elemento diferenciador del derecho a la vida respecto de otros derechos que se consagran en el texto constitucional radica en que la renuncia a su ejercicio supone, inexorablemente, su extinción. Los argumentos que habitualmente se esgrimen son similares a los que se emplean para rechazar la renuncia total a la libertad, es decir, la esclavitud consentida.
La inalienabilidad del derecho a la vida que condiciona al mismo en el sentido de no admitir su contenido negativo deriva de su necesaria conexión con la dignidad humana y la libertad. El derecho a la vida es irrenunciable en la medida que no se puede exigir el derecho a morir. El individuo puede desplegar aquellas conductas que impliquen, en virtud de su agere licere, dejar discurrir a la naturaleza y, por ejemplo, no adoptar las medidas necesarias en orden a poner remedido a una enfermedad o situación física que le encamine hacia la muerte. Por ello, el tratamiento médico es voluntario con excepciones vinculadas generalmente a la salud pública. Sin embargo, el individuo no puede exigir del Estado o de un tercero una acción positiva que ponga fin a su vida.
Frente a este argumento se esgrime habitualmente que el derecho a la vida debe implicar el reconocimiento de su dimensión negativa en virtud del propio valor de la dignidad humana, de manera que ésta se verá respetada por el ordenamiento jurídico en la medida que se le permita al individuo desarrollar su propio proyecto de vida, el cual, en determinados contextos o situaciones puede implicar optar por el morir. La despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio se mostrarían, así, como expresiones de la garantía de la dignidad humana, entendida ésta sustancialmente como libertad de autodeterminación, es decir, reconocida por su conexión exclusiva con la libertad del individuo. Al individuo que no se le reconoce su libertad de decidir acerca de cuándo y cómo quiere morir, sobre todo, en contextos de terminalidad y cronicidad, no se le estaría garantizando su dignidad.
Los partidarios de elegir la propia muerte se refieren a un concepto subjetivo o personal de dignidad: en este caso, la dignidad se considera la forma en que los individuos se ven a sí mismos en relación con los valores que aprecian, sus aspiraciones, su vínculo con sus seres queridos, todo lo cual, por tanto, puede diferir considerablemente de una persona a otra y puede cambiar cuando la vejez o la falta de salud nos afectan más. En este caso, la dignidad corresponde a una dimensión normativa (a una forma de existir, a una autoimagen satisfactoria que se le presenta a uno mismo o al mundo exterior). En esta acepción del término, el derecho a morir dignamente significa el derecho que toda persona debe tener de decidir sobre los límites aceptables de deterioro de su autonomía y calidad de vida.
La fundamentación robusta del respeto a la petición eutanásica con mención directa a los valores de dignidad y autonomía encierra el peligro de mostrarse excesivamente ambigua e, incluso, equívoca para todos aquellos que viven los largos tiempos de la enfermedad y la discapacidad enfrentándose diariamente al desánimo y sufrimiento, casi como si aquellos que no tienen la intención de optar por la muerte anticipada estén privados de dignidad y autonomía.
Además, este enfoque responde a una ética claramente subjetivista que niega la existencia de valores objetivos universales y, en virtud de la cual, la vida se considera un bien subjetivo. Así, es el individuo quien decide de forma autónoma si atribuir un valor positivo o negativo a la vida en las diversas condiciones de existencia, salud o enfermedad. Las presupuestos de esta concepción se hacen explícitos en los siguientes elementos: la libertad de elección subjetiva es la condición necesaria y suficiente para fundar un valor y legitimar un derecho; todo lo que se elige es bueno, como expresión de autodeterminación, cualquiera que sea la opción, independientemente de si se opta por elegir vivir o por morir; el derecho está llamado a tomar un reconocimiento acrítico de las opciones y a garantizar las condiciones de libertad, es decir, la implementación efectiva de las opciones individuales, de una manera neutral, considerando cualquier opción equivalente a las otras posibles e independientemente de una evaluación crítica de los contenidos de la elección[11].
Y lejos de ser neutral, la ética de la autonomía se aparta, paradójicamente, de las opiniones de los fundadores de la filosofía política liberal, véase, Locke y Kant, en la medida que para éstos no solo el derecho a la vida y la libertad son inalienables, sino que, además, el respeto a la autonomía implica una serie de deberes hacia uno mismo y hacia los demás, entre los que destaca la obligación de tratar a la humanidad como un fin en sí mismo[12].
El argumento que viene a asentar el reconocimiento del derecho a morir en la dignidad y autodeterminación creemos que es rebatible, desde una perspectiva ético-legal, por dos motivos fundamentales:
En primer lugar, porque admitirlo supone, sin ambages, reconocer el derecho a morir en cualquier contexto o situación. Afirmar, como se hace desde determinadas posiciones favorables a la despenalización de la eutanasia, que ésta viene exigida por la propia dignidad humana, en la medida que solo puede tildarse de digno el proyecto de vida que es determinado por el propio individuo, implica, inexorablemente, que cualquier individuo estaría ética y jurídicamente legitimado para exigir del Estado su ayuda para acabar su vida, y ello, al margen del contexto en el que se encuentre.
Si el fundamento de la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es la dignidad humana, entendida ésta como autodeterminación en la configuración del propio proyecto de vida, tal reconocimiento no cabe restringirlo a determinados casos o contextos, como serían los de terminalidad o cronicidad. Hacerlo supone una contradicción en sus propios términos, un verdadero oxímoron. Si la dignidad es un valor predicable de todos los seres humanos, ¿cuál sería el argumento ético y legal para restringir el reconocimiento del derecho a morir solo a algunos contextos? Todos los individuos por el mero hecho de serlo tendríamos reconocido tal derecho. Cualquier miembro de la comunidad que expusiera su pretensión de morir tendría el derecho a ver satisfecha su demanda al vérsele legalmente reconocida tal facultad.
¿Cuál sería el argumento ético y legal para salvar la vida de aquel que quiere lanzarse desde lo alto de un edificio? ¿Por qué presumir la irracionalidad en el que se asoma al precipicio con deseos suicidas y no del que, en ejercicio de su dignidad, pretende que se acabe con su vida sin esgrimir razones para ello y al margen de un contexto de enfermedad? ¿Por qué limitar el derecho a solicitar la ayuda a morir a aquellos que padecen una enfermedad crónica o terminal y no a cualquiera con independencia de que se encuentro inmerso en un contexto de enfermedad o no?
Cuestión distinta, sería admitir que, en determinados contextos, como son los de terminalidad o, incluso, cronicidad, la presunción de racionalidad de la decisión de morir, debe admitirse, en pos de la dignidad, permitiendo al individuo acabar con su vida como único medio para acabar con el sufrimiento que conlleva la situación o enfermedad. Y precisamente en este aspecto radica posiblemente la confusión en la que incurren los que defienden el reconocimiento legal del derecho a morir como expresión de la dignidad humana. El problema consiste, esencialmente, en incardinar su propuesta en el propio derecho a la vida, de manera que este tuviera también un contenido o dimensión negativa. Cuando sus defensores acaban por limitar su operatividad a determinados contextos de terminalidad o sufrimiento inaceptable, no puede afirmarse que el derecho en cuestión que pretende proclamarse sea el derecho a la vida en su dimensión negativa, como derecho a morir o a decidir cómo quiero morir. Y ello, porque el solicitante de la medida eutanásica no está realmente demandando morir, es decir, no está ejerciendo su derecho a la vida bajo el prisma de su contenido negativo, sino su derecho a no sufrir, a no ver afectada su integridad física o psíquica. La muerte, la no vida, no es el objeto de la solicitud, sino la consecuencia necesaria para dejar de sufrir. La muerte, el final de la vida es también el final del sufrimiento. De hecho, si el dolor o el sufrimiento pudiera eliminarse desaparecería también la petición de acto eutanásico.
El deseo de morir emerge, en muchas ocasiones, de unas condiciones sociales. No nace de una conciencia íntima, cerrada y aislada de las circunstancias. No se quiere morir sino vivir de otra manera. El deseo se construye, en parte, socialmente. Y el verdadero reto es cambiar dichas circunstancias. Y, por ello, triste es que la sociedad permita morir sin abordar estas reformas sociales que llevan a muchos a querer morir[13].
Y este error en el que habitualmente se incurre por parte de los defensores de la proclamación de un presunto derecho a morir tiene especial relevancia desde la perspectiva del principio de necesidad, ya que la principal cuestión que habría que resolver antes de proclamar dicho derecho a no sufrir es si no caben otras alternativas a ocasionar la muerte al individuo y si dichas alternativas están plenamente desarrolladas en nuestro sistema socio-sanitario. Porque si lo que se pretende es proclamar un derecho a no sufrir basado en una única medida para evitarlo, véase, acabar con la vida del individuo, el principio de necesidad no se cumpliría.
Si consideramos que el fundamento de la petición debe situarse en el derecho a la vida, que habilitaría a que el Estado nos ayude a acabar con nuestra vida, el citado principio de necesidad no reviste relevancia alguna, porque la solución es puramente dilemática, se traduce en dos extremos: vivir o morir. No puede ofrecérsele al individuo que lo solicita una opción diferente de estos dos cursos extremos de decisión. Por el contrario, cuando el fundamento se sitúa en el precitado derecho a la integridad, en su concreción del derecho a no sufrir, sí cobra plena virtualidad hacer factible el que se pueda efectivamente recurrir a cursos diferentes de solución, como serían los apoyos terapéuticos y/o sociales.
Y así, puede afirmarse la contradicción de la pretensión de la legalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio con fundamento en la dignidad y, por ende, en la libertad, cuando es habitual que la petición de morir tenga sus raíces en el dolor, en un sentimiento de inutilidad o de pérdida de sentido.
Desde esta perspectiva cobra sentido, como decimos, exigir que, previamente a la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio, o, más aún, del reconocimiento de un insólito derecho a morir ejecutado o auxiliado por el Estado, se hayan implantado de manera satisfactoria dichas soluciones intermedias que, ni suponen que el individuo siga viviendo con sufrimiento ni que se termine con su vida. El rechazo a la legalización de la eutanasia y/o auxilio sin haberse universalizado previamente los tratamientos y apoyos sociales que deben ofrecerse en el contexto de la terminalidad y cronicidad no es un problema meramente fáctico, sino que enlaza directamente con la fundamentación del derecho que se pretende reconocer y con el principio de necesidad que hay que valorar a la hora de proponer como única solución a la situación de sufrimiento el poner fin a la vida del individuo.
En el debate ético sobre la legalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es importante diferenciar entre argumentos que se refieren a valores o principios éticos (argumentos basados en valores) y argumentos que se refieren a hechos (argumentos basados en hechos). Y así la falta aún de universalización dentro de nuestro sistema de salud de los cuidados paliativos y otros medios de apoyo social y psicológico en el contexto de la enfermedad constituye, como puede verse, tanto un argumento basado en hechos, como un argumento basado en valores.
La mera voluntad del individuo no es la condición necesaria y suficiente para legitimar las elecciones. Si la justificación para solicitar la muerte depende de la condición existencial específica del paciente, en la medida en que sea posible eliminar las condiciones de sufrimiento, la solicitud se consideraría injustificada[14].
Otra cuestión es que en determinados contextos muy específicos el desgarrador deseo de un individuo de acabar con su sufrimiento no puede ser desatendido ni por la sociedad ni, por tanto, por el Derecho a través de otro medio que no sea poner fin a su existencia. Pero ello colocaría, necesariamente, al acto eutanásico en clave de excepción y no de regla general. El derecho a la vida no tendría, pues, contenido negativo, es decir, no cabría reconocer un derecho a morir, pero, sin perjuicio de ello, el derecho a la vida habría de admitir, por compasión, ver satisfechas demandas concretas de acabar con la vida. Y esto es precisamente lo que establece nuestro Código Penal con la atenuante privilegiada que prevé para el homicidio compasivo.
Así pues, una de las cuestiones que cabría debatir con mayor profundidad y al margen de meras adscripciones políticas es si la solución a los casos que se producen en España cada año pasaría por el reconocimiento del derecho subjetivo al morir, incluso, como prestación del sistema público o, por el contrario, avanzar hacia la efectiva universalización de los cuidados paliativos frente a la enfermedad terminal y los apoyos y cuidados sociosanitarios frente a la cronicidad.
El segundo argumento que acredita que la dignidad humana no puede constituir el fundamento de la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio es el que nos recuerda que la dignidad no es solamente autodeterminación o libertad. Antes, al contrario, la dignidad tiene un significado ontológico y es una cualidad intrínseca del ser humano: la humanidad misma es dignidad, por lo que no puede depender de las circunstancias físicas o psicológicas del individuo. La dignidad constituye la pertenencia de cada persona a la especie humana, como atributo profundamente arraigado de la igualdad, realidad moral que caracteriza la existencia de los seres humanos y los habilita
Así, el término ‘persona’ es empleado para designar a los seres que poseen una dignidad intrínseca. En este sentido, decir “persona” equivale a decir “un ser que merece un tratamiento en tanto fin en sí”; la “persona” es lo opuesto de la “cosa”, existiendo un abismo infinito entre ambas realidades. La dignidad de toda persona procede de su valor intrínseco como tal, como miembro de la humanidad y como ser autónomo y libre que determina sus propios fines y no es intercambiable por ninguno de sus semejantes (singularidad)[15].
Además, es necesario distinguir los dos papeles que la dignidad desempeña: como principio político y como estándar moral de atención al paciente. El primero defiende que todas las personas tienen dignidad intrínseca y derechos básicos. Alude al deber moral de los Estados que deben reconocer y garantizar estos derechos. El segundo incorpora la perspectiva más concreta y específica del paciente como persona. Se trata del componente subjetivo de la dignidad, consecuencia del valor intrínseco de cada uno, reconocido como sujeto, y no como objeto (El paciente espera que profesionales de la salud tengan en cuenta su dignidad). Cierto es que esta es más visible en la debilidad y en la vulnerabilidad que en situaciones de poder. De este modo, la primera y principal tarea de la dignidad humana, como principio, seria indicar cuáles prácticas son incompatibles con sociedades civilizadas[16].
La vulnerabilidad que se predica del ser humano, cualquiera que sea la circunstancia o situación en la que se encuentre el mismo, es lo que otorga significado a la dignidad. La dignidad debe construirse a partir de dicho elemento, incluso con carácter preferente a otros que también inciden en su construcción como es la libertad. El hombre en cuanto ser digno debe gozar de autonomía de voluntad para decidir sus planes de vida, pero sin olvidar que tras la autonomía se esconde la vulnerabilidad. El ser humano es autónomo, pero también vulnerable, por lo que debe ser protegido en muchas ocasiones por encima de sus propias decisiones. Y dado que la cultura imperante proclama que el valor del ser humano reside en la capacidad de actuar, ser productivo y rentable, así como en la capacidad de prosperar, es fundamental no perder nunca de vista que la dignidad es también el valor inalterable que puede, sin destruirlo, entrar en conflicto con la libertad individual.
La dignidad tendría, en definitiva, como valor superior, un doble aspecto, externo, que limita la capacidad de actuación del Estado y de terceros en la medida que puedan desfavorecer el desarrollo de la persona, e interno, en la medida que dicho desarrollo de la persona puede venir también obstaculizado por el propio sujeto.
Esta idea de dignidad como vulnerabilidad del ser humano aparece en la doctrina del Tribunal Constitucional: “la regla del art. 10.1 CE, proyectada sobre los derechos individuales, implica que la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, constituyendo, en consecuencia, un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar, de modo que las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales no conlleven un menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona” (STC 57/1994).
Cierto es que, a la postre, la dignidad acaba en muchas ocasiones conectando con la libertad porque los casos en los que la dignidad del individuo vendría a operar como limitación de su propia libertad serían aquellos en los que la propia situación de especial vulnerabilidad en la que se encuentra permite racionalmente presumir que su renuncia a los derechos no es libre. Y ello creemos que es perfectamente predicable también del sujeto que en un contexto de terminalidad y/o cronicidad solicita la eutanasia y/o auxilio al suicidio.
Por otro lado, es importante tener en cuenta los efectos que según nuestro parecer se derivarán muy probablemente de la legislación sobre la eutanasia que se propone en España, similar a la que se ha producido en países de nuestro entorno. Estos efectos son consecuencia de la transformación de la actuación del Derecho y del conjunto de la sociedad ante unos tipos de homicidios intencionados. Y no parece sencillo que se eviten con las medidas de control que la legislación ha venido estableciendo en los países de nuestro entorno. Y ello, porque determinadas instituciones quedan profundamente modificadas. El cambio tanto en el Derecho como en la acción sanitaria es muy profundo. Piénsese, por ejemplo, que el cambio de legislación genera la proclamación en nuestro ordenamiento de un derecho subjetivo a ser muerto. También produce en lo que se refiere al conjunto del sistema sanitario una obligación de matar a petición.
Es esta transformación global y no el riesgo en unos pocos casos lo que nos proponemos ahora analizar. Por ello, los argumentos que a continuación exponemos no dependen en este sentido del tópico denominado “pendiente deslizante fáctica”, que consiste, como es sabido, en introducir en la discusión elementos no específicamente definidos en la regulación debido a una predicción de que la aplicación real de la norma se deslizará hacia casos no específicamente previstos. Por el contrario, el núcleo de las dudas que exponemos se refieren a la transformación que la legislación realiza sobre el concepto dignidad humana, beneficio terapéutico, acto médico y especialmente en la relación entre el valor de la dignidad tal como queda redefinido para aceptar la eutanasia en el sistema de derechos constitucionales y de derechos humanos y la dignidad de la vida humana concreta.
No obstante, esto no significa que no se tenga en cuenta también el mencionado argumento de la “pendiente deslizante fáctica”, pues como se ha argumentado también en la doctrina, el razonamiento profundo que justifica y declara un derecho el acceso al homicidio compasivo tiene una fuerza expansiva en los casos y una tendencia que desdibuja los límites dando lugar a una proporción no despreciable de casos de eutanasias no-voluntarias. Por otra parte, en lo que afecta al Derecho, el resultado real en los casos debe ser previsto en la reforma legislativa y es relevante. En este sentido la experiencia en el Derecho comparado debe ser considerada.
Además, desde un punto de vista jurídico, la ley no puede tomar nota acríticamente de la libertad, ya que el hecho de que el ser humano no sea un individuo aislado, sino que viva en la sociedad, por lo tanto, constitutivamente en relación con los demás, requiere inevitablemente que la libertad no pueda ser respetada arbitraria y absolutamente. Esta tiene un límite, al menos, el de compatibilidad con las libertades de los demás. La ley no puede garantizar a «todos» la libertad de «todos», ya que está llamada también a garantizar las condiciones de convivencia social, por lo tanto, a restringir la libertad individual[17].
Debemos partir de una realidad respecto a la que la eutanasia legalizada constituye una excepción. El Derecho, especialmente en nuestra tradición jurídica, tiende a limitar de forma creciente el número de homicidios justificados, hasta reducirlos en la actualidad y en las legislaciones de nuestro entorno a la legítima defensa más estricta y justificada según parámetros de proporcionalidad e inexistencia de otra alternativa. Incluso, no hace falta decirlo, la mayoría de los Estados con sistemas jurídicos similares al nuestro han renunciado a sancionar los delitos más graves con la pena de muerte y en todo caso los médicos en general no participan directamente en la aplicación de dicha pena cumpliendo la máxima de que el personal sanitario no mata.
Lo mismo puede decirse de los homicidios involuntarios por parte del autor. En éstos, la falta de pericia o la imprudencia produce graves efectos jurídicos. No es necesario insistir en que la intervención jurídica en el área médica ha sido creciente desde el siglo XIX, desde luego se ha manifestado de manera más clara a partir de los avances en la Medicina y de la predictibilidad, siempre relativa de los resultados. La creciente juridificación de la Medicina parecía destinada por un lado a proteger la autonomía del paciente, pero también su salud y su derecho a una asistencia en lo que esta es previsible.
Es más, el desarrollo de la Ciencia Forense y la expansión del control del Estado han producido en buena medida que toda muerte deba ser contabilizada y jurídicamente analizada de forma que es burocratizada a través de su certificación y que toda muerte con apariencia de voluntariedad o negligencia le siga una severa investigación. Ciertamente, estos principios parecen ceder en momentos de grandes movimientos como epidemias o guerras, pero incluso en ellos el sistema jurídico parece aborrecer el vacío de la causa no explicitada e investigada.
Más aún, debemos recordar que la descriminalización del suicidio no responde a que éste se hubiera vuelto moralmente aceptable. El motivo fue que imponer sanciones penales se mostraba como algo no solo inhumano, sino también ineficaz. Era inhumano porque la norma penal solo podía aplicarse contra aquellos que habían intentado suicidarse, pero habían fracasado en el intento. La idea de sacar a estas personas desesperadas de sus camas de hospital y castigarlas por el intento era tan moralmente repugnante como el acto de suicidio en sí. Y era ineficaz porque, suponiendo que realmente tuvieran la intención de morir, las sanciones penales eran incapaces por definición de disuadirlas.
