Presentación
Como ya saben el actual Gobierno ha dado el primer paso para la regulación de la Eutanasia como un derecho cubierto por el Sistema Nacional de Salud.
Al mismo tiempo, desde sectores de la práctica médica se insiste en la urgencia social de la aprobación de una Ley Nacional de Cuidados Paliativos. El Dr. Javier Rocafort, director médico del Hospital Centro Cuidados Laguna de Madrid, en una reciente entrevista en Diario Médico daba los siguientes datos: «Hay sobre 60.000 personas que cada año están sufriendo innecesariamente porque necesitan cuidados paliativos avanzados y no los tienen. Cada día hay unas 150 personas que sufren innecesariamente… Cada diez minutos, una persona fallece en España con sufrimiento.»
La experiencia de muchos médicos que se enfrentan al problema del trance final de la vida es que el paciente no quiere morir, lo que quiere es vivir sin sufrimiento y dolor. Por ello, la vía para aliviar ese sufrimiento sólo puede ir de la mano de los cuidados paliativos y no de la eutanasia,.. y así quedó expresado en el Art. 36. del Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial Española reformado en 2011: «El médico tiene el deber de intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible. Y cuando ya no lo sea, permanece su obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir el bienestar del enfermo…El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste».
A pesar de todo esto el Gobierno da prioridad a la regulación de la Eutanasia, en lugar de a alguno de los Proyectos de Ley de Cuidados Paliativos que esperan su tramitación en el Congreso de los Diputados…
CiViCa, y en especial el Dr. D. Enrique Bustos Pueche, Catedrático de Derecho Civil y vocal de la Junta Directiva, con la colaboración de los restantes miembros de la Junta han hecho un análisis de la situación y expresan su opinión en el comunicado siguiente (SOBRE LA EUTANASIA_Jun 2018 )
Declaración de CiViCa sobre La Eutanasia – Junio de 2018
a) Se entiende por eutanasia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, «muerte sin sufrimiento físico, y, en sentido estricto, la que así se provoca voluntariamente».
Eutanasia significa, pues, causar la muerte a otra persona, con o sin su consentimiento, para evitarle dolores o padecimientos físicos o morales, que se estiman insoportables. Y como se puede matar por acción o por omisión -inyectando una sustancia letal al enfermo en coma o absteniéndose de alimentarle-, se habla de eutanasia activa y de eutanasia pasiva, según la modalidad comisiva consista en un hacer o en un omitir.
Es de advertir que los partidarios de la legalización de la eutanasia llaman eutanasia pasiva a lo que nada tiene que ver con la eutanasia; es, sencillamente, una manipulación del lenguaje para tratar de hacer socialmente aceptable aquélla. En efecto, llaman eutanasia pasiva a la renuncia de lo que se conoce como encarnizamiento terapéutico, esto es, la renuncia a aplicar remedios terapéuticos extraordinarios o desproporcionados a los enfermos terminales, que no darían la menor esperanza de recuperación con la aplicación de aquellos remedios. Pueden ser extraordinarios por razón del sufrimiento que producen, el coste que significan para la Seguridad Social o la familia, la dificultad técnica de aplicación, etc. Cuando un enfermo ha llegado al final de su vida, y así se entiende por los médicos que le atienden, carece de sentido someterle a una serie de tratamientos desproporcionados que sólo podrán prolongar la agonía, a duras penas, pero de ninguna manera devolverle la salud. La renuncia a la obstinación terapéutica no es sino aceptación del carácter finito de la vida humana. En tales casos, es la Medicina paliativa la que debe aplicarse al enfermo para suprimirle o reducirle el dolor.
Ahora bien, esta actitud nada tiene que ver con la eutanasia, ni activa ni pasiva. Llamarle eutanasia pasiva es completamente erróneo. Una cosa es esperar la muerte del modo menos doloroso posible, y otra provocarla. Como distinta enteramente es la intención del que acepta el fin irremediable, de la de quien causa o provoca ese fin directamente. El propósito de la tergiversación dialéctica antes aludida es evidente: el primer paso es llamar eutanasia pasiva a algo que nada tiene que ver con la verdadera eutanasia y que, además, es aceptado por cualquier persona razonable. Así, se consigue que se acepte un «tipo o clase de eutanasia». El siguiente paso será: si todos aceptamos la eutanasia pasiva, ¿por qué rechazar la eutanasia activa que no difiere sustancialmente de la primera?
b) La cuestión de fondo es un problema de política legislativa. La pretensión de algunos es la derogación de los tipos penales conocidos como cooperación al suicidio y homicidio-suicidio, previstos en el artículo 143 del Código Penal vigente, lo que significaría la permisión de la eutanasia, al menos, cuando mediare consentimiento de la víctima.
De nuevo, lo que se discute es si el Estado debe o no castigar los comportamientos aludidos: cooperación en el suicidio de otro, causación directa de su muerte, bien que con su anuencia.
c) El Estado no es neutral ante la vida humana. Es menester recordar una y otra vez que está obligado a observar y cumplir con el principio general de defensa de la vida, valor supremo recogido en el artículo 10 de la Constitución: la dignidad de la persona como fundamento del orden político y de la paz social, que comprende la defensa de los bienes de personalidad, y entre ellos el de la vida humana.
