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Por Mn.José María Montiu de Nuix, Doctor en Filosofía, matemático y miembro de CíViCa

          El genial escultor Miguel Ángel poseía ojos de lince. Veía cuál era la linda escultura que dormía en el interior mismo de los bloques de mármol.  Al dar a luz su hermosa obra “Moisés”, quedó admirado de este mar de belleza, y dirigiéndose a este hijo de su corazón, le dijo: ¡Habla! Pero, el hijo era mudo, no llegaba su voz a su padre. En definitiva, era tal la maravilla de esta hermosa y mudamente fría escultura que sólo le faltaba una perfección o bien: ¡la vida!

          El bien de la vida se ha desplegado en el cosmos en un inmenso abanico, formado por millones de especies vivientes. Se ha modelado así una diversidad encantadora y magnífica. Ha acaecido como si una inmensa pincelada, multicolor y multivariada, hubiese recorrido raudamente la Tierra, decorándola y embelleciéndola. Ornato que la sabiduría arquitectónica ha realizado en la casa del mundo. Adorno que constituye una rampa ascendente que va recorriendo los grados de perfección de los seres. Cuando los contemplativos ojos paulatinamente suben los peldaños de esta escala del ser parecen suspirar por una perfección más alta, por una sed de altura, por ir más allá de estos reflejos del Sol. Resulta claro que con su dulce música y su amanecer, el magnífico artista, que ha plasmado obra tan inmensa, nos ha llegado al corazón. ¡Una cima grita a otra cima! ¡Una admiración grita a otra admiración!

Por Mn.José María Montiu de Nuix, Doctor en Filosofía, matemático y miembro de CíViCa

          El genial escultor Miguel Ángel poseía ojos de lince. Veía cuál era la linda escultura que dormía en el interior mismo de los bloques de mármol.  Al dar a luz su hermosa obra “Moisés”, quedó admirado de este mar de belleza, y dirigiéndose a este hijo de su corazón, le dijo: ¡Habla! Pero, el hijo era mudo, no llegaba su voz a su padre. En definitiva, era tal la maravilla de esta hermosa y mudamente fría escultura que sólo le faltaba una perfección o bien: ¡la vida!

          El bien de la vida se ha desplegado en el cosmos en un inmenso abanico, formado por millones de especies vivientes. Se ha modelado así una diversidad encantadora y magnífica. Ha acaecido como si una inmensa pincelada, multicolor y multivariada, hubiese recorrido raudamente la Tierra, decorándola y embelleciéndola. Ornato que la sabiduría arquitectónica ha realizado en la casa del mundo. Adorno que constituye una rampa ascendente que va recorriendo los grados de perfección de los seres. Cuando los contemplativos ojos paulatinamente suben los peldaños de esta escala del ser parecen suspirar por una perfección más alta, por una sed de altura, por ir más allá de estos reflejos del Sol. Resulta claro que con su dulce música y su amanecer, el magnífico artista, que ha plasmado obra tan inmensa, nos ha llegado al corazón. ¡Una cima grita a otra cima! ¡Una admiración grita a otra admiración!

…/…           Este  cosmos, a su vez, es un lugar para ser transformado, cultivado. Un bloque de mármol sirve para extraer una preciosa escultura, una selva para ser convertida en un jardín,… En esta obra transformadora interviene la útil y eficiente técnica. Pero, aunque el hombre debe trazar inmensas autopistas, no puede vivir de sólo comer asfalto. El ser humano no puede, al estilo de la carcoma, vivir de sólo madera. Es como si la persona humana necesitara de la fuerza humanizadora del rosal de magníficas rosas bellas donde las manos del gran artista están aún recientes. Es como si el hombre y la mujer necesitasen del majestuoso y raudo vuelo del águila y del entrañable nido. Es la misteriosa atracción de la vida y de la naturaleza. Ciertamente, la vida en su multiplicidad de manifestaciones tiene un poder brillante, fulgurante, resplandeciente, deslumbrante y hasta sobrecogedor. Por contraste, la muerte del animal irracional con sus múltiples manifestaciones (privación del bien de la vida, impresionante desaparición de aquella maravilla, estado inerte, putrefacción y demás efectos tan desagradables) nos causa honda repugnancia y como hiere el alma. El corazón humano se halla decididamente del lado de la vida y no del costado del Auschwitz de la muerte. El ser humano quiere una cultura de la vida y no una marea negra de la muerte o cultura de la muerte.  La persona necesita de la naturaleza, de la explosión o aparición de la vida, de la biodiversidad. En definitiva, necesitamos muy mucho del gran tesoro viviente.

