Por Nicolás Jouve, catedrático emérito de Genética, miembro del Comité de Bioética de España y presidente de CíViCa (Asociación miembro de la Federación Europea One of Us). Publicado en Páginas Digital, el 16 de abril de 2019.
Una vez alcanzada la capacidad de leer el lenguaje de los genes y de todo el ADN del genoma humano, cuyo proyecto finalizó en 2003, quedaron abiertas las posibilidades de aplicación del enorme caudal de datos que suponía para desvelar los secretos de la información responsable de la vida. Además de los deseados estudios en Medicina, especialmente en los campos diagnóstico, explicado en un artículo anterior, y terapéutico, sobre el que hablaremos más adelante, surgió una aplicación biológica de enorme interés. Se pensó que la comparación de las secuencias del ADN de los genomas humano y de diferentes especies permitiría conocer, con enorme detalle, sus relaciones evolutivas.
Recordemos que todos los seres vivos partieron de un ancestro común, algunos lo llaman el “cenancestro”, otros “LUCA” (Last Universal Common Ancestor), que vivió hace más de 3.500 millones de años. Aquel organismo primitivo ya tendría el mismo tipo de moléculas de la vida, el ADN, y un código genético, que por su eficacia se ha conservado en todos los seres surgidos desde entonces, con mínimas excepciones que no contradicen su universalidad,
El estudio de los genomas y la comparación de los de distintas especies, permitiría conocer su parentesco y reconstruir su historia evolutiva con mayor precisión que ningún otro método utilizado anteriormente. Es como tener una máquina del tiempo que nos permitiría saber, a través de la comparación de los genomas, qué se conserva y qué se ha diferenciado de una información genética que tiempo atrás fue común, pero que desde su separación, empezó a diferenciarse por acumulación de mutaciones. Se puede incluso tasar el tiempo transcurrido desde que un grupo de especies se separaron de su ancestro común.
La “genómica comparada” se basa en contrastar las coincidencias y diferencias en las secuencias del genoma de diferentes especies. La comparación del genoma humano con el del chimpancé, el mono Rhesus, el ratón, etc. O cualquier otra especie, ofrece por tanto una perspectiva de enorme interés para explicar las grandes diferencias entre unos y otros. Conocido el genoma de las especies actuales, e incluso muchas de las ya extinguidas –si las condiciones de conservación de su ADN no lo han deteriorado-, se podría indagar la proximidad filogenética entre ellas. Esto, a su vez, permitiría desvelar las causas de las características morfológicas y propiedades de adaptación a los tipos de ambientes y condiciones de vida de las especies implicadas en el estudio. En consecuencia, la genómica comparada constituye la más poderosa herramienta que jamás se haya podido soñar para estudiar los cambios evolutivos entre los organismos.
El poder del conocimiento de los genomas como herramienta de investigación ha supuesto un impulso espectacular a una reconstrucción del enorme árbol de la vida. Pero antes de presentar algunos datos sobre estos estudios conviene señalar que los seres vivos se reparten en dos grandes sistemas de organización, los llamados “procariotas”, básicamente las bacterias y las Archaeas, y los “eucariotas”, el resto. Los procariotas son semejantes a las formas más primitivas y el ADN de su genoma está inmerso, sin aislamiento, en el citoplasma de la célula. Por el contrario, los eucariotas, derivados por simbiosis a partir de los procariotas primitivos, tienen una organización celular más compleja y evolucionada. Las moléculas de ADN, organizadas en los cromosomas, ocupan un espacio de la célula, el núcleo, aislado del resto del citoplasma celular por una membrana. El salto de la organización celular de los procariotas a los eucariotas, hace unos 2.000 millones de años, abrió las puertas a la enorme diversificación de los seres vivos. Tras los eucariotas unicelulares, surgirían las organizaciones en colonias, que por simbiosis y especialización en diferentes funciones en beneficio mutuo, darían paso a las complejas organizaciones de los organismos pluricelulares. Todo ello generaría el inmenso abanico de formas de vida adaptadas a todos los nichos ecológicos del planeta. El denominador común e hilo conductor de este inmenso proceso sería la evolución de los genomas.