No puede pretenderse que el Estado, cuyo principal deber y justificación es, precisamente, amparar la vida de sus ciudadanos, acepte como normal el hecho de que unos ciudadanos se quiten la vida cuando se han cansado de vivir y, menos, el de que otros ciudadanos auxilien a aquéllos en tan macabro menester. Supondría una quiebra más en las raíces éticas del Estado pero, sobre todo -sobre todo porque estamos razonando como juristas- una subversión total del orden jurídico establecido: habría que cambiar muchas leyes, para no caer en incoherencia, si se legalizara la eutanasia: todas aquéllas que parten de que la vida es el bien jurídico más excelente y, por ende, más protegido, y ello con independencia de la persona que encarne esa vida.
Repárese en que el Código Penal no distingue entre «vidas que merecen vivirse» y otras «que no merecen ser vividas». El sujeto pasivo del homicidio es el hombre viviente, sin más determinaciones o especificaciones. Si el Estado admitiera que hay vidas que no merecen la pena, si aceptara que resulta justificada y comprensible la eliminación de personas en las que concurren determinadas circunstancias de dolor, postración o inhabilidad, se habría derogado el principio constitucional antes recordado, que ampara la dignidad de la persona y su igualdad esencial. Tácitamente significaría también la derogación de un sinfín de leyes que vienen informadas por aquellos principios.
d) Y frente a la solidez de la argumentación expuesta, examinemos el razonamiento en pro del reconocimiento oficial de la eutanasia.
Como es sabido, los partidarios de la eutanasia mantienen que su voluntad de morir, debidamente manifestada cuando desean morir o previamente en el que llaman «testamento vital», tenga suficiente eficacia como para que alguien -generalmente, un médico- les quite la vida, si ellos se hallan incapacitados de darse la muerte. Veamos.
A nuestro juicio, semejante declaración de voluntad, manifestada con anterioridad en el aludido “testamento”, es jurídicamente irrelevante por falta o ausencia de objeto cierto y determinado (art. 1261, 2°, C. civil.). Es ineficaz un consentimiento en el vacío. Por definición, una persona sana ignora qué cosa sea la agonía, qué sean las circunstancias de postración o anhelo, la desesperación o esperanza concurrentes en el estado del moribundo. No es previsible con un mínimo de rigor, ni para el supuesto «testador» ni para nadie, la reacción psicológica, intelectual, espiritual o física que él mismo puede mostrar ante situaciones límite. El redactor de ese pretendido testamento vital no sabe a ciencia cierta sobre qué se pronuncia y, mucho menos todavía, sabe cuál pueda ser su reacción ante esas situaciones que hoy, por referencias de tercero, le atemorizan. Y la manifestación de esa voluntad, después, durante la última enfermedad o en estado de sufrimiento agudo, moral o físico, tampoco parece que reúna los requisitos de libertad que exige la declaración del consentimiento negocial para ser relevante.
Pero con todo, el problema es otro: según se advierte más arriba, lo que se juega en la legalización de la eutanasia, dejando al margen consideraciones morales, no es el derecho a morir sino el derecho a exigir a un tercero que lo mate. Lo que piden los partidarios de la eutanasia es que se atienda en todo caso la petición de muerte del enfermo, lo que necesariamente ha de traducirse en que se aplique la muerte por un particular que esté dispuesto a ello o que sea el Estado quien provea a esa petición.
En efecto, si el Estado reconociera el «derecho a morir» del solicitante -eso es justamente lo que se reclama: el reconocimiento de un auténtico derecho subjetivo a morir-, entonces, para ser coherente, vendría obligado inexorablemente a crear un cuerpo de funcionarios cuya función sería quitar la vida a quienes lo pidieran. Esto significa, al margen de la hipérbole burlona, que si se reconociera el derecho, habría que establecer el modo de satisfacerlo. Alguien vendría obligado a darle cumplimiento: médicos de la Sanidad Pública, funcionarios, etc. Porque lo que no sería admisible, por contrario al artículo 14 de la C.E., es que la satisfacción del pretendido derecho dependiera de que el moriturus tuviera al lado, médico, enfermera, pariente o amigo, dispuesto a eliminarle sin dolor y con dulzura. O todos o ninguno. De manera que si el solicitante de la muerte no encontrara quien se la administrara, el Estado tendría que imponer a algún funcionario suyo el deber de acabar con aquél, único modo de satisfacer ese «derecho subjetivo público» reconocido.
Aquí se descubre, pues, el error nuclear en el planteamiento de los reivindicantes de la eutanasia: confunden derecho a morir con derecho a ser matado. No entremos, ahora, en lo primero: si existe o no ese derecho a morir. En todo caso, si alguien quiere y puede quitarse la vida lo hará, con derecho o sin él. La discusión es inútil. Lo más grave es lo segundo: que se reclame el derecho a ser matado por otro, máxime cuando no se encuentra quien esté dispuesto a hacerlo, y se pretenda, entonces, cargar a los médicos de la Sanidad Pública u otros funcionarios ad hoc con el «deber público» de producir la muerte al solicitante.
Es comprensible el rechazo del dolor, misterio inexplicable en el plano natural, por los partidarios de la eutanasia. Pero también ellos deberían conformarse con quitarse la vida por sí mismos, si llegaran a tal punto de obcecación, sin pretender que la sociedad en que viven organice un sistema público y oficial de dispensación de la muerte.
e) Finalmente, antes que aceptar una ley de eutanasia debería tenerse claro que lo que importa no es acabar con el enfermo, sino evitar su sufrimiento en el trance final de su vida. Un enfermo terminal no desea la muerte en sí misma, lo que quiere es paliar el sufrimiento que puede acompañar el tramo final de su vida. La vía para aliviar ese sufrimiento sólo puede ir de la mano de los cuidados paliativos y no de la eutanasia.