          Si grande es la sensibilidad hacia la grandeza y grandiosidad de la naturaleza y hacia su gran valor, paradójicamente, a veces, no está muy desarrollado el sentimiento admirativo hacia el ser humano, hombre y mujer, niño y niña, anciano y anciana, no nacido y no nacida. Es como si algunos ecologistas olvidasen que el hombre no deja de ser un animal, por muy racional que sea. Animal porque no le falta ninguna de las perfecciones que tienen los animales irracionales: un ánima o principio de vida más perfecto que el de los vegetales, etc. Pero, además, el ser humano tiene otras perfecciones, las cuales no se hallan en el mundo de las bestias. El hombre sonríe. La ecología de los que no han llegado a saber de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, pero que quieren salvaguardar la naturaleza, habrán pues de proteger a la especie animal humana, animal especialmente perfecto y valioso. Además, sin el hombre quedaría el cosmos incompleto. El mundo sería entonces como un camino de vida o vía en medio del cual se ha instalado un gran hoyo, una gran ausencia. Sin el hombre quedaría el mundo sin su gran síntesis. La poesía del mundo actual quedaría entonces como herida, ensangrentada, rota, estropeada.

          Aunque el hombre no sólo es capaz del bien sino también del mal, hay que volver a maravillarse del hombre. Saber tener, de nuevo, aquella mirada pura, cristalina, transparente, que sabe ver lo valioso que es lo valioso, que sabe descubrir la grandeza y la grandiosidad del ser humano. Hay que volver a admirarse de la maravilla del hombre en su fuerza intelectual, que es capaz de albergar en el sí del entendimiento todo un mundo. Hay que volver a sorprenderse de este corazón humano que es capaz de amar a Dios, que puede gozar eternamente de Dios infinitamente bueno, hermoso y grande. Maravillarse de este corazón que puede abrazar a Dios y enamorarse de él por los siglos de los siglos. Ante esta alma humana, espiritual e inmortal, hecha para cosas grandes, muy grandes, sólo es posible una cosa: ¡Dar grandes saltos de alegría!

          La maravilla del ser humano empieza en el instante mismo de la fecundación. Es ya en este mismo momento que empieza a existir una persona humana. El análisis genético declara a las claras que se trata ya de una nueva vida, de un nuevo ser humano, de algo que dispone de un código genético que le diferencia de cualquier otra especie viviente. Empieza entonces la carrera de la vida. Es el mismo el tú que está en el punto de partida, que el que se encuentra después en la madurez, que el tú que se encuentra en el momento final de la existencia. El arco de la vida desde su inicio en la fecundación hasta el momento de la muerte no es otra cosa que el arco que va del tú al mismo tú. En el camino de la vida se va dando pasos a través de la existencia mortal, pero siempre es el mismo el peregrino que va andando, desde el punto de partida hasta el punto de llegada. Todo el arco de la vida ninguna otra cosa es que el ir del tú inicial al mismo tú al final. Todo el arco es el tú-tú o el yo-yo. Todo estaba en la información genética, no hay discontinuidades sino despliegue de lo genéticamente escrito. El hombre libre va recorriendo el camino hábilmente trazado de antemano. Este hombre siendo siempre el mismo es siempre igualmente valioso en cuanto hombre y, por consiguiente, siempre se ha de ayudar y nunca puede segarse su vida. Más aún, cuanto más débil es, más merece ser ayudado, más necesita de la ayuda. Tanto el aborto como la eutanasia provocada tienen un plus de injusticia, son más injustas que la muerte de una persona adulta sana, menos débil. Las almas grandes, los gigantes, son los únicos que son capaces de inclinarse ante los pequeños. Son éstos los únicos a los que se les enternecen las entrañas y a los que les llega al corazón el quejido del débil.

          En la familia humana el hijo es amado por sí mismo, por ser hijo. Allí, la persona es amada por ser persona. Las madres sienten su corazón inclinado a cuidar amorosamente de su niño pequeño y débil, más necesitado. Una simple sonrisa del pequeñín les proporciona felicidad. Dado que soy consciente de esto, entiendo muy bien aquella pancarta que llevaba un joven en una manifestación en apoyo de la vida: ¡Viva la madre que me parió! En diversas ocasiones he oído a hombres bien barbados exclamar: una de las cosas más grandes que hay en este mundo es un corazón de madre. Las madres, con su generosa apertura a la vida y sus cuidados de amor, han dejado un dulce recuerdo en el corazón. Y al pensar en el día grande en que nuestra madre llegó al mundo, sólo podemos pensar llenos de admiración y con el corazón tocado: ¡Aquel día una bella flor nació!, y brotan los afectos suaves, agradecidos, inexpresables, palpitantes, como las oleadas del mar que anegan o inundan el corazón. ¡Gracias sean dadas a Dios por tanta bondad, por el día en que nos dio una madre!

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