Como recuerda el Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia (Comité Consultatif National d´Ethique) en su Opinión núm. 122, sobre el final de la vida, la autonomía personal y el deseo de morir, de 30 de junio de 2013, si bien el suicidio hoy en día ya no está prohibido, como lo fue en épocas anteriores o en otras civilizaciones, todavía se considera casi siempre como la fase final de la desesperación.
Con la eutanasia, ya desde la forma holandesa de la primera despenalización, el Derecho parece retirarse. Ciertamente esta retirada ha sido muy criticada por su falta de seguridad jurídica y así ha abierto camino a la legalización en vez de la mera despenalización, es decir, se ha optado no por el compromiso de no intervención del Derecho en determinados casos, sino por la construcción de un procedimiento que garantiza un derecho, el llamado derecho a la muerte digna. De esta forma, de una manera contraria a nuestra tradición jurídica, se establece un procedimiento por el que el derecho garantiza la muerte intencional.
No estamos suscitando en este punto una duda sobre la voluntariedad o no de la petición que da lugar al homicidio médico. Incluso en el caso del homicidio consciente y preparado, el Derecho entre nosotros ha mantenido dos principios claramente afirmados al menos desde la Ilustración. Uno es que no se puede colaborar al suicidio de otro, por benevolente que sea la intención. De esa forma, se castiga la cooperación e inducción al suicidio y no la conducta del suicida. El otro principio al que nos referimos es que hay obligación de intentar recuperar al suicida, incluso aunque pudiesen mirarse con simpatía sus razones. La conducta indicada para cualquiera, más cuando es un servidor público (piénsese en personal sanitario, bomberos o fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), es evitar el suicidio, a veces a costa del propio riesgo personal. Al exigir este comportamiento, el Derecho no entiende que se esté introduciendo en la conciencia de otro, menos aún que esté interviniendo en la pretensión de un sujeto a su derecho más íntimo.
La incongruencia que la eutanasia establece en el Derecho va más allá de una mera contradicción que se resolviese por los principios de temporalidad, especialidad o jerarquía u otras formas de integración; por el contrario, en cierta manera modifica la forma en la que la sociedad valora la vida humana independientemente de sus cualidades. Al aparecer la eutanasia se generan efectos y consecuencias que deben hacerse explícitas en la discusión sobre la legalización pues en efecto es mayor del que muchas veces se mide en los alcances más inmediatos de la ley. Al introducir la eutanasia, conceptos jurídicos fundamentales pasan a ser distintos de cómo se han descrito en la tradición más inmediata.
Somos conscientes de que la eutanasia en nuestros días, aproximadamente desde los años 60 del siglo pasado, no se reivindica como una medida principalmente eugenésica, como sí ocurría en la época anterior a la Segunda Guerra Mundial, sino como una reivindicación vinculada a la autonomía y autorrealización del sujeto humano. En un proceso de liberación que permite al sujeto liberarse sin más límites que el daño ajeno, el deseo de no sufrimiento, o incluso la voluntad de morir, deben respetarse.
Las limitaciones a la autonomía tal como se entiende en un sector amplio de nuestra sociedad, especialmente cuando esas limitaciones se fundamentan en tradiciones morales, parecen condenadas a ser derribadas. La transformación legal de nuestro tiempo, aunque ciertamente impone nuevas cargas, por ejemplo, en los aspectos ecológicos, repugna las limitaciones impuestas a la libre realización del sujeto individual. Pero el debate en torno a la eutanasia no se centra en el intento de cercenar la voluntad de sujetos libres sino en los efectos que, a consecuencia de esas pretensiones, se pueden dar en la forma de atención médica y de protección jurídica a los sujetos más vulnerables.
Pero convertir la muerte en una mera cuestión de elección acerca de la forma de morir lo que consigue es evitar el asunto de la muerte en sí mismo. El énfasis en la libre opción entre las formas de morir que puede representar el reconocimiento del derecho a morir permite que se relativice radicalmente la muerte, tratándola no como nuestro problema común sino como una ocasión más para la expresión de la preferencia y del multiculturalismo individual. Se convierte la muerte en un smorgasbord (comida tradicional sueca que consiste en un surtido de platos fríos y calientes entre los que elegir)[18].
En todo caso, el argumento eutanásico, se esté a su favor o en su contra, no es hoy antivitalista. Antes bien, se apoya en el valor vida humana, en la prevalencia de la dignidad y en la autonomía. Por supuesto, el valor vida humana, su relación con las condiciones de vida digna, es una adquisición de nuestro tiempo. En este sentido, debemos preguntarnos si la posibilidad de obtener un derecho al homicidio eutanásico no implica una gran paradoja. Esta es si la promoción del valor vida humana se vuelve contra la vida humana concreta y subsistente, aunque ciertamente el viviente no la valore por circunstancias que se consideran relevantes en el Derecho. Es decir, si la norma que protege toda vida humana concreta contra un homicidio intencional debe ceder ante un valor. Si se quiere la vida concreta frente a una abstracción que es el valor vida humana plena. Frente a lo que se ha entendido por una parte de la sociedad, en esta discusión la abstracción no corresponde a quienes defienden la intangibilidad de toda vida concreta sino a quienes piensan que esta es disponible en atención a un valor. Es indudable que la aceptación de la eutanasia como un derecho subjetivo y una obligación que se ejercita a través del sistema jurídico no afecta a todos los ciudadanos por igual.
Los pocos países que han legalizado la eutanasia en el mundo siguen, en sus planteamientos principales, el modelo establecido por Países Bajos, que fue el primero en aprobar una ley de eutanasia en el mundo. El principio que informa esa regulación, y las que han venido después, es el de autonomía: la legalización de la eutanasia a petición del paciente se impone porque la elección del momento y modo de morir pertenecen a la autonomía individual, que debe ser respetada en un Estado pluralista donde nadie puede imponer al resto sus propias convicciones.
Para que la eutanasia pueda llevarse a cabo lícitamente (e incluso llegue a ser una prestación obligatoria por el sistema de salud) estas legislaciones suelen exigir la concurrencia de dos condiciones, una de índole subjetiva y otra objetiva. La primera, obviamente, es la libre voluntad del sujeto que solicita la eutanasia. Solo puede ser objeto de eutanasia la persona que manifieste una solicitud firme, consciente y libre. La segunda es la existencia de un estado de salud que resulte extraordinariamente gravoso para la persona porque le produzca un sufrimiento insoportable. Por lo general, las leyes de eutanasia identifican dos situaciones como paradigmáticas de ese sufrimiento insoportable: la enfermedad terminal y la enfermedad crónica grave. En sociedades pluralistas, individualistas y utilitaristas, ambos requisitos son percibidos como razonables y su conjunción justifica sobradamente que la persona pueda acceder a la prestación eutanásica.
Sin embargo, no se subraya suficientemente la contradicción que existe entre ambos requisitos, y las inevitables consecuencias que trae consigo. El requisito de la voluntariedad se sustenta, como se ha dicho, sobre el principio de autodeterminación de la persona. Una interpretación mínimamente coherente de ese principio conduce a entender que, cualquier restricción en su ejercicio que no se justifique por el eventual daño que pueda ocasionar a otros, es una imposición intolerable por parte del Estado en la esfera más íntima de la persona, en la que decide sobre cómo vivir y morir.
En Bioética, la autonomía es a la vez una condición de la vida moral y objetivo. Se construye esencialmente sobre la inteligencia y la voluntad y requiere de ausencia de coacción y capacidad para dilucidar sobre las alternativas. Y tiene relación con el concepto de libertad, pero no es equiparable, esta conlleva una direccionalidad, mientras que la autonomía es la condición que la posibilita, aunque no asegura, la acción libre.
La autonomía humana se aleja de la utopía y se manifiesta por los límites internos y externos que impone la propia comunidad, las normas que la gobiernan, la cultura, los mitos y las tradiciones. La autonomía no puede ser absoluta porque se construye y se desarrolla en la comunidad de otros seres humanos que también obran y deciden en consecuencia. Esta formulación de la autonomía humana es la que ha dado lugar al término de “autonomía relacional” propuesto por la Bioética moderna.
El segundo requisito, padecer un estado de salud particularmente gravoso, se relaciona con el principio de utilidad, según el cual el valor de la vida humana tiene relación directa con la capacidad de sentir placer, y su falta de valor con la capacidad de sentir dolor. La coherencia en la interpretación de este principio, y su concreta plasmación en la regulación de la eutanasia, conduce a considerar que la vida humana, en determinadas circunstancias, ya no merece la pena ser vivida. De hecho, no es infrecuente oír el comentario, respecto de personas que se encuentran en determinados estados de terminalidad o cronicidad: “no vale la pena que siga viviendo, pues lo único que hace es sufrir”.
La lógica del principio de autodeterminación proyectada sobre las decisiones de final de la vida conduce a subrayar la soberanía del individuo sobre su propia vida y a disolver aquellos requisitos que tratan de limitar su ejercicio. Así se ha puesto de manifiesto precisamente en Países Bajos, donde se debate intensamente desde hace años sobre la conveniencia de modificar la ley para que personas que no están en situaciones terminales o crónicas puedan acceder a la eutanasia ¿Me puede obligar el Estado a seguir viviendo si entiendo que mi vida se puede dar por concluida, o si vivo una fatiga existencial que me lleva a preferir la muerte que a seguir viviendo?
Por su parte, el principio de utilidad referido al final de la vida conduce necesariamente a ampliar la eutanasia a supuestos en los que el individuo no puede consentir, pero padece dolores insoportables e irreductibles. Son los casos de algunos enfermos terminales ya incapaces de tomar decisiones por sí mismos, y que no hicieron manifestación alguna de voluntades anticipadas; o de neonatos con ciertas patologías incurables y extraordinariamente graves. Precisamente Países Bajos cuenta desde hace más de diez años con un protocolo específico para procurar la eutanasia neonatal bajo ciertas condiciones.
Puesto que los principios de autodeterminación y utilidad tienden a ser incompatibles entre sí, no sirven para sostener una regulación estable de la eutanasia, en la que las dos condiciones se integran para atender únicamente los supuestos en los que concurran ambos requisitos, pero sí para transformar la concepción tradicional acerca de la muerte de la inmensa mayoría de las sociedades y culturas. De ser un acontecimiento que afecta a todos y cada uno de los seres humanos, pasa a convertirse en una decisión, que aparentemente adopta el sujeto pero que, en realidad, lleva a cabo el Estado, actuando tanto en el plano normativo como en el administrativo. Por un lado, el poder legislativo define las condiciones que deben concurrir para que el deseo del individuo de que se acabe con su vida se convierta en un derecho. Por otro, corresponde a la administración sanitaria evaluar elementos tan subjetivos como la libertad de quien hace la demanda eutanásica, o el carácter insoportable del sufrimiento que padece, sin los cuales no procede la eutanasia.
Es frecuente sostener que las demandas a favor de la eutanasia no pretenden imponer nada a nadie sino todo lo contrario: impedir que la concepción moral acerca del final de la vida que puedan sostener algunos se imponga a todos. Este planteamiento resulta inconsistente. Tanto si se opta por impedir como por obligar a que el Estado dé muerte a las personas cuando lo solicitan bajo determinadas condiciones, se está imponiendo al conjunto de los ciudadanos una determinada concepción moral acerca de la muerte.
En el primer caso, se considera que la vida es el bien primero sin el cual las personas ni existen, ni se desarrollan. La vida de cada ser humano vale en todos y cada uno de los momentos de su existencia y, en consecuencia, no puede quedar desprotegida cuando pierde determinadas capacidades. La sociedad debe reverenciar a cada ser humano en todas las etapas de su existencia y procurar las condiciones para que cada uno de esos periodos sea significativo. La muerte, aunque es un acontecimiento inevitable para todo ser humano, ni debe anticiparse por voluntad propia ni debe degenerar en una tortura para nadie.
En el segundo caso, se sostiene que la vida es el soporte biológico de la existencia individual sobre el que cada uno ejerce su dominio. La vida tiene el valor que el individuo, en el ejercicio de su autonomía, le otorga en cada momento. En consecuencia, cuando deja de ser satisfactoria y se convierte en una pesada carga, podrá disponer legítimamente de ella, mediando en su caso el concurso médico. La muerte deja así de ser un acontecimiento para convertirse en una decisión que corresponde adoptar a cada ser humano. Y así, mientras unos aceptarán que la muerte venga cuando sea, otros preferirán decidir el momento en que tiene que producirse.
Nos encontramos, pues, ante dos concepciones morales, contradictorias entre sí, acerca de la gestión de la muerte; y las sociedades necesariamente deben decidir si se decantan por una u otra. No cabe mantener una posición neutral, porque el Estado o protege la vida humana como el bien primario que posibilita toda suerte de realización humana, o protege el ejercicio de la autonomía del individuo sobre su propia vida.
La mayoría de las sociedades actuales reconocen que todos los momentos de la vida de cada ser humano son igualmente valiosos, no solo aquellos en los que puede ejercer las facultades propias de su autonomía y apenas comparece la enfermedad, el dolor, o la dependencia. Precisamente por ello, esas sociedades aspiran a combatir las penalidades evitables de la existencia humana, y a procurar las condiciones para que las penurias inevitables, que acompañan o incluso provocan la muerte, no impidan vivir una vida digna hasta el final. En estas sociedades, asentadas sobre la concepción de la muerte humana como acontecimiento, el Estado fracasa en su defensa de la dignidad humana si no procura los medios para que la cronicidad y la terminalidad puedan vivirse con sentido hasta el final. Para lograrlo se requiere de un sistema socio-sanitario prestacional robusto e integral, pero también de una cultura social en la que igual aprecio o más suscite la vida plena de facultades que la vida debilitada. Una persona con una demencia avanzada merece, desde esta perspectiva, tanta o más consideración que otra que rige su vida de manera completamente independiente y autónoma.
En esa línea el Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia afirma que el apoyo a las personas en una situación terminal o crónica grave es una forma de expresar la solidaridad tanto individual como social mediante la aceptación de su singularidad y el respeto por su libertad individual. La atención que se les debe prestar no puede estar exclusivamente en manos del mundo médico. Estar atento significa estar preparado para escuchar sus necesidades y sus aspiraciones. Significa presencia y preocupación sostenidas. El objeto de esa atención es facilitar la vida de aquellos cuya vida está llegando a su fin y facilitar la prestación de cuidados para satisfacer las necesidades tanto de la persona afectada como de la comunidad. Tiene como objetivo mantener la singularidad dentro de la aceptación del todo.
Por su parte, como la legalización de la eutanasia presupone que el valor de la vida lo puede definir el propio individuo, los Estados que la incorporen no se preocuparán tanto de garantizar las condiciones de vida dignas para todos en todo momento, sino de la autodeterminación del individuo sobre su propia vida. Está claro que si la voluntad del individuo es recibir cuidados paliativos hasta que acontezca el final de su vida, en principio el Estado debe garantizarlos. Pero las bases para proporcionar esos cuidados serían mucho más débiles porque el Estado puede ofrecer al ciudadano una alternativa casi igualmente legítima: si la vida que tienes te resulta insoportable, te ofrezco la posibilidad de acabar con ella. Dos circunstancias de enorme impacto social pueden alentar esta alternativa frente a la de una oferta incondicional de cuidados integrales al final de la vida: por un lado, la escasez de recursos públicos para atender las necesidades de sociedades crecientemente envejecidas; por otro, la hegemonía de la capacidad (el denominado por algunos capacitismo), que tiende a despojar de todo valor las vidas humanas carentes de las capacidades con las que, en cada momento, se tiende a identificar la dignidad. En sociedades que carecen de los recursos para prestar los servicios propios de un Estado social, es probable que los recortes comiencen con la atención al final de la vida. Si la sociedad presume de que muchas personas pueden considerar esa etapa de sus vidas como carente de valor, ¿para qué invertir ahí?
Hasta ahora hemos presentado la concepción moral de la muerte como decisión vinculada a la decisión del individuo: él tiene la soberanía sobre su vida y decide qué hacer con ella. Pero no debemos desconocer que la muerte como decisión puede entenderse como la decisión adoptada por otros. En efecto, las leyes de eutanasia no solo pivotan sobre el principio de autodeterminación, sino también sobre el principio de utilidad, que básicamente sostiene que hay vidas que no merecen la pena ser vividas. Quien ha perdido sus capacidades superiores, mantiene un elevado nivel de dependencia y padece dolores que deben ser tratados continuamente, es visto en no pocos casos como alguien que ha perdido su condición personal, alguien que vive una vida que no vale la pena ser vivida. Aunque lo mejor sería que abdicara de seguir viviendo, si no manifiesta su voluntad de acabar con su vida, en principio se le dejará seguir viviendo. Ahora bien, la presión será enorme para que cambie de parecer: ¿para qué prolongar una vida que no aporta ningún beneficio? ¿Para qué destinar unos recursos escasos a una vida tan fútil? ¿Por qué no persuadir a quien, movido quizá por prejuicios atávicos, prefiere seguir sufriendo una vida carente de valor, sobre la superioridad moral de quienes no se aferran a unas existencias meramente biológicas, que despersonalizan al individuo y tienen unos altísimos costes sociales? Si una persona en un estadio de creciente vulnerabilidad (porque está al final de su vida o porque tiene una patología crónica muy severa) se ve interpelada por la sociedad a preguntarse todos los días si su vida sigue mereciendo ser vivida es probable que antes o después acabe decantándose por solicitar la muerte.
La manifestación inapelable de que el modelo de muerte como decisión transita desde el individuo hacia la sociedad lo encontramos en los tres supuestos en los que ya se considera la opción de la eutanasia involuntaria: los neonatos, los enfermos terminales que ya no pueden manifestar su voluntad, y las personas con enfermedades mentales.
La visión dominante acerca del ser humano como individuo independiente, que decide autónomamente sobre el valor de su vida, no deja de ser una abstracción ajena a la realidad que todos experimentamos cotidianamente. Cada uno es, en muy buena medida, como es visto y tratado por los demás. Si alguien se siente apreciado, y cuidado cuando las capacidades dejan paso a la dependencia, es improbable que llegue a sentir que su vida carece de sentido. Por el contrario, si en esa etapa de la existencia empieza a ser visto por los demás como un extraño o incluso un estorbo, es altamente probable que considere la eutanasia como la única opción para abandonar una existencia que ha dejado de tener sentido, pero no porque sus facultades hayan menguado sino porque los demás lo han dejado de ver como alguien apreciable.
“La muerte de Ivan Illich” de L. Tolstoi y “La metamorfosis” de F. Kafka ilustran de forma insuperable el efecto eficacísimo que la mirada de los otros proyecta sobre uno mismo. A Ivan Illich le resulta cada vez más insoportable su decadencia física porque las miradas de familiares y amigos solo le transmiten extrañeza. Será el mujik Guerasim quien devuelva el sentido al tramo final de la vida de Ivan Illich y le ayude a morir en paz. Así es porque ve en su señor no a un individuo cada vez más encapsulado en su enfermedad mortal, sino a alguien próximo y necesitado a quien puede cuidar. Por el contrario, en “La metamorfosis” nos encontramos con que Gregor Samsa, a pesar de haber sufrido una transformación radical en su apariencia y capacidades, mantiene el deseo de vivir mientras mantiene la esperanza de ser reconocido por los suyos. Cuando su hermana manifiesta de palabra que ya no es uno más de la familia, entonces Gregor no encuentra más alternativa que la muerte.
Por otro lado, la reivindicación de la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio, aunque tradicionalmente se ha venido postulando en nuestra sociedad desde las posiciones que pueden considerarse más progresistas, responden a un canon de liberalismo y utilitarismo que hace, al menos, paradójica su reivindicación por aquellos movimientos sociales y partidos políticos.
Porque la concepción de la dignidad desde la ética de la autonomía y libertad constituye, en cierto modo, una negación de la dignidad tal y como ha venido siendo entendida desde Kant. La dignidad se erige como principio humanista de orientación anti-utilitaria que se opone a la frecuente pretensión de legitimar las acciones morales por sus consecuencias ventajosas para la mayoría o para muchos (ética consecuencialista). Así, la dignidad es lo que estorba, ya que obliga a detenerse y a pararse a pensar en ella, abriéndonos los ojos sobre aquellos que son estorbos porque no sirven, no son útiles, los sobrantes que se hallan siempre amenazados por la lógica de una historia que avanzaría más rápido que ellos. La salida del estado de naturaleza y la entrada en la civilización se manifiesta en aquella sociedad que concede preferencia a los sobrantes, a los predilectos de la dignidad[19] y esa preferencia no se logra, añadimos nosotros, transformando su dignidad en mera autonomía.
