Por Nicolas Jouve, catedrático emérito de Genética y presidente de CíViCa (Asociación miembro de la Federación Europea One of Us). Versión actualizada el 7 de enero de 2020, del artículo publicado en Actuall el 3 de Julio de 2017.
¿Nacemos o nos hacemos? Es una vieja pregunta ¿Sabemos distinguir entre lo genético y lo adquirido? Natura y nurtura. En nuestra naturaleza, en nuestra forma de ser y vivir la vida, ¿qué interviene más, los genes que llevamos puestos desde que fuimos concebidos o lo que incorporamos tras nacer? Es decir, por influencias del ambiente, entendido en el sentido más amplio posible, como todo lo que influye en el desarrollo de nuestra personalidad.
Para entenderlo es clave distinguir el significado de los términos “identidad genética” e “identidad personal”. En la identidad genética median los más de 21.000 pares de genes, el ADN, con sus variantes (alelos) heredados mitad maternos y mitad paternos. Sin embargo, la identidad personal es algo más amplio, que trasciende el material genético y a lo que contribuyen influencias del ambiente interno y externo, y muy especialmente nuestros hábitos de vida. Suele equipararse con la personalidad. El filósofo español Xavier Zubiri (1898-1983) definía la personalidad como el precipitado que deja en cada persona el contenido de los actos que va ejecutando a lo largo de su vida. Es decir, la identidad personal, la personalidad, es algo que cada uno se labra con el ejercicio de su voluntad, pero que parte de la identidad genética de cada uno, y en lo que también pueden influir factores externos no voluntarios.
Se comenta que en una ocasión un periodista le preguntó al psicobiólogo Donald Hebb (1904-1985) que en su opinión: «¿Qué creía que contribuía más a la personalidad: la herencia o el ambiente?», a lo que Donald Hebb, canadiense él, contestó a la gallega: «¿Qué contribuye más al área de un rectángulo: su largo o su ancho?”. Pues sí, al final uno es en lo biológico lo que dictan los genes y en lo psicológico lo que labramos con nuestros actos, y ambos factores son importantes.
Un ejemplo concreto de estas dos componentes de nuestra identidad lo supone la diferencia entre la “identidad sexual” y la “identidad de género”. Con independencia de la consideración que queramos darle a la una y a la otra, vaya por delante la idea de que todo lo que se salga del marco de lo natural se terminará volviendo contra el hombre. Si alguien se empeña en ser un águila, por ejemplo, y pretende volar tirándose desde lo alto de un acantilado no llegará muy lejos, ya que los hechos, -no la ideología – determinan la realidad.
Cuando hablamos de “identidad genética” nos referimos al genoma individual, el que queda constituido al fusionarse los gametos materno y paterno en el big-bang de la vida. Es importante tener claro varios hechos: a) que al terminar el proceso de la fusión nuclear del óvulo y el espermatozoide y formarse el cigoto, queda conformado un nuevo ente biológico, una nueva vida humana; b) que cada gameto aporta una combinación de genes de su parental que será diferente a la de cualquier otro gameto del mismo parental, como consecuencia del proceso de la “recombinación genética” durante la meiosis que los genera [1]; y c) que cada nueva realidad biológica humana tiene 23 pares de cromosomas y unos 21.000 pares de genes, salvo error que en ningún caso condiciona su naturaleza humana. Una constitución que marcará nuestras características biológicas a lo largo de la vida, sexo incluido.
En efecto, tras la fusión de los gametos queda constituida la “identidad genética” de cada persona, que no solo no va a variar a lo largo de la vida sino que es además un “programa” para su desarrollo al ser el centro coordinador del que depende la organización biológica de cada individuo: su sexo (varón XY o mujer XX), sus rasgos físicos (color de ojos, color del pelo, color de la piel, etc.), su grupo sanguíneo, etc. Parece una obviedad, pero es preciso decir que si los gametos, los cromosomas y los genes son humanos, el ente producido tras la fecundación es humano… no un elfo, ni una rana, ni un pato… y así se conservará como varón o mujer, como blanco o de color, como persona del grupo 0, A, B o AB, seropositivo o seronegativo, hemofílico o no, etc., etc. Los genes determinan nuestra naturaleza biológica de por vida.
La invariabilidad de nuestros genes desde que fuimos concebidos es consecuencia de la conservación de la información genética de célula en célula durante nuestra vida. Gracias a esta conservación podemos recurrir al ADN para la “identificación genética” o cuando hay que hacer una prueba de paternidad o de reconocimiento a partir de unas muestras o restos orgánicos humanos. Los tratamientos hormonales o las operaciones quirúrgicas de cambio de sexo, no van a cambiar la realidad del sexo cromosómico o genético de una persona, aunque puedan influir en su apariencia física, su fenotipo. Como no hay manera de cambiar el genotipo de una persona de color, por mucho que consiga blanquear su piel.
