Lo primero es agradecer a la lectora que ha querido compartir su historia con todos ustedes. Este estremecedor relato nos sirve para poner en perspectiva el drama silencioso que está ocurriendo ante nuestros ojos, cada día en los hospitales. Estamos tan engañados por la sociedad de consumo que consideramos que una vida de un enfermo agonizante no tiene ya valor, porque ya no es útil: «Para que siga sufriendo, mejor que se muera ya». Y cuando no se muere lo rápido que quisiéramos, a ver si los médicos pueden hacer algo… Se trata de una práctica comúnmente aceptada de eutanasia encubierta, la que va subiendo la dosis letal hasta lograr la muerte de alguien a quien consideramos que «ya ha vivido lo suficiente», y que ahora «está sufriendo».
¿Es tan difícil entender que nadie tiene el derecho a decidir sobre la vida de otro? ¿Que cada vida merece la pena vivirse incluso cuando el propio individuo quisiera morirse y no puede? Lo que deberíamos asegurar es que las unidades de cuidados paliativos estuvieran, en primer lugar, separadas del resto de pacientes (cosa que no ocurrió en el caso de nuestra lectora). Que no se permitiera el sufrimiento de los que, en agonía no desean seguir sufriendo. Y que se permitiera el consuelo y acompañamiento espiritual de los que así lo desearan en el último trance. Nadie va a un hospital, en principio, a que le maten, sino a que le curen o, si no es posible, a que mejoren su calidad de vida cuanto sea posible. Esto y no otra cosa, es lo que merece el calificativo de CUIDADOS PALIATIVOS: Paliativos del dolor. Lo contrario, lo que se está haciendo hoy en día, más bien debería llamarse MUERTE INDUCIDA. Y aunque se haga en la pulcritud de un hospital, es repugnate y apesta.