Esta visión de la dignidad, como la preferencia de los sobrantes o, en similares términos, una ley del más débil, como reacción de la ley del más fuerte, no depende ni de ideologías ni de credos. Y precisamente esta pandemia que aún sufrimos nos ha demostrado, con creces, que el sueño que niega el humanismo no era más que una mera pesadilla. El tecnooptimismo nos anticipaba hasta hace poco que todos los problemas de nuestra sociedad y nuestra condición humana quedarían resueltos en un futuro cercano[20]. Una gran crisis biológica como la que estamos viviendo nos pone cuerpo a tierra, subrayando los límites de nuestra autosuficiencia y la común fragilidad, revelando nuestra dependencia tanto de otros seres humanos como respecto del mundo no humano[21]. Y si bien esta crisis no es el fin del mundo, sí lo es de un mundo y lo que se acaba (o se acabó hace tiempo y terminamos de aceptar su fallecimiento) es el mundo de las certezas, el de los seres invulnerables y el de la autosuficiencia. Entramos en un espacio desconocido, común y frágil, es decir, un mundo que tiene que ser pensado sistemáticamente y con una mayor aceptación de nuestra ignorancia irreductible. En un espacio en el que el humanismo se nos ofrece como el camino seguro que nos permite asumir nuestra fragilidad, es decir, nuestra autenticidad con ánimos de fortaleza para afrontar el futuro[22].
En relación con esta visión de la dignidad que parece recuperar estos tiempos de pandemia, donde la autonomía cede en favor de la solidaridad y la protección de la vulnerabilidad, y que pone el acento en la vulnerabilidad no solo de los sobrantes, sino de todos los individuos que conforman la comunidad, resultan paradigmáticas las palabras pronunciadas en 2018 por António Filipe, diputado del Partido Comunista Portugués, en el Parlamento de Portugal, la Assembleia da República, cuando se debatía acerca de la despenalización de la eutanasia: “la eutanasia no es un signo de progreso sino un retroceso de la civilización”. Y añade: “Se ha instalado un verdadero negocio internacional de la muerte anticipada” y que “alguien pretenda anticipar el fin de la vida porque no tiene garantizados los cuidados necesarios merece comprensión, solidaridad y apoyo para que tenga una verdadera alternativa”. Así, “La oposición del Partido Comunista a la eutanasia radica en movilizar los avances técnicos y científicos para asegurar el aumento de la esperanza de vida y no para acortarla”.
También, en unas declaraciones a un medio de comunicación británico, Morning Star, el mismo diputado manifestó que “En un contexto en el que el valor de la vida humana con frecuencia se condiciona a criterios de utilidad social, interés económico, responsabilidades familiares y cargas o gasto público, la legalización de la muerte temprana agregaría un nuevo conjunto de problemas”.
Y decimos nosotros que el fundamento del reconocimiento de un derecho a la eutanasia y/o auxilio al suicidio en una visión puramente autonomista de la dignidad constituye una mera expresión de liberalismo extremo, en el sentido de que parten de un ensalzamiento de la autonomía que acaba por absolutizar el principio de autonomía, erigiéndolo como el principio supremo de la relación médico-paciente sin ninguna vinculación con el bien que trasciende a los sujetos, estamos abocados a una ética de carácter formal o procedimental, y la ética se convierte simplemente en una empresa de solución de conflicto y la libertad en una especie de nihilismo vacío de contenido.
Como nos recuerda la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, toda persona tiene deberes respecto de la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad (art. 29.1). Estos deberes no son, en modo alguno, un elemento limitador de la autonomía, sino, antes al contrario, posibilitador de la misma, ya que ésta se desarrolla en un contexto social y de interrelación con los demás, pues somos interdependientes. Tales deberes son una condición necesaria para que el individuo pueda alcanzar su pleno desarrollo personal.
El peligro en el que incurre la posición de muchos defensores de la despenalización de la eutanasia es que acaban por conformar un concepto de autonomía aislado y desconectado de la red de vínculos personales y comunitarios que dan sentido a la vida y a la muerte. Se acaba en la defensa de una autonomía que pone todo el énfasis en la soberanía del individuo y poco o nada en la interdependencia y sus responsabilidades.
Esta noción de la autonomía no toma suficientemente en cuenta el entramado de vínculos que atraviesan las posibilidades cognitivas y volitivas del sujeto y que le ligan con su entorno. La autonomía se construye con elementos que relacionan al sujeto con otros, así como con escenarios sociales y perspectivas culturales. Por ello, atender a todos estos aspectos que configuran la autonomía no solo con la capacidad racional sino también, en un sentido más amplio y comprensivo, como capacidad relacional, permite una aproximación más certera al tipo de situaciones con las que se enfrenta la persona cuando toma decisiones, y, más aún, cuando dichas decisiones se adoptan en un contexto de vulnerabilidad y sus consecuencias son irreversibles, como sería la decisión de poner fin a la propia vida. Lo valioso no es ser autónomo en un sentido restringido de razonamiento guiado por un ideal de independencia, sino en un sentido amplio de capacidad relacional o referencial para la toma de decisiones. Por ello, actualmente, en relación al principio de autonomía, y como ya hemos anticipado antes, se ha desarrollado el concepto de “autonomía relacional”, más propio de una ética europea, en contraposición a la norteamericana. El presupuesto de la autonomía relacional concibe al individuo vinculado a su familia, a un grupo, teniendo muy en cuenta la interrelación entre las personas, no admitiendo que las personas que toman decisiones lo hacen como seres aislados en el mundo. El concepto adquiere en Bioética todo su sentido, cuando se entiende la autonomía no solo como la capacidad individual para tomar decisiones en salud, sino también como el modo en que las personas viven en comunidad y se reconocen derechos mutuos.
La autodeterminación depende de circunstancias exteriores, pues no existe una vida autónoma sin un contexto o una vida social. La capacidad de gobernar nuestra vida depende de circunstancias que están fuera de nuestro ámbito de poder, así como de nuestra fragilidad. La autodeterminación no puede implicar la capacidad de poder determinar todo lo que afecta a las condiciones de la propia vida, ya que la mayor parte de ellas no están a nuestro alcance. La determinación de que somos capaces se produce necesariamente en contextos compartidos con otros y tiene un significado de contraste, se lleva cabo en relación y como respuesta a determinaciones que se han adoptado en el medio social y cultural. Por ello es posible una interpretación positiva de los límites de la autodeterminación[23].
Así, se ha señalado que uno de los motivos por los que los pacientes crónicos solicitan la eutanasia son el deterioro y la pérdida del sentido de comunidad. El nacimiento del deseo de morir surge cuando el individuo ha muerto socialmente. Y a través del discurso que liga la despenalización de la eutanasia con la autonomía, se incurría, por tanto, en la contradicción de primar una autonomía que ha dejado de ser un marco de posibilidades, en lugar de promover las condiciones para que recupere esa dimensión de ejercicio dentro de la comunidad.
Y todo ello, sin perjuicio de recordar que la autonomía no puede construirse como un valor tan absoluto que incluya su propia destrucción. Lo contrario llevaría a un subjetivismo radical, exento de cualquier justificación, sin olvidar que el Derecho no debe limitarse a proteger la autonomía del sujeto, sino a garantizar el bien en sí mismo y no solo el interés de la persona en el mencionado bien. Una concepción tan radical de la autonomía que conlleve habilitar al individuo para adoptar siempre la decisión que considere más adecuada a sus intereses, sin interferencia directa en los derechos e intereses de terceros, sería la que justificaría, por ejemplo, la esclavitud, siempre que esta fuera, obviamente, decidida racionalmente.
En palabras del Consejo Nacional de Ética para las Ciencias de la Vida de Portugal (Conselho Nacional de Ética para as Ciências da Vida), en un reciente Informe sobre el suicidio médicamente asistido de febrero de 2020, si la experiencia moral fuera exclusivamente individual y privada, la invocación de la dignidad personal y la libertad podría justificar la decisión de tomar una decisión absoluta sobre la propia muerte (por qué, cuándo, dónde) y exigir que alguien lo haga. Pero las necesidades de ayuda y la experiencia solitaria de sufrimiento que contiene la solicitud de morir son realidades de valor humano que, en primer lugar, deben encontrar respuestas en la proximidad y en la confianza entre el médico y paciente. Más aún, cuando las alternativas de ayuda son deficientes en un sistema de salud, donde el ciudadano se ve privado de un alivio real de su sufrimiento porque no hay condiciones para responder a sus necesidades, clínicas, psicológicas y espirituales.
Para dicho Consejo Nacional, colocar la autonomía personal en el centro de la decisión requiere una gran consideración ética, ya que las personas siempre dependen unas de otras en cuanto a las decisiones y valoraciones. La interpretación del principio de autonomía en el sentido de que el individuo sea totalmente independiente en su autorrealización y autodeterminación y, por lo tanto, ejerce la voluntad que expresan sus preferencias en las que nadie, excepto él mismo, puede interferir, ignora la vulnerabilidad de la persona que sufre. Porque, tanto en la decisión de solicitar la muerte, como en las decisiones de salud, el reconocimiento de la autonomía de la persona como agente moral no consiste en una libertad absoluta, ya que, por un lado, la decisión se basa en la disponibilidad de opciones, y, por otro lado, el ejercicio de la libertad tiene límites, ya que requiere la intervención de terceros (el médico que ejecuta la muerte) y del Estado (que está obligado a proporcionar las condiciones para llevar a cabo el procedimiento y para completar la solicitud). Por lo tanto, nunca existe un contexto realmente autónomo para validar una solicitud de muerte, ya que la expresión más genuina de la voluntad propia siempre está imbuida de varios factores (interpersonales y sociales), que necesariamente interfieren y condicionan la decisión.
E insiste el citado Consejo Nacional en que no pueden ignorarse formas de coerción no aparentes, y que éstas no siempre son externas al individuo que toma la decisión. Existen formas de coerción interna para la solicitud de muerte que pueden escapar a una evaluación simple, como sería la sensación de que no existe un espacio económico, social o existencial para seguir viviendo. En estas situaciones, la relación terapéutica es el vehículo para abordar y tratar de mitigar las formas de coerción, cuidando la vulnerabilidad de la persona enferma, en el contexto de su desesperanza, la incapacidad para lidiar con la enfermedad y la posible deconstrucción del contexto social-familiar.
Todo lo que venimos señalando, cobra aún más sentido en Estados y sistemas constitucionales como el nuestro que, superando los límites del Estado liberal, se proclama como Estado social de Derecho. A este respecto, debemos recordar que, en la evolución de los derechos humanos, la aparición del Estado social y de los denominados derechos sociales son la respuesta a las exigencias de tutela estatal a los sectores más vulnerables de la sociedad, quienes sufrían las consecuencias del establecimiento de un Estado liberal fundamentado en el principio de autonomía, consecuencia de las Revoluciones liberales del siglo XVIII. La aparición del Estado social se inserta, pues, en la crisis del Estado de Derecho, por la ineptitud de este último para acometer los desafíos derivados de la aplicación del principio de igualdad. La premisa de que el mercado se regula por sí mismo es objeto de controversia, proclamándose una igualdad material frente a una igualdad formal. Dentro de este cambio de paradigma destaca la idea de que el bien común no es realizable únicamente a través del principio de autonomía individual, sino del de solidaridad.
Y a este respecto resultan paradigmáticas las palabras del bioeticista Albert Jonsen cuando señala que no es razonable debatir los pros y los contras del suicidio asistido sin tener en cuenta la situación social en la que las personas gravemente enfermas reciben asistencia médica. El fracaso del sistema sanitario en cuanto a la provisión de todo tipo de medios para la ayuda, la inadecuación de los cuidados paliativos para el dolor, la falta de médicos personales en el caso de muchos pacientes, y otros rasgos del sistema sanitario, pueden determinar en gran medida el modo en que las personas contemplan sus opciones al final de la vida […] Instituciones sociales como los “hospices” pueden aliviar las cargas de la agonía. La estructura de las instituciones sociales que asisten en la muerte y la agonía debería ser tal que tanto ejercieran la compasión como respetaran la autonomía individual. La eutanasia no es sólo una cuestión de ética personal y jurídica; es también un asunto de justicia social[24].
Todas las sociedades y culturas humanas han buscado modos muy diversos de procurar el ‘bien morir’ de sus miembros. Pero lo que eso signifique ha ido cambiando a lo largo de la historia de las mentalidades. Todos queremos morir bien, con calidad y calidez humana, dignamente, como el acto final de una vida que ha aspirado también a ser y a vivirse con la dignidad merecida.
En una sociedad moderna y con recursos, pero también con grandes desigualdades, que vive impresionada y en ocasiones obnubilada por la tecnología y el desarrollo científico-médico, llama la atención la falta de sensibilidad -que aflora más de lo esperado- ante el dolor ajeno y el sufrimiento humano, ante la soledad y el trato injusto o poco respetuoso con sus semejantes. Por eso, ‘morir dignamente’ se considera un término ambiguo que tiene muy diversos matices, quizá más alcance del previsto y que puede significar varias cosas a la vez, incluso contrapuestas, según sea la persona y su contexto.
Narrar la realidad de los seres humanos no siempre es fácil, porque construir y explicar el mundo interior de las personas es tarea ardua. Con las palabras exploramos esa realidad, pero también les damos sentido, significado. Ése es uno de los principales motivos por los que es tan difícil unificar las diversas acepciones de dicha expresión, así como homogeneizar las percepciones y actitudes de los pacientes ante el final de su vida[25].
Pues bien, entresacados de la experiencia contrastada y en un intento de sistematizar con ánimo abarcador, he aquí diversos sentidos de dicha expresión, que en numerosas ocasiones suelen estar asociados entre sí. Morir dignamente -según para quién, cómo y cuándo- quiere significar[26]:
A mediados de los años 90’ del pasado siglo The Hastings Center -un prestigioso centro de Bioética de Nueva York- definió, en un importante documento, cuáles debían ser “Los fines de la Medicina” en la era tecnológica. Concluyó que, en dichos fines, además de ‘la curación de las enfermedades’, se debe incluir ‘el cuidado del enfermo, el alivio del dolor y el sufrimiento’ -sobre todo de quienes no son curables- y, también, procurar ‘una muerte serena y en paz’ del ser humano. Estas premisas y el establecimiento de prioridades son claves para seguir el razonamiento acerca de los deberes de la profesión médica que, naturalmente, se modulan con los cambios sociales.
La palabra profesión viene del latín professio, que alude a la acción y al resultado de profesar, entendido como manifestar una adhesión a unos valores, a unas normas que definen el oficio al que uno consagra buena parte de su vida. Hay que muy tener claros los hechos -los datos clínicos- y también los valores –incluidos los principios éticos- para poder determinar cuáles son nuestros deberes, algo fundamental de la ética aplicada: qué debemos o qué no debemos hacer, como profesionales y como ciudadanos, porque evidentemente no es ni da igual una cosa que otra. En la estimación de los valores morales la preferencia se traduce en deber de respeto que, además, genera principios de conducta.
Se ha ido evolucionando hacia un marco de relación clínica en el que el paciente, con sus valores y circunstancias, se ha constituido en el epicentro de la atención sanitaria. Pero es esencial recalcar que, aunque el paciente es el actor principal de la relación clínica, el médico es el responsable de las indicaciones o contraindicaciones y corresponsable en la toma de decisiones. A este respecto, cabe precisar algo muy relevante que, además, se contempla en la Ley: se entiende por médico responsable de un paciente, aquél “profesional que tiene a su cargo el cuidado médico del paciente, con el carácter de interlocutor principal en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial, sin perjuicio de las obligaciones de otros profesionales que también participan en su asistencia.” Al trabajar en equipo, las responsabilidades de cada miembro son ineludibles, si bien cada cual tiene específicas funciones y tareas.
Desde el punto de vista estrictamente médico, y desde la denominada tradición hipocrática que realmente se afirmó como la conocemos a lo largo de las pruebas del pasado siglo la eutanasia supone igualmente una transformación que hay que poner de manifiesto. Mediante su descripción como un derecho que se ejerce en el seno de la actividad médica, es la propia actividad médica la que queda transformada, pues en algunos casos descritos por la ley el homicidio médico se convierte en la acción protocolizada. No puede despreciarse la influencia de estas vías protocolizadas en la formación no sólo de las vías de actuación sino incluso sobre la conciencia del personal sanitario. La cuestión trasciende incluso la lex artis, pues como lo que otorga la ley es un derecho ejercitable y claramente definido se obliga legalmente al sistema sanitario a facilitarlo. Es directamente reivindicable ante un Tribunal de Justicia y este no depende estrictamente de la Medicina en su interpretación. Es más, quien “obstaculice” el acceso a este derecho incurrirá en responsabilidad, más si es un empleado público.
Evidentemente se puede decir que una norma de objeción de conciencia permitiría a una parte del personal sanitario no participar directamente en estas acciones y en este sentido la objeción de conciencia debe ser protegida. Sin embargo, como se ha probado en conflictos semejantes, la objeción de conciencia resuelve menos de lo que parece. Ciertamente, salva la responsabilidad individual y en este sentido debe ser protegida como lo es en nuestro ordenamiento. Pero es preciso aquí incluir dos consideraciones. En primer lugar, es personal y debería coordinarse con el acceso al derecho. En segundo lugar, en sistemas de vinculación laboral no estable, como es crecientemente en nuestro país y, singularmente, en el ámbito de las profesiones sanitarias, perjudica gravemente las oportunidades laborales del objetor. Es decir, no se nos debe ocultar que a través de leyes como las eutanásicas el homicidio médico pasa a ser considerado como un procedimiento médico dispensable por el sistema sanitario, evidentemente cumplidas ciertas condiciones. Se trata de un cambio en el comportamiento médico aceptable que una vez legalizado será enseñado como adecuado y será practicado como necesario.
Autores de prestigio en la Deontología médica como Leon Kass han insistido en cómo la posibilidad de que el médico llegue a cometer un homicidio como un acto médico transforma totalmente la relación médico paciente. Esto afecta a la Medicina como arte de una forma más profunda que una transformación de las necesidades del sistema sanitario. Si la ética limita poderes, con la eutanasia el médico adquiere un nuevo poder, aunque sea no buscado. Posee un poder de muerte sobre el paciente, que ciertamente se abre según la voluntad de éste y las circunstancias previstas en la ley. El cambio que se produce es el homicidio intencional por parte del médico como una obligación jurídica que trascenderá a la lex artis. Esta nueva situación no puede compararse con otras opciones médicas en torno al final de la vida, es decir, no es comparable ni con la opción de no tratamiento o la acción paliativa indicada al final de la vida.
La práctica de la Medicina es la respuesta funcional a un problema que tienen que resolver todas las sociedades: el problema de la salud. La práctica médica es un mecanismo con el que el sistema social se enfrenta con las enfermedades de sus miembros, asumiendo las partes, paciente y médico, un determinado rol que es un rol dentro de la sociedad. Y este rol social y profesional se vería sustancialmente alterado con la proclamación del consiguiente deber de matar o de ayudar a morir que conlleva el reconocimiento de la eutanasia y/o auxilio al suicidio como verdadero derecho subjetivo.
Todavía en muchas Facultades de Medicina de las Universidades españolas todos los estudiantes, antes de licenciarse, pronuncian solemnemente el juramento hipocrático. Es un texto breve de apenas ocho líneas. Entre otras cosas juran: “Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a mujer alguna. Por el contrario, viviré y practicaré mi arte de forma santa y pura”.
Y así, el Comité Nacional de Ética alemán en su Recomendación Ad Hoc de 2014 (Ad Hoc Recommendation on The Regulation of assisted suicide in an open society: Germans Ethics recommends the statutory reinforcement of suicide prevention), respaldó expresamente la posición de la profesión médica formulada por la Asociación Médica Alemana (Bundesärztekammer) en sus principios sobre la eutanasia médica y que estipulaba que no es deber de un médico colaborar en el suicidio, es decir, que la participación en la asistencia al suicidio no es una tarea que surja de la responsabilidad profesional de un médico, ya que es importante que los pacientes gravemente enfermos puedan considerar a su médico como una persona confiable, con quien pueden hablar, incluso si están luchando con el deseo de una muerte prematura. Dentro del espacio protegido de la relación médico paciente, cada paciente debe poder confiar en una discusión leal sobre los pensamientos e intenciones suicidas, y en el asesoramiento y apoyo orientados hacia la vida por parte del médico.