Dicho lo anterior, en cada persona, como una realidad corpóreo-espiritual que es, confluyen dos fuentes de información y formación, una inmutable, sus genes, y otra moldeable, la que configura su mente. Reconocer la existencia de ambas condiciones es situarse en la posición justa frente a quienes se van a uno u otro de los extremos. No es posible reducir la vida humana solo a los genes o las neuronas y pensar que nos dominan y controlan, como si fuéramos zombis sujetos a circuitos neuronales, impulsos eléctricos o canales de iones, o en definitiva al dictado del ADN. Como tampoco es correcto negar nuestra corporeidad con todos sus condicionantes y pensar que somos lo que nuestra mente decida ser, como se sostiene desde las corrientes idealistas de género.
La ideología de género es un sistema de pensamiento que defiende que las diferencias entre el hombre y la mujer son construcciones culturales y convencionales, hechas según los roles que cada sociedad asigna a los sexos. Sin embargo la RAE nos indica que la cultura es el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial en una época”. ¿Es aplicable esta definición al sexo? El sexo masculino o femenino no obedece a un modo de vida ni a un deseo, ni es producto de un desarrollo artístico, científico, que se adquiere o se incorpora. Ni tampoco es algo que varía según las épocas. Es un componente biológico y constitutivo de cada individuo, necesario para la reproducción de la especie, o como señala la RAE una “condición orgánica” de los animales y las plantas que tienen reproducción sexual. El sexo no puede ser un producto de la cultura sino que es el componente más importante de la capacidad adaptativa de las especies para garantizar su supervivencia.
Desde Darwin (1809-1882) sabemos que la “selección natural”, la ley básica de la evolución, se basa en cuatro principios esenciales: a) la capacidad de reproducción, es decir, el aumento en número de individuos de la población con el tiempo; b) la existencia de variación genética entre los individuos de la población; c) el hecho de que al menos algunas de las variantes afecten a la capacidad de sobrevivir o reproducirse de los organismos; y d) el que estas variantes, a las que hoy llamamos mutaciones, sean heredables [3].
Ninguno de estos cuatro principios se dan en una especie o en una sociedad como la que propone la ideología de género para la humana, en que todo se basase en la opción de lo que cada cual quisiera ser, incluida la descabellada idea de convertirse en un águila, un dálmata, o vaya usted a saber qué.
Es justo al revés, la “ideología de género” es lo que es fruto de una cultura de nuestro tiempo, un torbellino de ideas derivadas de corrientes filosóficas nihilistas, existencialistas, ateas, materialistas y liberales. Algo que, dentro del relativismo que invade a la sociedad postmoderna de nuestro tiempo, seguro que pasará, como pasaron la “esclavitud”, el “racismo”, la “eugenesia social” y esperemos que también el “aborto”, de lo que ya hay síntomas esperanzadores. Mientras tanto la ideología de género puede hacer mucho daño a una sociedad basada en el humanismo cristiano y la familia.
Como biólogo y genetista creo que es bueno recordar lo que la ciencia ha desvelado sobre el sexo y la familia. La existencia de dos sexos es la forma de conseguir aumentar la diversidad necesaria para la prosperidad de la vida humana, como ocurre en todas las especies superiores de reproducción sexual.
Es importante saber que el “determinismo genético” en el hombre no es una cuestión de cultura sino de cromosomas y de genes. Es importante que tengamos presente que sin sexo no hay reproducción. Es importante recordar que la familia, de varón, mujer e hijos, es el núcleo ecológico natural de la sociedad, en el que tiene lugar la procreación y el mantenimiento equilibrado de la especie. Es necesario saber que la familia es un todo que une lo biológico con lo emocional y lo espiritual. Es importante distinguir lo que es de derecho natural y lo que no son más que modas o culturas pasajeras, por muy modernas que nos parezcan. Es finalmente importante tener en cuenta que sin la familia natural no sería posible la prosperidad de la especie humana y que sin familia solo nos espera egoísmo, soledad y tristeza.
Jouve, N. “Explorando los Genes. Desde el big-bang a la Nueva Biología. 520 págs. ISBN 978-84-7490-901-02 Ediciones Encuentro, Madrid (2008).
Vila-Coro, M.D “La vida humana en la encrucijada. Pensar la Bioética”. Ediciones Encuentro, Madrid (2010)
Jouve, N. “Nuestros genes. Mitos y certezas sobre la herencia genética en el hombre”. Editorial Digital Reasons (formato digital) Madrid (2015).