Un punto crucial en la evolución de los animales tuvo lugar en el Cámbrico, hace unos 570 millones de años. Los fósiles marinos encontrados en el Parque Nacional Yoho y otras localidades próximas a Burgess Seale, en la Columbia Británica canadiense, demuestran que dicha etapa fue decisiva para la explosión de la vida animal, marcado por la especialización de unos genes responsables de la organización de una arquitectura corporal segmentada. Hoy constatamos que los mismos genes que determinan la diferenciación de las diferentes regiones corporales, cabeza, tronco, abdomen, extremidades, etc., se encuentran conservados en los genomas de especies animales actuales tan diferentes como el gusano nematodo Caenorhabditis elegans, la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, el ratón Mus musculuso el mismo ser humano Homo sapiens. Este es un claro ejemplo de los extraordinarios hallazgos de la genómica comparada, que nos muestra cómo viejos genes que aportaron ventajas adaptativas, se han conservado hasta nuestros días en muy diversas formas de vida.
Los genomas son como el libro de instrucciones del que depende la organización y el patrimonio biológico de cada especie. Si el milagro de la vida ha sido posible es gracias a las extraordinarias propiedades del ADN, cuya capacidad informativa, de replicación y de mutación ha permitido el crecimiento y la organización de los genomas de todos los seres vivos. Así, en un impresionante bricolaje genético, a partir de los mismos mimbres, se han constituido los diferentes cestos que representan todas las especies pasadas y presentes.
Dicho lo anterior, habría que añadir que hoy se han secuenciado los genomas completos de miles de especies que van desde los sencillos procariotas, a todos los tipos de eucariotas, protistas, hongos, plantas y animales de los más diversos grupos taxonómicos.
Vayamos por partes. Además de los 3.175 millones de pares de bases (A-T, T-A, C-G y G-C) con unos 21.000 genes del genoma humano, los genetistas han completado el conocimiento de los genomas de una serie de organismos modelo. En el año 2000 se culminó el proyecto genoma de la mosca de la fruta (165 millones p.b. y unos 13.000 genes); en 2002, el del ratón (2.900 millones p.b. y unos 25.000 genes); un año más tarde el del gusano nematodo (19 millones de p.b. y 19.000 genes). El primer procariota cuyo genoma fue dado a conocer en 1997 fue el bacilo del colon Escherichia coli (4,6 millones de p.b. y unos 3.200 genes) y un año después se terminó el del primer eucariota unicelular, la levadura Sachraromyces cerevisiae (12 millones de p.b. y unos 6.000 genes).
Por citar solo algunos más, entre los miles de genomas secuenciados tras el humano están los de dos ascidias (2002 y 2007), la rata (2004), el pollo (2004), el perro (2005), la abeja (2006), el erizo de mar (2006) y el toro (2009), y entre los más próximos al humano, el chimpancé Pan troglodites (2005), el mono Rhesus, Macaca mulatta (2007), el orangután Pongo pygmaeus(2011) y el gorila Gorilla gorilla (2012). Todos estos mamíferos próximos al hombre tienen un tamaño de genoma y un número de genes prácticamente igual al del hombre.
A estos estudios, se puede añadir el hecho del conocimiento parcial del genoma de nuestros parientes extinguidos, los Neandertales europeos (2010) y los Neandertales de Danisova (2012).
Quien haya cotejado los tamaños de los genomas y el número de genes de algunas de las especies citadas, se habrá dado cuenta de una de las sorpresas de este tipo de estudios: la aparente paradoja de la discordancia entre dichos datos y la complejidad biológica de las especies a que se refieren. ¿Hay que sorprenderse de que la mosca de la fruta, con un tamaño de genoma casi 20 veces menor que el humano, tenga solo algo más de la mitad de sus genes?, ¿asombra el hecho de que un gusano nematodo, con un genoma 167 veces más pequeño que el humano, tenga casi el mismo número de genes? Así podríamos seguir si comparamos “al peso” el genoma humano con el de cualquier especie considerada inferior. Otra sorpresa, al comparar el genoma de la mosca de la fruta con el humano se revela que ambas especies comparten un 60% de genes en común.