También ha mostrado su preocupación por esta profunda alteración de las profesiones sanitarias que vendría a provocar la legalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio el Comité Nacional de Bioética italiano en su Informe de 18 de julio de 2019. Así, el citado Comité señala que un problema importante con el suicidio asistido médicamente o la eutanasia se refiere a los valores profesionales del médico y el personal de salud involucrado en esta práctica. De hecho, la tarea profesional del médico y del personal sanitario está dirigida a la curación y el cuidado de los pacientes, y no contempla actos que causen directamente la muerte. Una eventual participación en prácticas destinadas a provocar la muerte (suicidio asistido o eutanasia) implicaría un cambio profundo (o incluso una distorsión) de la figura del médico y su papel en los centros sanitarios, así como de los mismos centros sanitarios. De este modo, en lugar de ayudar en el proceso de morir, acompañando a través de los cuidados paliativos y la terapia del dolor, estarían colaborando o realizando actos que directamente causan la muerte. No admitir la asistencia al suicidio permite a los médicos preservar el significado ético-deontológico de su profesión y les permite a los pacientes mantener una confianza más sólida en sus médicos.
Estos son los principios expresados por la Asociación Médica Mundial que, en su documento más reciente sobre suicidio asistido (2017), reiteró lo que ya se había dicho en años anteriores (1992, 2002, 2005, 2013 y 2015): «La Asociación Médica Mundial reafirma su fuerte convicción de que la eutanasia está en conflicto con los principios éticos fundamentales de la práctica médica, y la Asociación Médica Mundial alienta firmemente a todas las asociaciones médicas nacionales y a los médicos a abstenerse de participar en la eutanasia, incluso si la ley nacional lo permite o despenaliza en ciertas circunstancias”.
Sin embargo, el propio Comité Nacional de Bioética italiano admite que estos principios deontológicos que informarían en contra de la despenalización de la eutanasia y del auxilio al suicidio se han visto alterados recientemente en aquellos países que las han legalizado, de manera que cabría admitir la ayuda para morir entre los deberes profesionales del médico y el personal sanitario. Este cambio respondería al propio cambio reciente de las condiciones de morir y el valor que el principio de autonomía y la autodeterminación han alcanzado en la relación médico-paciente.
En todo caso, en una época como la que vamos a vivir, y no parece que precisamente por un corto periodo de tiempo, en la que las dificultades económicas y la necesidad de garantizar la sostenibilidad de nuestro Estado social demandarán, o bien ciertos recortes económicos o bien cierta eficiencia en el manejo de los recursos, es lógico pensar que los pacientes podrían perfectamente sospechar que la relación de confianza en los profesionales sanitarios ya no es posible; sobre todo, cuando la presencia de la medida eutanásica como una prestación sanitaria más puede hacer presumir que dichos profesionales no estarían actuando ya en el mejor beneficio de sus pacientes sino en aras de la exigida restricción económica y de una posible ‘utilidad social’ de la persona enferma.
La regulación de la eutanasia y/o auxilio al suicidio acabaría por generar desconfianza hacia los profesionales de la salud al entenderse que su aplicación no sería indiferente para la economía de una institución sanitaria y también podría frenar la implicación, tanto científica como asistencial, de algunos médicos y profesionales de la salud en la atención a los enfermos sin posibilidad de curación.
También desde la perspectiva del profesionalismo médico se puede argumentar que la normalización de la eutanasia como respuesta al sufrimiento del enfermo terminal será un factor negativo en la formación de los profesionales sanitarios y en el esfuerzo del sistema sanitario por atender pacientes que exigen una dedicación muy intensa. En una sanidad saturada y tan a menudo desbordada como la española, no es difícil imaginar que introducir la eutanasia como posible respuesta a situaciones clínicamente complejas y de mal pronóstico se convierte en un mensaje social y cultural que perjudicará la formación en esta área de un sector profesional.
De igual modo, cuando la situación del enfermo supone una importante carga familiar, objetiva o subjetiva, la opción de elegir la eutanasia se convierte en una coacción moral sobre la conciencia de la persona que se siente un estorbo. En este contexto, la relación de los profesionales sanitarios con el paciente y la familia se distorsiona y se añade un componente de complejidad a la propia enfermedad, donde una ley de eutanasia va a incorporar una inercia previsible, especialmente en tiempos de escasez de recursos.
La Organización Médica Colegial española, máximo órgano de representación de la deontología médica, ha recordado recientemente que su Código establece en el Capítulo VII que “el médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste”, reiterando su petición de la promulgación de una Ley General de Cuidados que garantice de forma integral, no solo los cuidados paliativos y la atención al final de la vida, sino que contemple también todos aquellos condicionantes sociales necesarios para proporcionar la mejor asistencia a aquellas personas que padecen una grave enfermedad orgánica o psíquica que les genera gran incapacidad y un sufrimiento insoportable. Dicho Código de Deontología Médica está en línea con la Declaración sobre la Eutanasia y Suicidio con Ayuda Médica de la Asociación Médica Mundial en la que se expresa el fuerte compromiso con los principios de la ética médica y el máximo respeto por la vida humana.
Una simple mirada a la vida cotidiana nos descubre rápidamente la fragilidad y la vulnerabilidad como hechos ineludibles de la vida humana. Precisamente por eso, el lema de la Organización Mundial de la Salud en 1993 fue «La vida frágil» y tenía como finalidad sensibilizar a la opinión pública ante la fragilidad de la vida. El ser humano se ha caracterizado por su desvalimiento biológico y, en comparación con el animal, aparece como un ser de carencias, sufre una desprotección natural. La fragilidad y vulnerabilidad del ser humano nos remite primordialmente a su finitud constitutiva. Pero hay diversas situaciones en que se vive de modo más sentido tal fragilidad y vulnerabilidad: la pobreza, la niñez, la enfermedad y la ancianidad. La única respuesta positiva ante la fragilidad es el cuidado de lo vulnerable, la defensa de los débiles y la protección de las situaciones de especial vulnerabilidad. Se trata de un deber natural que no se funda en la reciprocidad como tal, es un comportamiento altruista que tiene su origen en un deber natural de responsabilidad[27].
Una ética de la fragilidad exige respetar al otro, sea frágil o no, evitando las agresiones, pero también las omisiones, es decir, la negligencia; antes bien, lo que hay que fomentar es el respeto y la diligencia. Los seres que el proceso de selección natural condenaría al exterminio (se han dado también, desgraciadamente, ejemplos históricos de ejecución intencionada), ya sea por su discapacidad, trastorno mental u otras enfermedades, o los más débiles y desasistidos, son objeto primordial de esta ética humana de la fragilidad[28]. En palabras de Diego Gracia, la ética propiamente humana tendría un sentido antievolutivo. Cabría decir, pues, que la evolución es antiética o que la ética es antievolutiva, en el sentido de que los procesos naturales y la moralidad se opondrían, en la medida en que la ética proponga proteger a los débiles a través de los diversos códigos morales. Por esta razón, la ética sería una conquista de la humanidad para defender a los débiles en su fragilidad y vulnerabilidad[29].
Por consiguiente, en el contexto actual, la dignidad del ser humano ha de contar con los dos aspectos clave de la vida: la autonomía, que se correlaciona con las exigencias de justicia; y la fragilidad y vulnerabilidad, que se correlacionan tanto con la justicia como con el cuidado. Por una parte, la justicia exige la atención a la vulnerabilidad, pero esta forma de justicia ha de ampliarse a la protección cuidadora de las peculiares situaciones de fragilidad educativa, sanitaria o de pobreza básica. De lo contrario, se estaría excluyendo sistemáticamente a los más frágiles y vulnerables. En este ámbito, es decisiva la acción eficiente de las instituciones de un Estado Social como Estado de Justicia para proteger y fortalecer las capacidades de los afectados mediante la acción sanitaria y educativa.
En este sentido, quedan aún por resolver dos tareas: la justicia, reivindicando un trato igual y un respeto equivalente por la dignidad de cada uno, la inviolabilidad de los individuos en la sociedad; y la solidaridad, exigible a los individuos en cuanto miembros de una comunidad en la que se han socializado, protegiendo las relaciones intersubjetivas de reconocimiento recíproco. Por tanto, el modo de hacer frente a las situaciones de fragilidad y vulnerabilidad sería el de la ética de la justicia y del cuidado, de la justicia y la solidaridad, como ingredientes de una «ethica cordis«[30].
Las justificaciones de la eutanasia unen a la decisión sobre la propia vida, ciertamente realizada a través de un procedimiento médico, unas condiciones objetivas. En cierta manera implican una posición sobre la vida en las situaciones más dependientes o sufrientes. Caracterizan unas vidas que no merecerían la pena vivirse al no ser valoradas por el sujeto vivo que en cierta forma las posee, aunque la idea de que uno posee la propia vida como algo externo no deja de ser otra abstracción. Se crea así la ficción de que un sujeto dispone de su vida como algo diverso a sí mismo y que perdidas ciertas condiciones, o no alcanzadas nunca en algunos casos, puede pedir la intervención médica para poner fin a la misma. Nuevamente un concepto abstracto, la vida indigna que se cede, frente a uno concreto la vida humana concreta que desaparece para siempre.
El deseo de no encontrarse en una situación de grave dependencia justificaría así el acto autónomo por excelencia, el de pedir la propia muerte mediante un procedimiento preferentemente médico. Es difícil pensar que en épocas de presión economicista como la actual esta posición no puede mandar un mensaje sobre la caracterización de las vidas fuertemente dependientes que objetivamente son consideradas como indignas de ser vividas, en cuanto es la justificación de acceso al homicidio médico. Y ello puede ser así independientemente de la voluntad del legislador que puede ser totalmente beneficente. Cabría un paso más que podemos derivar de los debates en torno a la retirada de medios contra el parecer de quienes representan a los pacientes, por ejemplo, en algunos casos de menores. Podría pensarse que el rechazo de ciertas prácticas como la eutanasia exige un cierto heroísmo no exento de terquedad o peor que quien exige medios de tratamiento en ciertas circunstancias en que lo protocolizado no es ese medio es insolidario.
Las recientes circunstancias vividas sobre la pandemia de la Covid 19 nos dan un indicio de cómo la presión utilitarista puede expresarse en momentos de crisis de medios. En cierta medida nuestra sociedad ha sido incapaz de proteger la vida más valiosa de quienes han dado sus esfuerzos a lo largo de su vida y nos han legado la sociedad que desarrollamos ahora, con sus defectos pero también con sus grandes logros. No es aventurado pensar que la eutanasia se proyectará en una medida mayoritaria sobre personas en esas circunstancias y que la alternativa de la eutanasia añade una presión precisamente sobre esas personas.
No necesariamente nuestra sociedad valora únicamente la vida humana en cuanto es productiva y en cuanto es capaz de goce. Tampoco es obligado que los triajes u otros juicios sobre aplicación de medios se realicen sobre los años de supervivencia en esas condiciones. Pero la amenaza está presente y en cierta medida la vejez prolongada, que podría considerarse un gran triunfo de nuestro tiempo es incomprendida desde los parámetros arriba expuestos. Ciertamente cuando esa dependencia y nuestra incapacidad de protegerla se ha hecho evidente entre nosotros no parece oportuno legislar la eutanasia como una oportunidad. No está claro que quienes merecen el derecho a ser tratados hasta el final de su vida con todos los medios posibles según la lex artis y mediante medios compasivos reciban en la alternativa de la eutanasia una nueva libertad.
A este respecto, resultan paradigmáticas las reflexiones elaboradas muy recientemente por la Relatora Especial sobre los derechos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas en su Informe presentado en el 43er período de sesiones del Consejo de Derechos Humanos, del 24 de febrero al 20 de marzo de 2020, cuando afirma que la muerte asistida, ya sea mediante eutanasia o suicidio asistido, es una cuestión controvertida en la comunidad de la discapacidad. Y, a este respecto, desde la perspectiva de derechos de las personas con discapacidad, preocupa seriamente que la posibilidad de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido pueda poner en peligro la vida de las personas con discapacidad. Si la muerte asistida estuviera al alcance de todas las personas que presentan un trastorno de salud o una deficiencia, independientemente de que tengan o no una enfermedad terminal, la sociedad podría entender que es mejor estar muerto que vivir con una discapacidad. En consecuencia, una importante preocupación es, en palabras de la Relatora, que las personas cuya deficiencia sea reciente opten por la muerte asistida a causa de prejuicios, temores y bajas expectativas sobre lo que significa vivir con una discapacidad, antes incluso de haber tenido la oportunidad de aceptar la nueva situación de discapacidad y adaptarse a ella. Además, las personas con discapacidad pueden decidir poner fin a su vida a causa de factores sociales, como la soledad, el aislamiento social y la falta de acceso a servicios de apoyo de calidad. Un tercer problema es que las personas con discapacidad, sobre todo las personas de edad con discapacidad, pueden ser vulnerables a presiones explícitas o implícitas de su entorno, lo que incluye las expectativas de algunos familiares, las presiones financieras, los mensajes culturales e incluso la coacción.
Porque, en general, cuando se normalizan las intervenciones para acabar con la vida fuera de la última etapa de una enfermedad terminal, las personas con discapacidad y las personas de edad pueden sentir más la necesidad de poner fin a su vida. Pero incluso, en el contexto de la enfermedad terminal, muchos defensores de los derechos de las personas con discapacidad también se oponen a la muerte asistida, ya que temen que colocará en una situación de riesgo a personas con enfermedades o discapacidades nuevas o progresivas que pueden ser erróneamente diagnosticadas como terminales, pero que todavía tienen muchos años de vida por delante[31].
Así pues, la proclamación del derecho a la eutanasia y/o auxilio al suicidio podría suponer trasladar un mensaje social a las personas con discapacidad, que pueden verse coaccionados, aunque sea silenciosa e indirectamente, a solicitar un final más rápido, al entender que suponen una carga inútil no solo para sus familias, sino para la propia sociedad. Tanto más fuerte será esta presión cuanto más comprometidas sean las circunstancias de la enfermedad, o la precariedad de la atención médica y familiar. De este modo, los pacientes más débiles o en peores circunstancias serán los más presionados a solicitar la eutanasia. Se produciría la paradoja de que una norma que se habría aprobado para, presuntamente, promover la autonomía se convierte en una sutil pero eficaz arma de coacción social.
La pregunta que cabría hacerse es, si la pretensión de despenalización surge de una acción de solidaridad hacia aquellos que sufren la enfermedad y la discapacidad o, por el contrario, de la falta de una solidaridad previa hacia ellos que sea capaz de promover las ayudas y apoyos que les permita desarrollar su propio proyecto personal de vida con una mitigación de las cargas. Como señalara hace unas décadas la Cámara de los Lores del Reino Unido en un Informe de 31 de enero de 1994, si bien algunos admitirían que existen casos concretos en los que la eutanasia puede ser considerada adecuada, sin embargo, los casos individuales no pueden razonablemente establecer los fundamentos de una política que tenga repercusiones tan graves y extensas.
El temor radica en que las personas vulnerables se sientan obligadas, por efecto de las presiones, reales o imaginarias, a solicitar una muerte prematura. El mensaje que la sociedad debe enviar a las personas vulnerables y a las desfavorecidas no debe, ni siquiera indirectamente, alentarles a solicitar la muerte, sino que debe asegurarles nuestra presencia y apoyo en la vida.
El riesgo de la pendiente resbaladiza estaría tanto en aquellos pacientes que acabaran solicitando la eutanasia bajo la convicción de que, en su situación clínica, es la única alternativa posible para la sociedad como en el uso de la misma por parte de los poderes públicos e instituciones privadas en atención al coste de la asistencia sanitaria. Para uno de los padres de la Bioética en España, Javier Gafo, la consecuencia preocupante de la despenalización de la eutanasia es que lo que se concede al paciente como un derecho se convierta subjetivamente en una obligación ante los problemas económicos y familiares frecuentemente asociados[32].
Como recuerda el Comité Nacional de Bioética italiano en su Informe de 18 de julio de 2019, incluso los que aprueban moralmente el suicidio asistido en casos muy limitados apoyan el argumento de la pendiente resbaladiza, creyendo que esto puede preocupar especialmente desde una perspectiva jurídica en la medida en que no es posible regular la excepción, ni es posible establecer una línea divisoria clara entre sufrimiento físico y sufrimiento psíquico o emocional, estar cansado de la vida y el rechazo de la vida. Según este enfoque, justificar un solo acto es algo muy diferente de justificar una práctica o una política. En otras palabras, uno puede imaginar que un solo acto, por ejemplo, de asistencia con suicidio, dirigido a ese paciente, en esa condición extrema particular, podría estar moralmente justificado e incluso no estar sujeto a enjuiciamiento penal; sin embargo, la legalización en términos jurídicos de una práctica que involucra actos de este tipo asignaría un significado muy diferente. Según este análisis, la práctica profesional y la legalización de los actos que permiten a los médicos ayudar o «provocar la muerte», incluso en condiciones muy específicas, presumiblemente dejan abierto un abuso grave, con el riesgo de que estos actos aumenten más y más con el tiempo.
Pero, incluso, más allá de ese temor quizás aún mayor que aquél es el deterioro que la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio puede suponer para una sociedad que ha de promover los cuidados y la atención profunda a la vulnerabilidad como valores esenciales. Hay que pensar seriamente, si en esta “sociedad del cansancio” (Byung-Chul Han), la eutanasia y el auxilio al suicidio no son más que expresión del cansancio de cuidar.
Y como señalara Lord Sumption en el caso R (Nicklinson y otros) c. Ministerio de Justicia resuelto por el Tribunal Supremo, Corte de Apelación del Reino Unido, 2014, la verdadera pregunta sobre la posibilidad de abrir la puerta a una solución de carácter excepcional para determinados casos en los que la plena autonomía del individuo en su petición de morir pueda estar garantizada es cuánto riesgo para los vulnerables estamos dispuestos a aceptar para facilitar el suicidio de los invulnerables.
También, y como ya hemos avanzado antes, el riesgo de que una política de eutanasia apoyada por el Estado, ya sea como excepción, ya sea como derecho e, incluso, como prestación pública acabe en una expresión de puro utilitarismo no es descabellada. Además, en estos difíciles tiempos que estamos viviendo es bueno recordar una vez más que el riesgo del utilitarismo no ha desaparecido de nuestra sociedad, por mucho que nuestro ordenamiento jurídico y nuestra cultura social se haya impregnado de un fuerte aroma de respeto y aceptación de la diversidad y, concretamente, de la discapacidad.
En plena implementación normativa de las exigencias derivadas de la ratificación por nuestro Estado de la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad, con la pandemia y la necesidad de priorizar el acceso a determinados recursos sanitarios que en los pasados meses se mostraron de manera repentina como extraordinariamente insuficientes, la proclama fue otorgar prevalencia en el acceso a quienes tuvieran un aparente mayor valor social, es decir, a aquellos que no mostraran el desvalor de la discapacidad. Así lo denunció este mismo Comité de Bioética de España en su Informe sobre los aspectos bioéticos de la priorización de recursos sanitarios en el contexto de la crisis del coronavirus, de 25 de marzo de 2020.
Y también fue denunciado por el propio Defensor del Pueblo, el cual consideró que el criterio de “Tener en cuenta el valor social de la persona enferma”, como recogían las Recomendaciones éticas para la toma de decisiones en la situación excepcional de crisis por pandemia Covid-19 en las Unidades de Cuidados Intensivos, aprobadas por la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias, a través de su Grupo de Bioética[33], no es aceptable porque viene a sugerir que se sacrifique a personas con discapacidad por esa sola condición, a la hora de administrar los medios asistenciales disponibles para afrontar la Covid-19. Para el Defensor, el combate contra la enfermedad no puede dejar de lado en ningún momento los principios básicos sobre los que se cimienta nuestra sociedad democrática, garantizando en todo momento la dignidad de las personas, cualquiera que sea su condición, y el respeto a sus derechos y libertades consagrados en la Constitución[34].
La opción por un criterio utilitarista no es algo excepcional de los tiempos de pandemia que hemos vivido y seguimos viviendo, sino que supone una forma sencilla y rápida de resolver los complejos problemas éticos a los que debemos enfrentarnos en nuestras actuales sociedades. Pero el problema de dicha forma de resolución es que, por un lado, resta relevancia a los valores y derechos humanos en pos de la eficiencia en la toma de decisiones. A este respecto, resulta sumamente ilustrativo recordar la frase de uno de los padres del utilitarismo, Jeremy Bentham, cuando afirmaba que “natural rights is simple nonsense: natural and imprescriptible rights, rhetorical nonsense – nonsense upon stilts”[35]. Por ello, para evitar que conceptos tan ambiguos como la dignidad o los propios derechos humanos afectaran a la eficacia en la toma de decisiones por las autoridades públicas, ofreció a la política, no una propuesta filosófica o ética, sino una mera solución pragmática que permitiera cuantificarlas numéricamente, basándose en datos empíricos[36], aunque con la plausible aspiración de lograr la mayor felicidad y bienestar para el mayor número de ciudadanos.
Por otro lado, en el marco de la toma de decisiones utilitaristas acaban siempre perdiendo los mismos, las personas más vulnerables, como pueden ser en determinados contextos las personas con discapacidad y los ancianos. La batalla del utilitarismo acaba siempre con los mismos perdedores.
El utilitarismo cae en la falacia de la ausencia de separabilidad moral de las personas, asumiendo que el valor moral de las personas es intercambiable: la salud que unos ganan compensa la que otros pierden siempre que el resultado sea una suma positiva. Porque el enfoque utilitarista ignora el imperativo categórico kantiano, que ha conformado el concepto universal y secularizado de dignidad humana, y que prohíbe utilizar a las personas exclusivamente como medios para los fines de otros. La compensación interpersonal de las vidas humanas entre sí, con el fin de maximizar unos presuntos beneficios colectivos, es incompatible con la primacía de la dignidad humana. Y precisamente por ello, en una comunidad basada en el imperio de la ley, los derechos individuales no pueden quedar subordinados al objetivo de una agregación orientada hacia la maximización de los beneficios colectivos. Además, bajo el enfoque utilitarista, los derechos de los individuos pueden ser fácilmente infringidos porque sus beneficios individuales se agregan para constituir los beneficios colectivos.
Y la doctrina del utilitarismo, aun cuando se ha pretendido revestir de una aparente complejidad, es una mera expresión intuitiva que permite una respuesta moral casi inmediata, sin reflexión profunda de los valores en conflicto y, en especial, de la dignidad[37]. La crítica al utilitarismo no tiene que ver con los elementos que aporta para evaluar la toma de decisiones, sino con su radical insuficiencia, al desconocer la existencia de unos bienes con un valor inconmensurable, como son los derechos humanos. Porque el utilitarismo clásico plantea, entre otros, el problema de olvidar que las personas tienen derechos inalienables e inadmisibles que no están sujetos a ningún cálculo[38], dejando a un lado la dignidad ontológica del ser humano, que es percibida como una abstracción o una creación ideológica.
El utilitarismo incurre en una falacia naturalista ya que el hecho de que la mayor parte de la gente desee algo no significa que ello sea digno de ser deseado. Lo que se desea no tiene que considerarse necesariamente bueno, ya que también son posibles los malos deseos[39]. Y éste es un riego evidente de nuestra actual sociedad que creemos que puede acentuarse si se instaura un modelo que venga en legalizar el acabar con determinadas vidas. Puede que, entonces, una vez más, acaben nuevamente por perder las personas con discapacidad.
Es importante recordar que, aun cuando se admitiera, como mera hipótesis, que el derecho a la vida tiene un contenido negativo, de manera que al amparo de dicho derecho cabe admitir un derecho a morir, ello no implica necesariamente que haya de despenalizarse la eutanasia y/o auxilio al suicidio. La exigida protección a las personas vulnerables puede exigir ética y legalmente mantener la prohibición y tal límite a un presunto contenido negativo del derecho a la vida, que encuentra su fundamento en el propio Convenio Europeo de Derechos Humanos, cuyo artículo 8, tras proclamar el derecho a la vida privada, dispone en su apartado segundo que no podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté prevista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la protección de los derechos y las libertades de los demás (en el caso concreto, la protección de las personas vulnerables).
Por otro lado, cuando uno se asoma al escenario de la Salud Mental, aparece poblado de personas especialmente vulnerables cuyos derechos, con demasiada frecuencia, son violados. Las razones son diversas, a veces por paternalismo, prejuicio o ignorancia. Lo cierto es que las personas con trastorno mental siguen sufriendo problemas de exclusión de la sociedad y muchas de ellas son susceptibles de que sus derechos humanos y fundamentales no sean respetados ni garantizados en las mismas condiciones que el resto de la sociedad.
En la base de la vulneración de los derechos humanos de este colectivo está el estigma. Las falsas creencias y el miedo respecto de las personas con discapacidad por enfermedad mental, llevan al estigma, el estigma a la discriminación, y ésta frecuentemente lleva asociada la vulneración de derechos como ciudadanos y ciudadanas. Existe una relación compleja e indivisible entre estigma, atención socio‐sanitaria y derechos humanos, y resulta necesario que toda reflexión sanitaria que se plantee, cuando la mirada se dirige a la salud mental, lo haga desde esta perspectiva.
Se identifican algunos obstáculos para garantizar que se respeten los derechos. En primer lugar, la falta de sensibilización sobre el respeto a los derechos humanos y la falta de conocimiento sobre regulación normativa que existe a nivel internacional, que exige su garantía, no sólo por parte de la opinión pública sino también por parte de los servicios de salud. Por otro lado, existe también una falta de desarrollo normativo a nivel nacional que está impidiendo la aplicación práctica del marco legislativo internacional. Según la Organización Mundial de la Salud, algunas de las peores violaciones de derechos de las personas con enfermedad mental se producen en el ámbito de los servicios sanitarios. En ocasiones la atención puede estar enmascarada en un falso paternalismo cuya finalidad inconsciente puede resultar dañina para el proyecto vital de las personas o puede operar a favor de tener a estas personas bajo control.
Es necesario tomar conciencia de las nuevas formas de atención sanitaria, y en los escenarios del ciclo vital en el que ésta se produzca, para que se garanticen los derechos que asisten a las personas con enfermedad mental de la misma manera que al resto de los y las ciudadanas. Esto debe ser planteado, además, como una exigencia ética en cuyo centro se encuentre la dimensión de lo humano y consecuentemente el respeto, la dignidad y la defensa en todo momento de los derechos humanos y la ética del cuidar como sostén de la ciudadanía. En los cuidados, la relación humana es una condición indispensable para el ofrecimiento de un trato digno y respetuoso. Cuidar está en los fundamentos de la conciencia de ciudadanía y de la percepción del otro y de nosotros mismos, todos, como sujetos vulnerables.
Hay que señalar que la toma de decisiones es un factor clave para el buen funcionamiento de la relación terapéutica, como así se establece en el modelo de decisiones compartidas que se está extendiendo en la práctica sanitaria y también en las personas afectadas por problemas de Salud Mental. La escucha desde los valores dominantes está muy vinculada al modelo médico tradicional, que prioriza la opinión y las decisiones de quien posee el saber médico para determinar las intervenciones que deben llevarse a cabo y cuáles han de ser indicadas, pertinentes, prioritarias, únicas o limitadas. Uno de los principales problemas, por lo referido anteriormente respecto a la Salud Mental, reside en la falta de espacio para la autonomía y la toma de decisiones, con las garantías necesarias y en condiciones equiparables al resto de personas enfermas y vulnerables, en los que la cultura ciudadana y la cultura médica tiene la responsabilidad de comprometerse.
En definitiva, el marco para abordar los escenarios del final de la vida en el ámbito de la Salud Mental debe ser el recogido en la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), firmada por los 27 Estados miembros de la Unión Europea y por 120 en todo el mundo, ratificada por el Estado Español el 23 de noviembre de 2007 en sus 50 artículos y publicada en el BOE el 21 de abril de 2008. Tal como queda expresado en dicha norma, el propósito de la Convención es “promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente. Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.
Como recordara el Comité de Nacional de Ética alemán (Deutscher Ethikrat), en su Recomendación Ad Hoc en junio de 2017 (Suicide prevention instead of suicide support. Reminder of a demand by the German Ethics Council on the occasion of a decision by the Federal Administrative Court), en muchos casos el deseo de poner fin a una situación subjetivamente desmedida e irreversible, que ya no puede ser aliviada por otras medidas, está en estrecha relación con la atención y el apoyo disponibles en el caso individual. Para esto todavía el sistema se muestra deficiente, especialmente con respecto a la terapia del dolor, la rehabilitación y la psicoterapia. Además, el Consejo Alemán de Ética recomienda el refuerzo legal de las medidas y estructuras de prevención del suicidio.
Y como afirma, Javier de la Torre, el mejor factor de protección ante el deseo de morir es tener una buena red psicosocial que sustente y promueva la autonomía. El suicidio, la depresión, la desconfianza, el aislamiento, el abandono, la insolidaridad, se previenen y evitan en la mayoría de los casos abordando factores de riesgo psicosocial. Por eso hay que potenciar y fortalecer la autonomía[40].
Muchas de las reflexiones que acabamos de formular creemos que son también aplicables a la infancia y adolescencia, dado que su capacidad y, por tanto, su autonomía están forjándose.
Podemos definir los Cuidados Paliativos como la atención activa y holística de personas de todas las edades con sufrimiento grave por una enfermedad severa, y especialmente de aquellos que están cerca del final de la vida. Su objetivo es mejorar la calidad de vida de los pacientes, sus familias y sus cuidadores[41].
Los Cuidados Paliativos incluyen la prevención, la identificación precoz, la evaluación integral y el control de problemas físicos, incluyendo el dolor y otros síntomas angustiantes, sufrimiento psicológico, sufrimiento espiritual y necesidades sociales. Siempre que sea posible, estas intervenciones deben estar basadas en la evidencia. Brindan apoyo a los pacientes para ayudarlos a vivir lo mejor posible hasta la muerte, facilitando la comunicación efectiva, ayudándoles a ellos y a sus familias a determinar los objetivos de la asistencia. Son aplicables durante el transcurso de la enfermedad, de acuerdo con las necesidades del paciente. Se proporcionan conjuntamente con tratamientos que modifican la enfermedad, siempre que sea necesario. Pueden influir positivamente en el curso de la enfermedad.
No pretenden acelerar ni posponer la muerte, afirman la vida y reconocen la muerte como un proceso natural. Brindan apoyo a la familia y a los cuidadores durante la enfermedad de los pacientes y durante su propio duelo. Se proveen reconociendo y respetando los valores y creencias culturales del paciente y de la familia.
Son aplicables en todos los ambientes de atención médica (sitio de residencia e instituciones) y en todos los niveles (primario a terciario). Pueden ser provistos por profesionales sanitarios con formación básica en cuidados paliativos. Los casos complejos, sin embargo, se derivarán a equipos multiprofesionales de cuidados paliativos especializados.
Para lograr la integración de los cuidados paliativos, los gobiernos deben adoptar políticas y normas adecuadas que incluyan los cuidados paliativos en las leyes sanitarias, en programas nacionales de salud y en presupuestos nacionales de salud, asegurando así:
En el año 2007 el Ministerio de Sanidad publicó la Estrategia en Cuidados Paliativos del Sistema Nacional de Salud, que fue revisada y actualizada en el año 2014. Dicho documento supuso un gran avance para los cuidados paliativos, pues sentó las bases de cómo deberían de organizarse y aplicarse en el territorio español. Se estima que más de la mitad de las personas que fallecen cada año en España atraviesan una etapa avanzada y terminal. La respuesta adecuada a las múltiples necesidades físicas, emocionales, sociales y espirituales de cada uno de los pacientes y sus seres queridos suponían, y suponían un importante reto para nuestro Sistema Sanitario. Uno de los aspectos en que se hizo mayor énfasis al plantear esta Estrategia fue, precisamente, que se basara en la respuesta integral y coordinada del sistema a todos los pacientes que lo necesitaran, dónde y cuándo lo necesitaran.
En el año 1990 la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un extenso documento en el que definía los cuidados paliativos y destacaba que no debían limitarse a los últimos días de vida sino aplicarse progresivamente a medida que avanza la enfermedad y en función de las necesidades de los pacientes y sus familias.
Los cuidados paliativos van dirigidos a los pacientes con cáncer y enfermedades crónicas evolutivas de cualquier edad que se encuentren en situación avanzada y terminal. En los últimos años ha existido en España un creciente desarrollo de los cuidados paliativos. Sin embargo, y pesar de dicho desarrollo, existen graves deficiencias que impiden que todos los ciudadanos que necesiten atención paliativa tengan garantizada dicha prestación. Este déficit es especialmente relevante en el ámbito pediátrico.
La Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), sociedad científica que engloba a todos los profesionales sanitarios que trabajan en el ámbito del final de la vida, lleva reclamando desde hace muchos años una serie de medidas cuyo desarrollo facilitaría la prestación de los cuidados paliativos con criterios de igualdad y homogeneidad. Dichas medidas se pueden resumir en:
a) Enfermería, Psicología y Trabajo Social) por parte de los Ministerios de Sanidad y Educación, mediante el reconocimiento de la especialidad o subespecialidad (ACE o Área de capacitación Específica), como así ocurre en la mayoría de los países de nuestro entorno[42], que lideran la prestación de los cuidados paliativos. Esta iniciativa permitiría que los profesionales que se incorporan a las plazas de los servicios de salud sean los que cumplan con los estándares de formación y experiencia profesional. Incluso en la propia Estrategia ya mencionada se reconoce esta acreditación como fundamental para el desarrollo y cumplimiento del derecho a los cuidados paliativos.
b) La falta de regulación de la formación de los profesionales por parte del Ministerio de Sanidad y de Educación tanto en el pregrado como el postgrado. Actualmente, la asignatura de cuidados paliativos que, según el espacio común de Bolonia, debería de ser troncal y obligatoria en las facultades de Medicina y Enfermería. Según un artículo publicado[43] en 2015, en España de 41 facultades de Medicina (hoy en día existen algunas más), sólo 21 impartían la asignatura de Cuidados Paliativos, y únicamente 8 de carácter obligatorio, incumpliendo así la normativa europea al respecto
c) La creación de planes regionales de cuidados paliativos en todas las Comunidades Autónomas, así como la actualización de las que ya cuentan con algún plan, así como la dotación presupuestaria suficiente para garantizar la prestación en el 100 % del territorio español, independientemente del lugar de residencia y de la condición social de los pacientes. Actualmente, citando de nuevo a la SECPAL, la cobertura de los cuidados paliativos en España no llega ni al 50 %. Si tenemos en cuenta los datos del Instituto Nacional de Estadística, los fallecidos por causas que son subsidiarias de recibir atención paliativa son unos 150.000 pacientes al año; esto significa que unos 75.000 pacientes fallecen con un sufrimiento evitable, para ellos y sus familiares.
Los cuidados paliativos han demostrado en numerosos estudios que ahorran recursos económicos a los sistemas públicos de salud, ya que facilitan que los pacientes sean atendidos en sus domicilios, evitando así los ingresos innecesarios en hospitales de tercer nivel, con alta tecnificación y que no están preparados para el cuidado de estos pacientes, posibilitando, además, la obstinación terapéutica y diagnóstica, con el consiguiente sobrecoste añadido. Los pacientes desean ser cuidados en su propio domicilio, por personas capaces y con el apoyo de profesionales formados para ello.
El Consejo de Europa, en la resolución 1418 adoptada por su Asamblea (24ª sesión) el 25 de junio de 1999, considera los Cuidados Paliativos como un derecho legal e individual de todos los enfermos terminales o moribundos en todos los Estados miembros. Desgraciadamente, la situación real dista mucho aún de que dicha recomendación sea asumida pues, además del desarrollo de un marco legal, que las personas mueran con dignidad supone la realización de una serie de exigencias éticas por parte de toda la sociedad. Así pues, llegada la ocasión y el momento, la derivación del enfermo al servicio o la unidad de Cuidados Paliativos para su asistencia en el trance último de su vida debe ser una opción posible tras una decisión rigurosa, sensata y obligada por el propio proceso de la enfermedad y las necesidades del paciente.
Hay que dejar bien claro que los Cuidados Paliativos no acortan ni prolongan la vida, sino que adecúan los tratamientos y el cuidado a la situación de cada enfermo y reconocen la muerte como un proceso natural de la vida. Asimismo, los cuidados paliativos integrales de calidad persiguen el mayor bienestar posible para el paciente y su familia, procurando evitar el dolor y tratando de paliar el sufrimiento insoportable. Lamentablemente, pese a que constituyen un derecho asistencial para todos los ciudadanos que los necesitan -y es responsabilidad del Estado, sus respectivas instituciones u otros organismos y gestores garantizar su cumplimiento- hoy día, en nuestro país, muchos pacientes no pueden beneficiarse de ellos y mueren en peores condiciones de las humanamente aceptables y deseables.
En el ámbito de los cuidados paliativos se defiende la consideración de la dignidad del paciente, en situación terminal o avanzada, como un valor independiente del deterioro de su calidad de vida. Si no fuera así, se estaría privando de dignidad y de valor a personas que padecen graves limitaciones o severos sufrimientos psicofísicos, y que justamente por ello necesitan especial atención y cuidados. Cuando en términos coloquiales se habla de unas ‘condiciones de vida indigna’, las que realmente son indignas son las actitudes o los comportamientos de quienes las consienten o no ponen los medios para evitarlas, pero no la vida del enfermo.
Es en esta corriente de pensamiento solidario y compasivo, poniendo la ciencia y el arte médico al servicio de los enfermos que ya no tienen curación, donde echa sus raíces y se desarrolla la tradición filosófica de los cuidados paliativos. Se trata de dar la atención técnica y humana que precisan los enfermos en su proceso final de vida con la mejor calidad posible y buscando la excelencia profesional, precisamente, porque tienen dignidad.
Pero desgraciadamente, aún se producen malas muertes, hay demasiadas maneras de morir mal, y en España no son precisamente escasas ni excepcionales, por muy diversas razones, actitudes, inercias y prácticas. Por eso resulta ya imprescindible -no solo necesario, sino urgente y oportuno- un gran debate social pluridisciplinar sobre esta materia, acompañado de gran transparencia pública y no mediado ni desvirtuado por sesgos tendenciosos, con una enorme voluntad de verdad para afrontar los retos y desafíos, las controversias y discrepancias que, a buen seguro, van a existir siempre.
No olvidemos que el valor moral de una sociedad también -y sobre todo- se mide por cómo trata a sus enfermos y a las personas más necesitadas y desvalidas, de qué manera los protege y cuida, y cómo afronta el morir y la muerte de los seres humanos. Habrá que articular, pues, la razón práctica y los sentimientos morales. Y eso se hace aplicando un arsenal de virtudes prácticas, con gran acopio de honestidad, coraje, humildad, respeto, solidaridad, compasión y prudencia, dignas del mayor encomio. Nada más, … pero tampoco menos.
Efectivamente, un nuevo y dramático escenario como el que se ha vivido y aún permanece, la pandemia por Covid-19, requiere (re)pensar los modos de actuar para transmitir confianza y esperanza en el final de la vida humana. Porque el final de la vida, de cada vida, es un proceso casi nunca sencillo y a veces muy complejo, como ya se ha dicho en este Informe. Un buen morir, entendido como el proceso humano de cerrar una biografía, requiere la satisfacción de necesidades psicoemocionales y espirituales específicas para evitar, o cuando menos paliar o aliviar, el sufrimiento existente o añadido.
La muerte evidencia que la condición humana es finita y limitada, y olvidar esto puede generar mucho desconcierto, miedos, angustia. Más aún en la fase terminal -o tiempo del morir- que es un periodo de la vida humana con características propias por la intensidad y radicalidad de sus vivencias, el “último escenario del crecimiento humano” en afortunada expresión de E. Kübler-Ross. Aunque pueda resultar paradójico, ‘al final de cada vida humana hay mucha vida’. Es bien conocida la frase de E. Casell: “los cuerpos duelen, las personas sufren”. Pues bien, las personas que se acercan al fin de su biografía suelen efectuar un balance vital, ya sea de forma explícita o implícita, y en muchas ocasiones hacen partícipes de ese proceso a quienes comparten y les acompañan en su proceso de morir. El proceso de salir de la vida, como el resto de los procesos en que quedan implicadas las dimensiones fundamentales de la persona (física, emocional, social y espiritual), puede ser vivido de modo saludable y no patológico, entendiendo la salud integral no como ‘bien-estar’, sino como ‘bien-ser’, es decir, como la capacidad de ser uno mismo o una misma y de poder vivir y morir de acuerdo con ello[44].
Si por desafío se entiende el enfrentarse a las dificultades con decisión, no hay duda alguna que afrontar el dolor y el sufrimiento lo constituyen sobremanera. El dolor y el sufrimiento presentan una relación compleja, no son sinónimos, tienen en común el carácter subjetivo, la estimulación nociceptiva, el desorden afectivo, la experiencia sensible y emocional desagradable, la interacción mutua, la interpretación en función de signos y símbolos imbricados en el contexto antropológico y cultural, la percepción incómoda y las conductas de rechazo, huída o afrontamiento. Pero, ni el sufrimiento está necesariamente mediado por el dolor, ni todo dolor, siquiera intenso, lleva necesariamente a la experiencia de sufrimiento.