Evidentemente la respuesta a estas aparentes paradojas hay que encontrarla no en los datos cuantitativos, sino en la propia información del ADN. La respuesta es sobre todo es de carácter cualitativo. No importa tanto el tamaño del genoma como la información que contiene. Los genomas, incluido el humano, están inflados de regiones no codific
antes, muchas de ellas constituidas por familias de secuencias de ADN repetidas que no aportan información nueva, pero invaden el genoma. Algunas de ellas, como los llamados transposones son invasoras, capaces de saltar de un lugar a otro del genoma, e incluso de dejar una copia en el lugar en que estaban, sin que su presencia aporte ningún beneficio ni perjuicio al organismo, si así fuera serían eliminadas por pura selección natural. En el genoma humano hay tan solo un 2% del ADN implicado en la síntesis de proteínas (partes codificantes de los genes, o exones). Todo el resto son relictos de genes que ya no funcionan, los “pseudogenes”, o regiones no codificantes de los genes (intrones), u regiones reguladoras de la expresión de los genes, etc. Hay también, como en muchas otras especies, genes duplicados o familias de genes de funciones relacionadas, como por ejemplo los que determinan los diferentes tipos de proteínas encargadas del transporte de oxígeno, las globinas, o los que expresan los múltiples tipos de proteínas del sistema inmunológico, como las inmunoglobulinas y las proteínas relacionadas con la defensa, con cientos de copias idénticas o con ligereas diferencias, etc. Es curioso constatar como una familia de varios genes, los genes Hom, llamados “homeóticos”, que funcionan al principio del desarrollo para determinar las diferentes partes del organismo en la mosca de la fruta, también están presentes en el genoma humano, el del ratón y la práctica totalidad de los animales. En el genoma humano los genes Hox, que son los equivalentes (ortólogos) a los genes Hom de la Drosophila, aparecen incluso por cuadruplicado, con cuatro familias presentes en diferentes regiones del genoma.
Hay que tener en cuenta que hay muchos factores que pueden explicar las diferencias cuantitativas y cualitativas de los genomas. La rapidez del ciclo biológico determina el número de generaciones transcurridas en cada linaje evolutivo. Parece evidente que a mayor número de generaciones más mutaciones se habrán acumulado. En definitiva, la comparación de los genomas nos dice mucho sobre la historia evolutiva de cada especie, del mismo modo que las series de fósiles de los estratos terrestres superpuestos, nos revelan los sucesivos eslabones de una evolución morfológica.
No sin cierta incertidumbre, es paradójico constatar cómo el ADN de diferentes regiones de los genomas del hombre, el chimpancé y el gorila, son prácticamente idénticas, con una coincidencia de hasta el 98% de su ADN. La mayor parte de los genomas del chimpancé y humano son casi idénticos, si bien, hay al menos un 15% del genoma humano más semejante al del gorila que al del chimpancé y otro 15% de los genomas de estas dos especies más coincidentes entre sí que con respecto al ADN humano. ¿Qué significa todo esto?
Debe tenerse en cuenta que, en el caso de las especies más próximas al hombre, como el chimpancé, el bónobo, el gorila y el orangután, cuya divergencia genómica se estima como máximo en el 4%, ya una diferencia del 1% de los 3.175 millones de pares de bases de ADN, significa alrededor de 31 millones de diferencias puntuales en las bases nucleotídicas. A pesar de que estas diferencias son mayores en las regiones no codificantes que en las de los genes funcionales, más conservados por selección natural, un 2 a 4% de variación en el ADN es suficiente para explicar las diferencias biológicas que apreciamos entre todas estas especies.
Solo un detalle más. Existe evidencia de que el ritmo de las modificaciones en determinadas regiones del genoma humano es más acelerado en la línea evolutiva humana que en la del chimpancé, el gorila y otras especies más o menos próximas. Entre estas regiones de evolución acelerada en el genoma humano se encuentran genes y secuencias de ADN implicadas en funciones tan importantes como la capacidad de comunicación oral, la transmisión de señales nerviosas o las cohesiones intercelulares. La trascendencia de estos cambios es fundamental para entender el grado de especialización evolutiva al que ha llegado nuestra especie y muy particularmente el espectacular desarrollo del cerebro, sustrato material de la inteligencia humana. El genetista sueco Svante Pääbo, Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica de 2018, por su contribución al descubrimiento del genoma de los neandertales y su posible intercambio genético con el Homo sapiens, ha señalado que «el cerebro humano ha acelerado el uso de los genes». Sin embargo, no caigamos en el tópico materialista de que la mente es una emanación del cerebro, como equivocadamente sostienen algunos. Más bien el cerebro es el sustrato necesario para el ejercicio de la racionalidad.
Quedémonos con el detalle de que un pequeño cambio en el genoma puede conferir nuevas capacidades, que en el caso humano se acentúa con la aparición de cualidades inéditas en el conjunto de la naturaleza. Ahí está la racionalidad y el aumento de la capacidad de comunicación entre individuos y generaciones. A diferencia del resto de las especies, en el ser humano a la evolución biológica, explicable a nivel molecular, se añade una evolución cultural, que no se transmite por lo genes, sino por la racionalidad y la capacidad de comunicación oral, artística, científica y tecnológica.