El dolor es, claramente, una experiencia subjetiva; por eso, la atenta escucha activa de la persona que lo padece constituye la primera responsabilidad moral del profesional en su abordaje. No existe criterio alguno, susceptible de ser objetivado y unánimemente aceptado, a partir del cual se pueda delimitar el dolor soportable del insoportable, el dolor necesario del excedentario, el dolor como alarma y ayuda del dolor como condena y carga. Aunque no sean equiparables, es conocido que el dolor suele ser un importante antecedente del sufrimiento.
El sufrimiento es algo distinto, en su expresión, alcance y formas de abordaje. Es un complejo estado afectivo, cognitivo y negativo, que abarca tres características: la sensación que tiene la persona de sentirse amenazada en su integridad, el sentimiento de impotencia para hacerle frente, y el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontar dicha amenaza. El sufrimiento básicamente se padece, pero habitualmente no se gestiona apropiadamente, por muy diversas causas. No se debe equiparar el sufrimiento a su expresión emocional más habitual, la angustia, definiendo el todo simplemente por una de sus partes. Si bien todo sufrimiento supone malestar, no todo malestar alcanza necesariamente la condición de sufrimiento.
Es muy importante destacar que existe un tipo de sufrimiento -auténticamente humano, en tanto que condición existencial- que se perfila en el encuentro con ‘el límite’ y en la pregunta por ‘el sentido’. La experiencia humana nos remite al límite como carencia, déficit, contingencia, pequeñez, fragilidad y, a la par, como frontera, precipicio, condición de posibilidad de salto transcendental más allá de lo conocido y controlado. Es la distinción entre ‘vivir limitado’ y ‘vivir al límite’. Del mismo modo conviene, en ese contexto, distinguir entre ‘tener sentido’ y ‘dar sentido’. Lo que destruye a la persona no es el sufrimiento, sino ‘sufrir sin sentido’. Que el sufrimiento no tenga sentido, pero que realmente exista y se sufra, no significa necesariamente que la vida y la biografía de una persona deje de tenerlo[45]. A propósito de superar el sufrimiento, Viktor Frankl, psiquiatra austriaco que sobrevivió a la experiencia de los campos de concentración durante la segunda guerra mundial, explica el sufrimiento como un cauce para encontrarle un sentido a la vida. De este modo, señala que cuando uno se enfrenta con un destino inapelable e irrevocable (p.ej., una enfermedad incurable o un cáncer terminal), entonces, la vida ofrece la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más profundo: aceptar el sufrimiento[46].
El proceso de morir genera en muchas personas que lo viven una profunda crisis emocional y existencial. Por eso hay que detectar siempre, lo antes posible, qué necesidades emocionales y sociales pueden darse con mayor frecuencia, por ejemplo: la necesidad de reconocer la propia identidad y sus referentes fundamentales; su arraigo de pertenencia y el deseo de estar con su gente; la necesidad de dar y recibir afecto, de sentirse aceptado, acompañado y escuchado; la necesidad de resolver asuntos pendientes para poder evaluar su vida como algo que ha merecido la pena o ha tenido sentido; la necesidad de despedirse, de decir adiós y expresar la verdad de sus sentimientos a las personas significativas de su vida.
Pero igual de importantes que las anteriores son las necesidades espirituales en esa fase terminal de la vida, tal como ya se apuntaba en la Declaración del Comité de Bioética de España sobre el derecho y deber de facilitar el acompañamiento y la asistencia espiritual a los pacientes con Covid-19 al final de sus vidas y en situaciones de especial vulnerabilidad, de 15 de abril de 2020. Véanse algunas de ellas: necesidades de sentido o significado existencial y sus grandes preguntas, ¿quién soy?, ¿por qué y para qué vivir?, ¿qué puedo esperar?; necesidades morales que tienen que ver con los fines y los valores, ¿qué debo hacer?; necesidades religiosas o transcendentes, que serán distintas en función de cada experiencia personal, entorno y confesión religiosa. Al hablar de ‘lo espiritual’, se incluyen en este término varios aspectos que atañen al ser humano: cómo trascender lo puramente material, cómo lograr los fines y valores últimos de esa persona, y por qué y para qué buscar un significado existencial en su vida personal.
Desde la práctica de la Psiquiatría, se consideran las siguientes pautas esenciales en la aplicación clínica de los cuidados paliativos: favorecer la calidad de vida de los pacientes; su bienestar físico y funcional; su bienestar y funcionamiento psicosocial; su bienestar espiritual; su percepción de cuidado; y el bienestar y el funcionamiento de su familia[47].
En lo que concierne al ámbito de la salud y la enfermedad, hay dos asuntos a tener en cuenta que tienen gran repercusión en el campo de las relaciones sanitarias intersubjetivas: la detección de las necesidades espirituales del enfermo (que no siempre son conscientes, pueden estar latentes y sólo emerger en la enfermedad); y el acompañamiento espiritual del paciente (que pretende liberarle del sufrimiento y la angustia). Para cubrir ambos frentes es necesario educar a los profesionales sanitarios -no solo médicos, sino todos, según sus respectivas funciones y tareas- en la responsabilidad compasiva y en un compromiso real por la calidez de muerte de sus pacientes porque, sin duda alguna, esto forma parte de la buena praxis sanitaria y es exigible en aras de la excelencia. A este respecto, conviene señalar que el acompañamiento humanizante es siempre condición necesaria para el espiritual o religioso, pero no es condición suficiente si dicho encuentro interpersonal no evoca la transcendencia[48]. Y todo ello, además, porque en el ámbito sanitario, es bueno recordarlo una vez más, no todo es curar. Una parte muy importante es compadecerse —padecer-con— de los que sufren, tanto en cuerpo como en espíritu. La compasión no es lástima, es “padecer-con” y esto es el alma misma de la asistencia sanitaria. La fragilidad, el dolor, la enfermedad y el final de la vida son una dura prueba para todos, también para el personal sanitario. No puede caerse en la tentación de aplicar soluciones rápidas y drásticas por una falsa compasión o por meros criterios de eficiencia y ahorro económico. Tampoco puede ignorarse este sufrimiento que rasga la integridad de la persona, ya que está en juego la dignidad de la vida humana y la dignidad de la vocación profesional en la salud. Conviene recordar unas certeras palabras de Levine, que decía: “cuando tu miedo toca el dolor del otro, se convierte en lástima; cuando tu amor toca el dolor del otro, se convierte en compasión”.
Cuidar -que es esencial en el ser humano- conlleva unas características específicas (regla 5C): compasión, competencia, confianza, conciencia, compromiso. La razón auténtica de cuidar a otro es que en el centro del escenario está una persona que vive una experiencia única de sufrimiento, su propio proceso de morir. Por tanto, en una relación de ayuda, se trata de que el otro ‘se apropie de su morir’, y ‘muera a su manera’. Por ello, sentir y aprender junto al que vive su última etapa supone ejercer el arte de decir adiós y de ejercer la compasión[49].
Esto nos conduce a otra aclaración: la compasión no es sinónimo de empatía. Aquélla es una virtud moral que no es exclusiva de algunas religiones ni de ciertas filosofías morales, sino que está omnipresente en el pensamiento moral de todos los tiempos, ya sea en el occidente griego, romano y cristiano o en el oriente budista o confucionista. La empatía supone, por su parte, la interacción de procesos cognitivos (habilidades para reconocer e interpretar los sentimientos, pensamientos y puntos de vista del otro), con procesos afectivos (respuesta afectiva a los sentimientos de otra persona) y un componente motivacional (preocupación por el ser humano y deseo de ayudarle).
La compasión, como tal, consiste fundamentalmente en percibir como propio el sufrimiento ajeno, es decir, en la capacidad de interiorizar el padecimiento del otro ser humano y vivirlo como si se tratara de una experiencia propia, con el deseo de aliviarle. A veces no sirve de mucho hablar del derecho de todo paciente a tener compañía -hay diversas regulaciones, normas y sentencias que lo reconocen claramente- si sus demandas no quedan satisfechas por la mera presencia física de una persona a su lado. Lo que un paciente pide realmente es alguien con quien tener una relación afectiva: su esposa o su pareja, sus padres o sus hijos, sus amigos u otros allegados, alguien capaz de quererle, acompañarle y cuidarle. Un enfermo puede tener todos los derechos asegurados, pero no puede exigir, por vía legal, que alguien le dé esperanza. Esta obligación es esencial y primariamente moral, y se lleva a cabo desde la proximidad afectiva, lo cual supone una implicación emocional que muchas personas asumen y, sin embargo, a otras les resulta difícilmente soportable.
Al hablar de acompañamiento, entre las varias acepciones del sentido de ‘acompañar’ nos fijamos en dos: significa ‘estar o ir en compañía de otro’, y también ‘participar en los sentimientos de otro’. En este contexto nos referimos a la compañía voluntaria, intencional, y con una determinada intencionalidad. Acompañar requiere, por tanto, la disposición a vivir la experiencia de morir de la otra persona, y consecuentemente a dejarnos afectar por ella; y esto se hace desde la simetría moral de la naturaleza humana que compartimos, aunque, obviamente, la relación en ese trance sea asimétrica. Se gestiona la integridad de una persona desde la verdadera dimensión cordial (es decir, desde el corazón). Por esa razón, este acompañamiento puede llegar a ser ética y humanamente tan valioso y satisfactorio para las dos partes[50]. Acompañar es una forma de humanizar, no se trata de ‘dar’ sino de ‘dar-se’ o ‘dar de sí’, por ello no es tan fácil saber hacerlo bien. En el ámbito de la salud no consiste sólo en hacer algo ‘por’ alguien sino de hacer algo ‘con’ alguien. Todo cuidador debe ser consciente de su limitación para dar ‘vida biológica’ pero, a la vez, de sus posibilidades y la oportunidad de dar ‘vida biográfica’ a quien cuida[51].
En lo que respecta a acompañar ancianos enfermos y pacientes con demencias en su fragilidad y vulnerabilidad se requiere, en su nivel más elemental, no ser agentes que les hieren. Puede parecer algo muy fácil de cumplir, pues en quien acompaña se presupone la intención de bien, pero no es tan sencillo eso de no hacer daño y, por tanto, conviene precisar algo más. La autodeterminación de una persona concreta es una categoría amplia, que implica diversas variables. Una cosa es la capacidad de autodeterminación actual (la que el paciente tiene aquí y ahora para algo) y otra la capacidad de autodeterminación potencial (la que podría tener si se le ofrecen los apoyos a los que tiene derecho); por consiguiente, la referencia primaria para el acompañamiento es la capacidad potencial. Conviene también diferenciar la autodeterminación para las decisiones (capacidad de tomar una decisión sobre algo con suficiente lucidez y libertad), de la autosuficiencia para las acciones (destrezas para poder llevar a cabo por sí mismo lo decidido). Por eso, quien acompaña debe estar en disposición de respetar siempre lo primero y de ofrecer además apoyos en lo segundo cuando no se dé esa autosuficiencia. Y no debe confundir apoyo a la autodeterminación con apoyo a la autosuficiencia, a las destrezas, que son un medio, no un fin[52].
Ahora bien, la autodeterminación entra de lleno en el terreno ético y por eso puede llamarse con todo rigor autonomía, cuando están en juego cuestiones importantes desde el punto de vista de los deberes y derechos y desde el punto de vista de los horizontes de vida realizada. Así, en lo que tiene que ver con los derechos y deberes (el rechazo del tratamiento médico), es autonomía como autolegislación: el paciente debe asumir para sus decisiones el criterio moral que considera pertinente en sí mismo, porque respeta la dignidad de todos. Pero en lo que tiene que ver con los proyectos de vida realizada (ejs., el emparejamiento afectivo o la demanda de atención espiritual) es autonomía como autenticidad: el paciente tiene que elegir en función de lo que se siente llamado a ser y vivir, sin traicionarse a sí mismo. En suma, cuando se tiene una capacidad fragilizada en las dos modalidades de la autonomía -como suele suceder en los enfermos aquí considerados- el acompañamiento es, a la vez, importante y delicado y los criterios de discernimiento hay que aplicarlos con gran finura moral y en un clima de confianza empática mutua[53].
La ética civil expresada en los derechos humanos no satisface algunas necesidades básicas del ser humano a las que nos podemos sentir obligados. Una de esas obligaciones es la demanda de todo hombre o mujer de morir en compañía, y de que le den esperanza. Cuando uno se siente ligado con fuerza ante una necesidad de ese tipo, el compromiso sólo funciona cuando se realiza de forma gratuita. Estas respuestas entran de lleno en la ética de la compasión, más que en la ética de la obligación, aunque desde cierta visión de la justicia -la solidaridad, la subsidiariedad, la mínima decencia- también se contemplan. Hay que precisar que la solidaridad siempre será necesaria como compensación y complemento de las insuficiencias de la justicia, pues es cálida e ilimitada y una de las virtudes del vínculo afectivo de los humanos. Para algunos en esto consiste la ética de la virtud, la ética del ‘buen samaritano’, en la búsqueda del bien y en el desarrollo de ciertas actitudes personales que contribuyen a la realización plena de un ideal de perfección moral. Pero quien acompaña reconoce, a menudo, que también es y se siente vulnerable, es un ‘sanador herido’ -en la impecable descripción de H. Nouwen- que toca su propia sensación de impotencia cuando está más cerca de quien sufre.
El desarrollo de los cuidados paliativos ha incorporado con normalidad la sedación paliativa a la práctica clínica, significando un avance muy importante en la atención a los pacientes al final de la vida.
La sedación paliativa es la disminución deliberada de la consciencia del enfermo, una vez obtenido el oportuno consentimiento, mediante la administración de los fármacos indicados y a las dosis proporcionadas, con el objetivo de evitar un sufrimiento insostenible causado por uno o más síntomas refractarios, entendiendo como tales aquellos que no pueden ser adecuadamente controlados con los tratamientos disponibles, aplicados por médicos expertos, en un plazo de tiempo razonable. En estos casos el alivio del sufrimiento del enfermo requiere la sedación paliativa. Hablamos de sedación en la agonía cuando el enfermo se encuentra en sus últimos días u horas de vida.
Cuando la sedación está indicada y existe consentimiento, el médico tiene la obligación de aplicarla. Si, con los adecuados criterios de indicación, un médico se negara a realizarla, el paciente o en su defecto la familia, la podría exigir como un derecho, que se corresponde con el deber profesional del médico, tal y como establece el Código de Deontología Médica. Y así, se puede afirmar con claridad que cuando existe una adecuada indicación para la sedación, la objeción de conciencia no tiene cabida, como tampoco sería posible objetar ante cualquier otro tratamiento correctamente indicado.
Hay que tener presente que la diferencia entre la sedación paliativa y la eutanasia es nítida y viene determinada por la intención, el procedimiento y el resultado. En la sedación se busca disminuir el nivel de consciencia, con la dosis mínima necesaria de fármacos, para evitar que el paciente perciba el síntoma refractario. En la eutanasia se busca deliberadamente la muerte anticipada tras la administración de fármacos a dosis letales, para terminar con el sufrimiento del paciente. Omitir estos matices introduce un elemento de confusión que acabaría limitando el auténtico derecho de los pacientes que necesitan la sedación paliativa.
La Ley 16/2003 de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, establece el derecho de todo ciudadano a recibir una asistencia de calidad en igualdad de condiciones en todo el Estado, con una Cartera de Servicios que incluye la atención paliativa del paciente terminal. Posteriormente, algunas Comunidades Autónomas han promulgado leyes de derechos y garantías de las personas al final de la vida, que recogen el derecho explícito a la sedación paliativa y establecen el desarrollo de programas estratégicos de Cuidados Paliativos, que deben contemplar la capacitación de los profesionales para la práctica de la sedación paliativa, lo que resulta imprescindible para garantizar este derecho de los pacientes.
Es importante recordar que la sedación es un recurso terapéutico prescrito por el médico con unos criterios de indicación muy concretos. En estas condiciones, la sedación es un derecho del enfermo que, sin embargo, no debe instaurarse para aliviar la pena de los familiares o la carga laboral y la angustia de las personas que lo atienden.
Cuando el médico seda al paciente que se encuentra sufriendo en fase terminal y lo hace con criterios clínicos y éticos, una vez obtenido su consentimiento, no está provocando su muerte; está evitando que sufra mientras llega su muerte, lo cual constituye una buena práctica médica. Tan grave es abusar de la sedación como no aplicarla cuando es necesaria para un paciente.
Como recuerda el Comité de Bióetica de Austria (Bioethikkommission) en su Informe sobre morir con dignidad, de 19 de febrero de 2015, la Organización Mundial de la Salud (OMS) define los cuidados paliativos como un enfoque que mejora la calidad de vida de los pacientes (y sus familias) que se enfrentan a problemas complejos asociados con enfermedades avanzadas e incurables que amenazan la vida. Abarca el tratamiento médico paliativo y la atención integral para la prevención y el alivio del sufrimiento mediante el diagnóstico temprano, la evaluación cuidadosa y el manejo del dolor, así como otras solicitudes de asistencia de naturaleza física, psicosocial y espiritual. Los cuidados paliativos siguen un enfoque multiprofesional e interdisciplinario. Comprende al paciente, la familia y su entorno en una variedad de contextos de la vida (en el domicilio, en las residencias de la tercera edad, en el hospital, …).
Y añade el mismo Comité que los cuidados suponen un enfoque que afirma la vida y considera la muerte como un proceso normal que, si bien no debe acelerarse, tampoco debe impedirse ni prolongarse. El objetivo es fomentar y mantener una calidad de vida óptima hasta la muerte.
En todo caso, el debate acerca de la sedación paliativa en España puede considerarse que no plantea actualmente problemas ni desde la perspectiva ética ni deontológica ni legal. Así, a nivel autonómico, las diferentes Leyes aprobadas estos últimos años acerca de los derechos de los pacientes en el proceso de morir recogen el derecho a la sedación paliativa.
A este respecto, puede verse, por ejemplo, la Ley 5/2015, de 26 de junio, de derechos y garantías de la dignidad de las personas enfermas terminales, aprobada por el Parlamento de Galicia, que define la sedación paliativa como la administración deliberada de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir la conciencia de un paciente con enfermedad avanzada o terminal tanto como sea preciso para aliviar adecuadamente uno o más síntomas refractarios y con su consentimiento explícito. Y añade que ésta constituye la única estrategia eficaz para mitigar el sufrimiento ante la presencia de síntomas refractarios intolerables que no responden al esfuerzo terapéutico realizado en un período razonable de tiempo.
El artículo 11 de dicha norma autonómica dispone que todas las personas en situación terminal o de agonía tienen derecho a recibir cuidados paliativos integrales de calidad. En idénticos términos, el paciente en situación terminal o de agonía tiene derecho a recibir sedación paliativa, cuando lo precise.
También, la Ley del Principado de Asturias 5/2018, de 22 de junio, sobre derechos y garantías de la dignidad de las personas en el proceso del final de la vida, dispone en su artículo 14 que toda persona tiene derecho a recibir la atención idónea que prevenga y alivie el dolor, incluida la sedación, si los síntomas son refractarios al tratamiento específico, añadiendo en el siguiente artículo 15 que toda persona que se encuentre en situación grave e irreversible, terminal o de agonía, que padezca un sufrimiento refractario, sea fruto de una enfermedad progresiva o de un proceso súbito, tiene derecho a recibir sedación paliativa, cuando esté médicamente indicada, aunque ello implique un acortamiento de la vida, mediante la administración de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir su consciencia, con el fin de aliviar adecuadamente su sufrimiento o síntomas refractarios al tratamiento específico, una vez otorgado el correspondiente consentimiento informado.
En la Ley 16/2018, de 28 de junio, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de atención al final de la vida, de la Comunitat Valenciana, se establece, en el artículo 14, que la persona en el proceso final de la vida tiene derecho a recibir la atención integral idónea y el mejor tratamiento disponible que prevenga y alivie el sufrimiento, el dolor y otros síntomas que aparezcan en dicho proceso y en una situación terminal causada por una enfermedad progresiva o por un proceso súbito, cuando los síntomas se comporten como refractarios o la persona lo solicite expresamente, tiene derecho a recibir sedación terminal por parte del personal sanitario responsable de su atención, mediante la administración de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir su nivel de consciencia.
Así pues, la sedación paliativa no se trataría ya de una mera alternativa terapéutica sino de un verdadero derecho subjetivo de los pacientes en situación terminal o agonía. Incluso, dicho derecho puede entenderse que está incorporado implícitamente a los que hace ya casi dos décadas consagrara la Ley 41/2002 (reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica). A este respecto, el artículo 2 dispone en su apartado 3 que el paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles. Siendo, pues, la sedación paliativa una opción clínica que debe estar disponible en el abordaje de la terminalidad, puede afirmarse que de dicho precepto se deduce el derecho a optar por tal sedación.
Sin embargo, lo que ética y legalmente no se ha explorado con igual intensidad y precisión es la denominada sedación paliativa frente al sufrimiento existencial extremo y refractario. Se trataría de casos poco frecuentes con un sufrimiento insoportable, de manera que algunos pacientes desean la muerte como salida de una vida que se experimenta como algo muy penoso y sin sentido. Se trataría de situaciones que, además de afectar al paciente, generan una gran conmoción familiar y social, que en algunas ocasiones han alcanzado relevancia mediática, donde se han presentado como paradigma de la necesidad de regular la eutanasia o el suicidio asistido.
En la atención médica de estos pacientes se plantean dudas ante el recurso a la sedación, en buena medida porque el sufrimiento existencial no se ajusta del todo a la interpretación clásica del síntoma refractario tributario de sedación paliativa. Por otro lado, se han levantado voces autorizadas –como la Asociación Médica Americana- descartando que la sedación sea el tratamiento adecuado para estos casos. El problema radica en que este sufrimiento existencial se desliza en la borrosa línea divisoria que separa la esfera biomédica y los acontecimientos vitales de la persona.
Desde una perspectiva psiquiátrica, Schuman-Olivier y otros, [54]establecieron un marco teórico que diferencia el sufrimiento existencial de la angustia existencial. En este marco se reconoce el sufrimiento existencial «como un caso especial» que «se aplica a las personas con enfermedad terminal o que están en el fin de la vida «, e incluiría tipologías como pérdida de sentido de la vida, miedo a la muerte, desesperación, pérdida de dignidad, desesperanza, impotencia, etc. Kirk y Mahon[55] asumen que “el sufrimiento existencial surge de una pérdida o interrupción de significado, propósito o esperanza en la vida” y no está restringido a personas con enfermedad terminal.
Uno de los casos que mejor expresan este desafío es el paciente con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), donde puede darse que el enfermo tenga los síntomas físicos y psicológicos aceptablemente controlados y sin un pronóstico de muerte cercana. De este modo parecería no reunir los requisitos académicos y legales que justifican la indicación de la sedación, pues no se identifica claramente un síntoma refractario en el sentido clásico del término, como suele ocurrir con el dolor, la disnea o la agitación. Pero, sin embargo, el paciente puede padecer un sufrimiento vital o existencial que le hace experimentar un grado de pena insoportable ante la que el equipo asistencial se plantea necesariamente la responsabilidad de proporcionar ayuda.
Cuando hablamos de sufrimiento existencial extremo y refractario estamos, en primer lugar, hablando de sufrimiento ¿Qué es el sufrimiento? El sufrimiento es un padecimiento penoso de angustia que aflige a toda la persona. Eric J. Cassell ha explicado con claridad que quien sufre no es el cuerpo sino la persona, que experimenta una vivencia amenazante de destrucción. Por tanto, hay que diferenciar el sufrimiento del dolor o de cualquier otro síntoma que afecta a un órgano o parte del cuerpo. Este matiz es importante e introduce la personalización, explicando que ante un mismo síntoma las personas puedan responder con diferentes grados de sufrimiento.
¿Cuáles son las causas del sufrimiento? El sufrimiento de una persona puede originarse por causas muy diversas:
El sufrimiento puede tener una causa objetiva identificable (una enfermedad, un acontecimiento) o subjetiva (pensamientos, interpretaciones, ideas obsesivas o hipocondríacas), pero, en cualquier caso, siempre se traduce en una conmoción interior de toda la persona. Por otro lado, la causa de un sufrimiento puede tener muy variadas características y circunstancias: reversible, permanente, cambiante, etc.
¿Cuándo el sufrimiento necesita tratamiento médico? La causa del sufrimiento y su relación con la condición de estar enfermo tiene un significado muy relevante a la hora de considerar si es tributario de atención médica. Ante el sufrimiento de una persona el profesional sanitario debe calibrar y delimitar su ámbito de actuación. Esto significa que, en sentido estricto, un sufrimiento sin relación con un problema de salud no se puede considerar bajo responsabilidad médica (véase, por ejemplo, un fracaso sentimental, profesional, económico…).
Sin embargo, cabe que un sufrimiento que no tiene su origen en una enfermedad llegue a afectar a la salud, de tal manera que entonces sí puede justificarse la atención sanitaria (cuando, por ejemplo, un síndrome ansioso-depresivo o un insomnio está producido por una crisis familiar o económica). Es evidente que a los profesionales sanitarios les corresponde ayudar a quien en estas circunstancias sufre un auténtico problema de salud con independencia de la causa que lo origina.
¿Cómo puede diagnosticarse un síntoma refractario? ¿Cabe un criterio absoluto o solamente relativo? Cuando un paciente con una enfermedad avanzada tiene un sufrimiento insoportable debido a un síntoma refractario, entendiendo por éste el que no puede ser adecuadamente controlado con los tratamientos disponibles, aplicados por médicos expertos, en un plazo de tiempo razonable, la Medicina considera indicado su tratamiento mediante sedación paliativa, lo cual implica una disminución proporcionada del nivel de conciencia con el objetivo de aliviar dicho sufrimiento, mientras el síntoma se mantenga.
Cuando la sedación se hace necesaria en la fase de agonía, habitualmente el paciente ya no va a recuperar la conciencia, en un continuo con el fallecimiento. Pero en otros momentos de la enfermedad, la sedación paliativa es reversible, según la presencia y la intensidad de los síntomas que la justifican y en función de su evaluación continuada.
A este respecto, y para aclarar los conceptos, se diferencia entre “situación de difícil control”, la cual, para su adecuado control precisa de una intervención terapéutica intensiva, más allá de los medios habituales, tanto desde el punto de vista farmacológico e instrumental como psicosocial y espiritual; y “situación refractaria”, como situación que no puede ser controlada, tras valoración y abordaje por un equipo interdisciplinar adiestrado y experimentado, a pesar de intensos esfuerzos para identificar un tratamiento tolerable que no comprometa la conciencia del paciente. Para que esta definición se vuelva operativa necesita que dichos esfuerzos se ubiquen en un marco temporal (“tiempo razonable”). Resulta difícil saber cuándo se ha sobrepasado el tiempo razonable, por lo que se debería tener siempre en cuenta la opinión del enfermo[56].
La indicación para aplicar una sedación paliativa plantea el reto de establecer cuándo nos encontramos realmente ante un síntoma refractario. Parece evidente que la propia definición de síndrome refractario hace que este sea un concepto relativo, en función de los recursos disponibles, lo cual no está exento de riesgos pues unos profesionales con poca formación o experiencia podrían estar inclinados a etiquetar más fácilmente un síntoma como refractario, siendo proclives a recurrir a la sedación en situaciones donde un equipo más capacitado en control de síntomas no lo necesitaría. En cualquier caso, aun en manos de un equipo experimentado, el criterio de refractariedad podría variar en función de la disponibilidad de recursos.
Parece, por tanto, que hay un factor de subjetividad a la hora de definir refractariedad. Pero, llegados a este punto, conviene señalar que subjetivo no es sinónimo de arbitrario. Esto significa, por ejemplo, que cuando un equipo competente y con la adecuada formación no logra controlar un síntoma en un periodo razonable de tiempo lo define como refractario. En esta catalogación hay subjetividad, pero no arbitrariedad porque estamos ante una decisión argumentada por unos facultativos. No sería lo mismo cuando la dificultad para controlar el síntoma se deba al déficit de conocimientos o de experiencia de los profesionales responsables, donde sería éticamente imperativo solicitar la colaboración de un equipo experto para lograr el control de los síntomas. Es una situación equivalente a la que se produce cuando se necesita consultar con otro facultativo más especializado ante cualquier otro problema de salud (cardiológico, neurológico, etc.).
En otras palabras, en un sistema sanitario desarrollado como es el español, tanto en Atención Primaria como en el medio hospitalario, cuando el médico o el equipo responsable del paciente tiene dudas sobre la refractariedad de los síntomas, antes de instaurar la sedación paliativa debe tener acceso a la interconsulta y a la evaluación por un equipo experto en cuidados paliativos.
Por otro lado, delimitar el concepto de sufrimiento existencial no es fácil. Se ha propuesto como definición: “el sentimiento de que la propia existencia está vacía o carente de sentido”. Si aceptamos esta descripción se plantean dos preguntas en cuya respuesta se encuentra la clave del problema planteado: ¿estamos ante un sufrimiento existencial que debe recibir atención médica?, y en caso afirmativo, ¿cuándo se podría catalogar como sufrimiento existencial refractario?
Cuando hablamos del ámbito sanitario, hay obviamente que centrar el debate en el sufrimiento existencial que aparece en el contexto de una enfermedad avanzada e incurable, ya que es evidente que pueden existir otros sufrimientos sin una expresión clínica necesaria, como el del político que pierde las elecciones o el de un inversor que sufre ante la caída de la Bolsa.
¿Cabe el diagnóstico de un sufrimiento existencial refractario? Si ello fuera posible, supondría llegar a la conclusión de que los cuidados psicológicos y espirituales que le proporciona el equipo asistencial (donde incluimos a los cuidadores) no logran aliviarlo tras un periodo razonable de esfuerzo terapéutico llevado a cabo con los medios disponibles. Este momento requiere de una extraordinaria competencia técnica y ética pues cabe deslizarse por los extremos: laxitud y rigidez.
La laxitud en la interpretación de la refractariedad significa optar fácilmente por la sedación irreversible sin procurar un abordaje del sufrimiento existencial. Esto puede darse por tres motivos:
La rigidez en la valoración de los criterios que pueden sentar la indicación de la sedación, se traduce en la práctica en que no se considera su aplicación o se demora de un modo poco razonable. Esta actitud de omisión puede estar condicionada por:
Si estamos hablando de un padecimiento que se puede catalogar como un sufrimiento vital insoportable, y tras un abordaje competente llegamos a concluir que es refractario, ¿acaso no es tributario de tratamiento mediante sedación? Podría argumentarse entonces por qué no sedar igualmente a quien sufre una crisis sentimental, un fracaso económico o cualquier situación vital que le genera un sufrimiento que la persona considera insoportable. La respuesta es que la Medicina de entrada no tiene entre sus fines resolver las crisis existenciales. Ahora bien, cuando una situación vital produce síntomas (insomnio, ansiedad, depresión, psicosis, …) lo cierto es que no nos genera ninguna duda el abordaje terapéutico para dar psicofármacos.
En definitiva, el verdadero problema que plantea el sufrimiento existencial refractario es la dificultad en el diagnóstico del sufrimiento existencial, porque no es de fácil precisión y es evidente el riesgo de abuso de la sedación con una actitud laxa o complaciente con el entorno familiar.
En todo caso, el sufrimiento existencial reactivo a una enfermedad puede contemplarse como criterio de indicación de sedación, cuando se establezca la refractariedad tras la evaluación de un equipo con experiencia. Pero esto no significa hablar de sedación irreversible. En otras palabras: conceptualmente, ante un paciente con ELA que presenta un sufrimiento existencial refractario –según los criterios anteriormente expuestos- que le lleva a pedir poner fin a la vida, no habría objeción para practicar una sedación paliativa, es decir, sedarlo en el contexto de su abordaje terapéutico. Ahora bien, salvo que estemos ante un pronóstico de final de vida en un corto plazo, no sería aceptable una sedación irreversible.
Por tanto, debe quedar claro que la sedación paliativa no tiene por qué ser irreversible, continua y/o profunda y puede ser necesaria en diversas situaciones clínicas que se presentan en diversos perfiles de paciente y no solo el oncológico, por lo que el tratamiento puede ser diferente teniendo en cuenta las patologías que motivan la sedación, tratamientos previos, intolerancias, edad, situación física y mental, etc. …
Por ello, resulta indispensable trabajar en unos criterios de diagnóstico del sufrimiento existencial refractario, de tal manera que la refractariedad del síntoma se pueda definir de acuerdo con criterios establecidos con profesionalidad y sin arbitrariedad. Y quizás este pueda ser la senda que permita comprobar que el camino hacia el bien morir en nuestra sociedad no pasa por la transformación de la muerte en un derecho, sino en la universalización de los cuidados paliativos, la mejora de la asistencia integral a los enfermos crónicos y, como hemos expuesto aquí, el abordaje del diagnóstico del sufrimiento existencial refractario y de la indicación de la sedación paliativa.
Y a estos efectos, también es cierto que existe ya un consenso en la literatura revisada acerca de las directrices a tener en cuenta para la elección de la sedación paliativa ante un síntoma o problema refractario. El caso del sufrimiento existencial refractario comparte las generalidades de cualquier síntoma o problema refractario, si bien tiene sus peculiaridades[57]:
Esta difícil cuestión no ha sido ajena a la deliberación y valoración y deliberación por los Comités Nacionales de Bioética de nuestro entorno y así el Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia (Comité Consultatif National d´Ethique) en su ya citada Opinión núm. 122, sobre el final de la vida, la autonomía personal y el deseo de morir, de 30 de junio de 2013, creemos que recoge unas reflexiones que resultan de mucho interés.
Señala dicho Comité que un síntoma refractario que aparece en una fase no terminal puede constituir una indicación de sedación que, a priori, sería intermitente o transitoria. La reanudación de la sedación o incluso el inicio de la sedación continua solo se justificaría si los intentos de eliminar el malestar del paciente resultan infructuosos. Y si, a medida que avanza la enfermedad, el sufrimiento predominantemente psicológico o existencial se vuelve refractario al manejo adecuado, nuevamente la sedación transitoria puede ser aceptable si el paciente lo solicita, tras una evaluación multidisciplinar, incluyendo la participación de un psiquiatra o, en su caso, psicólogo.
En todo caso, avanzar en la reflexión y, más aún, en la aplicación efectiva de la sedación en el contexto del sufrimiento existencial o espiritual refractario exige no solo promover la universalización de los cuidados paliativos, sino también la formación y especialización de tales equipos asistenciales y de las correspondientes unidades de referencia.
La prolongación del envejecimiento, en suma, la mayor esperanza de vida, es una de las conquistas más importantes de nuestro tiempo y revela el progreso de la humanidad. Por ello, dicho fenómeno no puede ser valorado de manera negativa, sino todo lo contrario. Sin embargo, la despenalización de la eutanasia y/o auxilio al suicidio no debe olvidar cuál es el contexto social en el que se implanta. Por tanto, los datos sobre la evolución de nuestra población mayor y cuáles son sus principales características creemos que no hacen precisamente avanzar hacia el reconocimiento del derecho a la eutanasia y/o auxilio al suicidio.
España está sufriendo un crecimiento de envejecimiento demográfico más rápido que el resto de países de la Unión Europea. Incluso, se ha augurado por los expertos que España será el país más envejecido del mundo en el 2050, lo que año a año parece confirmarse. Las previsiones futuras señalan que en el 2050 habrá 16 millones de personas mayores, que corresponden a un 30% de la población total. Y desde el ámbito sanitario, se evidencia que el aumento en la demanda de cuidados profesionales por los problemas de mayor dependencia y vulnerabilidad corresponde al subgrupo de personas de los mayores de 80 años que viven solas en comunidad, por aislamiento, soledad o porque las familias no pueden atender a esta demanda.
Según los datos estadísticos del Padrón Continuo (INE) a 1 de enero de 2019 hay 9.057.193 personas mayores (65 años o más), un 19,3% sobre el total de la población (47.026.208) (Datos definitivos publicados el 27-12-2019). Y siguen aumentando tanto en número como en proporción con previsiones de llegar al 36,8% en el 2049, el 18,2% serán mayores de 75 años, y el 11,8% serán mayores de 80 años, lo que significa que uno de cada tres mayores tendrá más de 80 años. La edad media de la población, que es otra forma de medir este proceso, se sitúa en 43,3 años; en 1970 era de 32,7.
Además, las personas mayores suponen el 45,9% de todas las altas hospitalarias (2018) y presentan estancias más largas que el resto de la población. Y más de la mitad de todas las estancias causadas en hospitales son de población anciana: en 2018 ya fue- ron el 57,9%, porcentaje que sigue aumentando; de un total de 40.563.057 estancias hospitalarias (fecha de alta menos la de ingreso, no computándose estancias iguales a cero días), 23.474.841 correspondieron a personas mayores.
Por otro lado, la edad aumenta la probabilidad de vivir en soledad. En España, se viene observando en los últimos años un incremento de los hogares unipersonales en personas de 65 y más años, aunque los porcentajes son todavía menores que en otros países europeos. La proporción es mayor entre las mujeres que entre los hombres (2018: 31,0% frente a 17,8%) pero en éstos ha habido un aumento notable en los últimos años. La forma de convivencia mayoritaria entre los hombres de 65 y más años es la pareja sola (sin hijos ni otros convivientes), y en el futuro se espera que aumente, y tenga consecuencias en la redistribución de los cuidados dentro del hogar, con el hombre teniendo algo más de protagonismo como cuidador.
El nivel de instrucción es más bajo cuanto más avanzada es la edad. Entre los mayores aún quedan importantes grupos con analfabetismo y población sin estudios, que reflejan situaciones de escasez dotacional (escuelas, maestros) y condiciones de vida y desarrollo que no les permitieron entrar o seguir en el sistema educativo. Y así, la vejez se considera un factor de vulnerabilidad importante, dada la confluencia de factores como la baja educación, la falta de vínculos sociales, la dependencia de bajas prestaciones sociales, el padecimiento de enfermedades físicas y mentales, las condiciones de habitabilidad adversas, y la escasa participación política y social.
Otra tendencia que aparece recogida en los estudios sobre la vejez es el descenso de la solidaridad y la preocupación por el otro como actitudes de vida. En los últimos años, la cantidad de muertes «anónimas» de mayores, en las que pasan días y semanas hasta ser descubiertas, ha aumentado y es un fenómeno que debe visualizarse a tenor de los valores y actitudes que promueve la sociedad de consumo individualista que domina en la actualidad. Llama la atención que los programas de voluntariado de diferentes ONG gestionan acompañar mayores en su domicilio, y que el 90% sean otras personas mayores.
El panorama, pues, es el de un sistema de salud que se enfrenta a dificultades de sostenibilidad, acrecentadas, es bueno no olvidarlo, por la pandemia que aún vivimos, y en el que el aumento de la población anciana puede ser visto como un elemento que dificulte dichos cambios. Una población anciana, además, que no cuenta ya con unos apoyos y necesidades básicas que eran antaño cubiertas por la familia, y ello, por varias razones por todos conocidas, entre las que cabe mencionar la incorporación de la mujer al mundo del trabajo y la dispersión de los parientes, más o menos lejanos, dentro del entorno urbano o rural. Y, aún más, una población anciana que en muchos casos vive y también muere en soledad, aunque esté rodeada de profesionales del cuidado.
Si algo ha mostrado la pandemia es la falta de justicia y solidaridad hacia nuestros mayores. Por ello, si la causa de muchas peticiones de eutanasia es sustancialmente social, por este motivo, hay que plantearse si en un país se están promoviendo estrategias y políticas públicas frente a la soledad y lo que supone el sentirse muchos mayores una carga social, económica y cultural. Los desafíos de la eutanasia y el suicidio asistido piden una implementación efectiva de cuidados paliativos de calidad para abordar el dolor y el sufrimiento, pero no pueden dejar de lado que la razón social que se esconde detrás de dichas peticiones es la soledad, la depresión, la desconfianza y el abandono de nuestros enfermos, moribundos y mayores. Esta cuestión es algo más de fondo que simplemente ofrecer unos cuidados paliativos. Muchos pacientes solicitan morir para evitar ser una carga a terceros. Por este motivo hay que pensar seriamente lo que supone implantar un modelo de auxilio al suicidio o eutanasia basado en la centralidad de la autonomía y la libertad, o apostar por sociedades cuyos valores centrales sean la protección, frente a la vulnerabilidad y fragilidad. Existe el peligro de que la despenalización de la ayuda al morir cree un hipotético deber sobre los enfermos terminales que les lleve a verse en la obligación moral frente a la familia y la propia sociedad de acabar cuanto antes con su situación. Las sociedades y comunidades tienen que responder con responsabilidad, solidaridad y cuidados de calidad[58].
El riesgo de la pendiente resbaladiza estaría tanto en aquellos pacientes que acabaran solicitando la eutanasia bajo la convicción de que, en su situación clínica, es la única alternativa posible para la sociedad, como en el uso de la misma por parte de los poderes públicos e instituciones privadas en atención al coste de la asistencia sanitaria. La consecuencia preocupante de la despenalización de la eutanasia es que lo que se concede al paciente como un derecho se convierta subjetivamente en una obligación ante los problemas económicos y familiares frecuentemente asociados. En el contexto de las sociedades envejecidas y en las que los ancianos no tienen un valor social reconocido y respetado, es preocupante adonde puede llevar no ya la despenalización de la eutanasia, sino su transformación en un verdadero derecho subjetivo. Y si la proclamación de nuevos derechos no solo responde a la exigencia que tiene el Derecho de atender determinadas realidades sociales, sino también a plasmar los valores sociales, no parece desacertado pensar que la incorporación del derecho a la eutanasia y/o al auxilio al suicidio a nuestro acervo de derechos supondrá que, en determinados contextos, el valor social lo presidirá el optar por acabar repentinamente con la vida de aquél que ya no es tan útil para la sociedad.
La vulnerabilidad de los ancianos por la presión social derivada del nuevo derecho es una cuestión muy relevante. Y el problema no es que las personas puedan decidir pedir ayuda para quitarse la vida sin ser mentalmente competentes, lo que puede ser, en cierto modo evitado a través de la garantía de la evaluación y confirmación de la plena capacidad de obrar por parte del sujeto, sino que la verdadera dificultad radica en que, incluso, los mentalmente competentes pueden tener ya razones para decidir suicidarse, lo que refleja una presión abierta sobre ellos por parte de otros o sus propias suposiciones sobre lo que otros pueden pensar o esperar de ellos.
Es normal asumir que los ancianos, en esta sociedad de la vivencia y en la que la juventud ya no es un hecho cronológico, sino un verdadero valor, teman que sus vidas se hayan convertido en una carga para quienes los rodean. Este miedo no tiene que ser necesariamente el resultado de una presión explícita, sino que también puede surgir de una tendencia espontánea a quitarle verdadero valor a sus vidas.
Y es que este riesgo del desvalor social de la ancianidad en la priorización de recursos sanitarios escasos, no es algo insólito. De hecho, ha surgido nuevamente y con extremada fuerza durante esta pandemia de la Covid-19. El concepto del valor social para promover una priorización de los recursos en favor de los más jóvenes y con mayor calidad de vida, conectado con el criterio denominado del fair-innings, de manera que todo el mundo tendría derecho a vivir el mismo número de años y con una calidad de vida saludable similar, ha sido incorporado a algunas de las recomendaciones y protocolos desarrollados por sociedades científicas e instituciones sanitarias para determinar a quienes se atendía y a quienes no con prioridad. El citado criterio de los fair-innings parte de la idea de que la vida superados determinados años, ya no es un derecho, sino un regalo de la fortuna o un privilegio inmerecido para quien lo obtiene en detrimento de otros. Este criterio de priorización por edad en perjuicio de los ancianos presupone una forma de vida “estructurada” en la que se han cumplido ciertas etapas y se ha entrado ya en el ocaso.
Además, en España, el suicidio constituye un grave problema de salud pública. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), la tasa de suicidios fue de 7,6 suicidios por cada 100.000 habitantes en 2018. Una tasa que sitúa a España entre los países con tasas más bajas en Europa, pero que confirma el suicidio como la primera causa de muerte externa en nuestro país, con 3.539 fallecimientos en 2018. Y a las/los profesionales sanitarios y también a las familias les queda siempre la duda de si la persona que se suicidó pudo contar con los apoyos que ella necesitaba para explorar con lucidez todas sus opciones y si su sufrimiento existencial y extremo no hubiera sido mitigado o atenuado de haber dispuesto de dichos apoyos.
En un mundo donde el suicidio se consideraba como una opción más de abordaje de la situación concreta del paciente, es probable que las presiones que hemos descrito se vuelvan más poderosas. Una cosa es evaluar la capacidad mental de alguien para formar un juicio determinado, pero otra es descubrir sus verdaderas razones para la decisión que ha tomado y evaluar la calidad de esas razones. Si las reglas que permiten la eutanasia se convierten en normas o políticas públicas, los individuos pertenecientes a los grupos más desvalidos pueden acabar sufriendo prejuicios y perjuicios importantes, atendiendo, entre otras cuestiones, al coste financiero que supone mantener con vida a dichas personas.
De hecho, la Sociedad Española de Cuidados Paliativos considera que el establecimiento de una regulación legal permisiva para la eutanasia podría suponer trasladar un mensaje social a los pacientes más vulnerables, que se pueden ver coaccionados, aunque sea silenciosa e indirectamente, a solicitar un final más rápido, al entender que suponen una carga inútil para sus familias y para la sociedad. Paradójicamente, la norma que se habría defendido para promover la autonomía de voluntad en su máxima expresión se convertiría en una sutil pero eficaz arma de coacción social.
La despenalización de la eutanasia supone distinguir entre vidas deterioradas y no deterioradas, a los efectos de conceder sólo a la primera categoría la posibilidad, bien de provocar su muerte, o bien de solicitar el auxilio o ayuda de tercero para que produzca tal fin. Dicha categorización de la vida humana en vidas que, por datos objetivos merecen la pena ser vividas y vidas que no lo merecen, que es el presupuesto de la legalización de la eutanasia, puede provocar que determinadas personas que sí pueden encontrarse dentro de la categoría de vidas deterioradas, acaben solicitando la eutanasia por mera presión social. Es innegable que cuando el derecho a morir está proclamado legalmente y la pertenencia a la categoría de vida deteriorada es susceptible de combinarse con algún tipo de situación difícil y de algún interés social existente (el mero interés económico de la institución sanitaria o de la aseguradora de asistencia sanitaria, por ejemplo), ello puede llevar fácilmente a que se autorice la eliminación legal de ciertas personas que se encuentren en dicha situación y ante dichas circunstancias.
De los argumentos expuestos a lo largo del informe se concluye la falta de justificación, no solo ética y legal, sino también sanitaria y social, para crear un derecho a la eutanasia y/o auxilio al suicidio. Igualmente, se concluye que todas las personas tienen derecho a no sufrir dolor, menos aún en las fases de mayor vulnerabilidad, como son las de determinadas enfermedades crónicas o en final de la vida. De ahí que el Comité de Bioética de España contemple la posibilidad de protocolizar el recurso a la sedación paliativa en algunos supuestos de sufrimiento existencial refractario.
El Comité tampoco es ajeno a los casos excepcionales de aquellas personas que, en circunstancias trágicas, han ayudado a morir a un ser querido que venía solicitando insistentemente acabar con su vida. Por ello, ha explorado las iniciativas existentes en otros países de nuestro entorno dirigidas a la descriminalización anticipada de algunos de esos casos concretos, manteniéndose en el sistema legal la prohibición de la eutanasia y auxilio al suicidio.
El Reino Unido aprobó unos criterios vinculantes para las autoridades policiales y judiciales encargadas de la investigación de los delitos relacionados con el suicidio asistido y del procesamiento de sus autores, de febrero de 2010 y actualizadas en octubre de 2014 (Suicide: Policy for Prosecutors in Respect of Cases of Encouraging or Assisting Suicide, Legal Guidance, Violent crime, Issued by The Director of Public Prosecutions). En ellos se establece que, pese a la prohibición penal del auxilio al suicidio, en determinados casos concretos pueden concurrir factores de interés público que informen en contra de su enjuiciamiento penal. Tales factores, según detallan los criterios, son: 1) que la víctima hubiera tomado una decisión voluntaria, clara, decidida e informada de suicidarse; 2) que el sospechoso actuara totalmente motivado por la compasión; 3) que las acciones del sospechoso, aunque suficientes para entrar en la definición del delito, fueran solo de menor asistencia; 4) que el sospechoso hubiera tratado de disuadir a la víctima de tomar el curso de acción que resultó en su suicidio; 5) que las acciones del sospechoso pudieran caracterizarse como asistencia renuente ante el deseo determinado de la víctima de suicidarse; 6) que el sospechoso denunciara el suicidio de la víctima a la policía y colaborara plenamente en sus investigaciones sobre las circunstancias del suicidio y su participación.
Esta opción de mantener la eutanasia y/o auxilio al suicidio como actos prohibidos penalmente, pero regulando a través de unas guías o una circular unos criterios de no enjuiciamiento penal, es la opción por la que optan varios de los miembros del Comité de Bióetica de Austria (Bioethikkommission) en su Informe sobre morir con dignidad, de 19 de febrero de 2015. Éstos proponen no modificar la regulación penal, manteniendo la prohibición del auxilio al suicidio, pero sí desarrollar unas pautas obligatorias para las autoridades policiales y judiciales en casos muy específicos de suicidio asistido. Ello, entienden que aumentaría la seguridad jurídica dentro del marco legal existente y sería más apropiado para los casos singulares complejos que una regulación general que modifique el Código Penal.
También, el Comité Consultivo Nacional de Ética sobre la salud y las ciencias de la vida de Francia (Comité Consultatif National d´Ethique) en su Opinión núm. 63, de 27 de enero de 2000, sobre final de la vida y eutanasia, propuso que, manteniendo en el sistema legal la prohibición penal de la eutanasia y/o auxilio al suicidio como expresión de la importancia que la protección de la vida tiene, pudiera insertarse en el Código Penal una “excepción a la eutanasia” que facultara a los jueces para poner fin anticipadamente a los procesos penales que pudieran iniciarse con ocasión de un acto concreto de aplicación de la eutanasia, dependiendo de las circunstancias y su motivación. Hasta el momento, ni Austria ni Francia han aprobado protocolos de esas características.
Ciertamente puede resultar paradójico que la regla general de protección de la vida como expresión del principal valor en el que se funda nuestra convivencia pueda completarse con una excepción que permita, aunque sea valorada la conducta a posteriori, que acabar con la vida de una persona no tenga consecuencias penales. Pero, quizás, en nuestras actuales sociedades las paradojas sean el único camino hacia el acuerdo y uno de los pocos espacios en los que la norma legal encuentra más fácil acomodo. En todo caso, también debemos recordar que en el mundo jurídico la excepción a la regla general no es algo impropio o extraño, porque precisamente la regla se construye sobre la base de unos casos comunes o prototípicos que en ciertas ocasiones muestran alguna incongruencia en su aplicación a la realidad.
A tal posibilidad hace mención precisamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la Sentencia dictada en el paradigmático caso de Pretty c. Reino Unido, cuando señala que no parece arbitrario que un sistema legal recoja la importancia de la protección de la vida a través de una prohibición de la eutanasia y auxilio al suicidio y, al mismo tiempo, incorpore un sistema que permita atender a las circunstancias concretas que han podido concurrir en cada caso, al público interés en llevar el caso a un enjuiciamiento, o los requisitos justos y apropiados de retribución y disuasión (ap. 76).
No se le escapa al Comité de Bioética de España que tal opción podría acarrear los mismos problemas que hemos detallado antes que creemos que probablemente se produzcan si se aprueba un derecho subjetivo a la eutanasia y/o auxilio al suicidio. Pensamos que conviene estar atentos a la evolución de la experiencia británica y a las iniciativas de ese tipo que se puedan materializar en otros Estados. En todo caso, el ejemplo de Países Bajos nos da buena cuenta también de los riesgos de estas iniciativas. Como ya se ha señalado en este informe, el Código Penal español regula el tipo penal de eutanasia y auxilio al suicidio (artículo 143.4) de forma que, al tiempo que preserva la protección de la vida, es sensible a situaciones completamente singulares en las que quizá no tiene sentido una condena efectiva de prisión o una condena como sería la de un homicidio.
Este Comité considera imprescindible que la sociedad española lleve a cabo un debate suficientemente informado, que todavía no ha tenido lugar a pesar de la trascendencia de la materia, sobre qué es la eutanasia, qué consecuencias trae consigo su legalización, y qué acciones se pueden llevar a cabo para garantizar a todos los ciudadanos un adecuado acompañamiento y el alivio del sufrimiento en su proceso de morir y, por ende, una muerte en paz. Nosotros queremos contribuir a ello, como ya se ha dicho anteriormente, con la publicación de este Informe que, además de argumentos para la reflexión, contiene propuestas dirigidas a lo que todos queremos: tener una muerte sin dolor, serena y en paz.
A lo largo de este informe hemos visto que existen sólidas razones para rechazar la transformación de la eutanasia y/o auxilio al suicidio en un derecho subjetivo y en una prestación pública. Y ello no solo por razones del contexto social y sanitario, sino, más allá, por razones de fundamentación ética de la vida, dignidad y autonomía. El deseo de una persona de que un tercero o el propio Estado acabe con su vida, directa o indirectamente, en aquellos casos de gran sufrimiento físico y/o psíquico debe ser siempre mirado con compasión, y atendido con una actuación compasiva eficaz que conduzca a evitar los dolores y procurar una muerte en paz. Sin embargo, tal compasión no consideramos que legitime ética y legalmente una solicitud que, ni encuentra respaldo en una verdadera autonomía, atendido el contexto actual de los cuidados paliativos y sociosanitarios, ni, además, queda limitada en sus efectos al propio espacio privado del individuo. Legalizar la eutanasia y/o auxilio al suicidio supone iniciar un camino de desvalor de la protección de la vida humana cuyas fronteras son harto difíciles de prever, como la experiencia de nuestro entorno nos muestra.
Por otro lado, la eutanasia y/o auxilio al suicidio no son signos de progreso sino un retroceso de la civilización, ya que en un contexto en que el valor de la vida humana con frecuencia se condiciona a criterios de utilidad social, interés económico, responsabilidades familiares y cargas o gasto público, la legalización de la muerte temprana agregaría un nuevo conjunto de problemas.
La mirada compasiva con la que hemos insistido a lo largo del Informe que debe ser apreciada la solicitud del sujeto que pide la eutanasia y/o auxilio al suicidio creemos que ya está recogida normativamente en nuestro Código Penal, y ello explica que en España el ingreso en prisión por actos eutanásicos sea algo no solo insólito, sino desconocido en las últimas décadas.
La protección integral y compasiva de la vida nos lleva a proponer la protocolización, en el contexto de la buena praxis médica, del recurso a la sedación paliativa frente a casos específicos de sufrimiento existencial refractario. Ello, junto a la efectiva universalización de los cuidados paliativos y la mejora de las medidas y recursos de apoyo sociosanitario, con especial referencia al apoyo a la enfermedad mental y la discapacidad, debieran constituir, ética y socialmente, el camino a emprender de manera inmediata, y no la de proclamar un derecho a acabar con la propia vida a través de una prestación pública.
Lo dicho, además, cobra aún más sentido tras los terribles acontecimientos que hemos vivido pocos meses atrás, cuando miles de nuestros mayores han fallecido en circunstancias muy alejadas de lo que no solo es una vida digna, sino también de una muerte mínimamente digna. Responder con la eutanasia a la “deuda” que nuestra sociedad ha contraído con nuestros mayores tras tales acontecimientos no parece el auténtico camino al que nos llama una ética del cuidado, de la responsabilidad y la reciprocidad y solidaridad intergeneracional.
[1] Marcos del Cano, A.M., El Mundo, edición 12 de septiembre de 2020.
[2] Sandel, M., Contra la perfección: La ética en la era de la ingeniería genética, Marbot Ediciones, Barcelona, 2016, pp. 25 y 26.
[3] Pellegrino, E., “Medicine Today: Its identity, its Role, and the Role of Physicians”, Itinerarium, núm. 10, año 2002, p. 57.
[4] Albert, M., “Privacidad y derecho a morir”, en Santos Arnaiz, J.A., Albert, M., Hermida del Llano, C. (Eds.), Bioética y nuevos derechos, Comares, Granada, 2016, p. 209.
[5] Rivera López, E., Problemas de vida o muerte. Diez ensayos de Bioética, Marcial Pons, Madrid, 2011, p. 47.
[6] Rey Martínez, F., Eutanasia y derechos fundamentales, CEPC, Madrid, 2008, p. 180.
[7] Argullol, R. y Hallado, D., “Conversación alrededor del tema de la muerte”, en HALLADO, D. (Comp.), Seis miradas sobre la muerte, Paidós Contextos, Barcelona, 2005, pp. 70 y 71.
[8] Marcos del Cano, A.M., “Una visión orteguiana del fundamento del derecho a la vida”, Derechos y Libertades, núm. 16, época II, enero 2007, p. 99.
[9] De la Torre, J., “Eutanasia y auxilio al suicidio. Razones y argumentos para pensar”, en De la Torre, J. y Marcos del Cano, A.M. (Eds.), Y de nuevo la eutanasia. Una mirada nacional e internacional, Dykinson, Madrid, 2019, p. 17.
[10] Sandel, M., Filosofía pública. Ensayos sobre moral en política, Debate, Barcelona, 2020, p. 166.
[11] Palazzani, L., “Il suicidio assistito medicalizzato: riflessioni filosofico-giuridiche sulla sentenza n. 242/2019 della Corte costituzionale”, BioLaw Journal-Rivista di Biodiritto, núm. 2, año 2020, p. 288.
[12] Sandel, M., Filosofía pública …, op. cit., pp. 164 y 165.
[13] De la Torre Díaz, J., “Eutanasia: los factores sociales del deseo de morir”, Revista Iberoamericana de Bioética, núm. 11, año 2019, p. 3.
[14] Palazzani, L., “Il suicidio assistito medicalizzato: …”, cit., p. 289.
[15] Andorno, R., Bioética y dignidad de la persona, Tecnos, Madrid, 1998, p. 56.
[16] Andorno, R., “The dual role of human dignity in bioethics”, Med Health Care Philos, núm. 16, vol. 4, año 2011.
[17] Palazzani, L., “Il suicidio assistito medicalizzato: …”, cit., p. 289.
[18] Callahan, D., “Once again, reality: Now where do we go?”, Hastings Center Report, núm. 25, año 1995.
[19] Gomá Lanzón, J., Dignidad, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2019, pp. 31 y 32.
[20] Lumbreras Sancho, S., Respuestas al transhumanismo. Cuerpo, auntenticidad y sentido, Digital Reasons, Madrid, 2020, p. 24.
[21] Innerarity, D., Pandemocracia, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2020, p. 115.
[22] Ibidem, p. 42.
[23] Innerarity, D., Ética de la hospitalidad, Ediciones Península, Barcelona, 2001, pp. 39 a 41.
[24] Jonsen, A., “Ética de la eutanasia”, Humanitas, núm. 1, vol. 1, año 2003; y De la Torre Díaz, J., “Eutanasia: …”, cit., p. 19.
[25] Simón Lorda, P. et al., “Ética y muerte digna: propuesta de consenso sobre un uso correcto de las palabras”, Rev Calidad Asistencial, núm. 23, vol. 6, año 2008, pp. 271 a 285.
[26] VV.AA., Adecuación de Medidas Terapéuticas (AMT) – Guía de ética clínica, Comité de Ética de la Asistencia Sanitaria (CEAS), Hospital Universitario de la Princesa, Madrid, 2019.
[27] Conill, J. y Cortina, A., “La fragilidad y la vulnerabilidad como partes constitutivas del ser humano”, en De los Reyes López y Sánchez Jacob, M., Bioética y Pediatría, proyectos de vida plena, Ergon, Madrid, 2010.
[28] Ibidem.
[29] Gracia Guillén, D., Ética de la fragilidad, Bioética clínica, núm. 2, El Búho, Bogotá, 1998.
[30] Cortina, A., Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI, Nobel, 2007.
[31] Golden, M., “Why assisted suicide must not be legalized”, Disability Rights Education & Defense Fund. Puede consultarse en https://dredf.org/public-policy/assisted-suicide/why-assisted-suicide-must-not-be-legalized-2.
[32] Gafo, J., Bioética teológica, Universidad Pontifica Comillas, Madrid, 2003, p. 282.
[33] Puede accederse a dichas recomendaciones a través de la página web de la sociedad científica en https://semicyuc.org .
[34] Vid. https://www.defensordelpueblo.es/noticias/defensor-crisis-covid/
[35] Bentham, J.,“Anarchical Fallacies”, en Bowring, J. (Ed.), Works, vol. 2 (1843).
[36] Davies, W., The Happiness Industry: How the Government and Big Business Sold Us Well-Being, Verso books, 2016, pp. 14 a 17.
[37] Feito, L., Neuroética. Cómo hace juicios morales nuestro cerebro, Plaza y Valdés, Madrid, 2019, p. 166.
[38] Ferrer, J.J. y Álvarez, J.C., Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, 2.ª ed., Universidad Pontificia Comillas-Desclée de Brouwer, Madrid, 2003, p. 112.
[39] Antoine, Jean-Luc M.J., “Genoma y bioética: una visión holística de cómo vamos hacia el mundo feliz que nos prometen las biociencias”, Acta Bioethica, año X, núm. 2, 2004, p. 146.
[40] De la Torre Díaz, J., “Eutanasia: …”, cit. , p. 19.
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[53] Ibidem.
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[56] Bonafonte, J.L. (Coord.), Reflexiones sobre la sedación por sufrimiento espiritual y/o existencial, Colección Profesionalidad núm. 7, Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, 2019.
[57] Bonafonte, J.L. (Coord.), Reflexiones sobre la sedación por sufrimiento espiritual y/o existencial, Colección Profesionalidad núm. 7, Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, 2019.
[58] De la Torre Díaz, J., “Eutanasia: …”, cit., p. 20.