Por César Nombela. Catedrático de la Universidad Complutense, Académico de la RAE de Farmacia. Miembro del Comité de Bioética de España, Miembro de CíViCa - Publicado en la tercera de ABC, ABC.es, el 14 de Marzo de 2012.
LA reciente propuesta de los bioeticistas Giublini y Minerva en la revista británica Journal of Medical Ethics, que justifica el infanticidio en algunos casos, rompe todos los diques de contención de lo que cabía imaginar en relación con las obligaciones del hombre con sus semejantes. Aquí sí que cabe experimentar la sensación que Habermas ha denominado de «vértigo que tenemos cuando el suelo que creíamos seguro se escurre bajo nuestros pies». Sin embargo, no cabe olvidar que el artículo de los referidos autores supone confrontar a muchos de los que justifican el aborto provocado con lo que sería una extensión lógica de sus argumentos.
Por César Nombela. Catedrático de la Universidad Complutense, Académico de la RAE de Farmacia. Miembro del Comité de Bioética de España, Miembro de CíViCa – Publicado en la tercera de ABC, ABC.es, el 14 de Marzo de 2012.
LA reciente propuesta de los bioeticistas Giublini y Minerva en la revista británica Journal of Medical Ethics, que justifica el infanticidio en algunos casos, rompe todos los diques de contención de lo que cabía imaginar en relación con las obligaciones del hombre con sus semejantes. Aquí sí que cabe experimentar la sensación que Habermas ha denominado de «vértigo que tenemos cuando el suelo que creíamos seguro se escurre bajo nuestros pies». Sin embargo, no cabe olvidar que el artículo de los referidos autores supone confrontar a muchos de los que justifican el aborto provocado con lo que sería una extensión lógica de sus argumentos.
El avance en el conocimiento ha sido inseparable de la capacidad del hombre de efectuar juicios de valor sobre sus propias acciones. Se impone por tanto una consideración del hombre en su perspectiva moral. Destello de este avance de la especie humana es la aceptación de los derechos de todos, que culmina en la propuesta del amor al semejante, como expresión de la plenitud de lo humano, que para muchos de nosotros solo puede tener un fundamento en una visión trascendente de la vida del hombre. Con el desarrollo de las ciencias de la vida, el hombre ha podido profundizar en su propia naturaleza biológica, una dimensión fundamental de la existencia de todos nosotros. El valor de cada ser humano, la consideración de los derechos de todos, han llegado a ser algo establecido de lo que no cabe prescindir sin violentar normas.
Pero la libertad del hombre, a la hora de pensar, proponer o actuar, también está presente en todo el recorrido de la Humanidad. Por ello, los avances en la consideración del valor del ser humano nunca han tenido lugar en circunstancias exentas de riesgo. Hace apenas cuatro décadas que comenzó a utilizarse el término bioética, para referirse a las obligaciones del ser humano con el mundo de lo vivo (Potter). Las posibilidades crecientes de la biomedicina y la atención sanitaria al servicio del hombre demandan que la práctica científico-médica se atenga a una forma correcta de obrar; por eso la bioética resulta esencial. Pero el auge de la bioética tiene lugar precisamente cuando algunas tendencias del pensamiento posmoderno postulan la aceptación del fracaso de la razón, de la que se ha de derivar una renuncia al conocimiento de la realidad en sus fundamentos. De ahí la afirmación de que la verdad es enemiga de la democracia (Vattimo), para acabar postulando la filosofía como una interpretación de la época que da forma a un sentir difuso sobre el sentido de la existencia en un cierto mundo histórico.
Admitida la debilidad del pensamiento, se exige que la verdad del hombre haya de someterse a las interpretaciones que cada cual quiera hacer. Paradójicamente, esta situación se da cuando la ciencia positiva puede plantear cada vez más los hechos reales, tal como son, e incluso los alcances de las interpretaciones que quepa darles. Pues bien, la bioética no puede prescindir de la objetividad científica sobre la vida del hombre, aunque el establecer juicios de valor suponga un salto adicional, porque la vida del ser humano, su significación y su valor van más allá de lo que representa su propia naturaleza biológica.
En esta confrontación, es frecuente retorcer el lenguaje, para justificar acciones que atentarían contra la propia naturaleza humana, entendida desde sus fundamentos científicos. Expresiones como «interrupción voluntaria del embarazo», para referirse a la ruptura violenta del proceso de gestación y de comunicación madre-feto, o «vidas que valga la pena ser vividas», atribuyendo a un tercero la decisión de si alguien tiene derecho a vivir, suponen una forma de rebajar el alcance moral de actuaciones que antaño fueron consideradas como atentatorias contra la ética. De ahí que Fukuyama haya alertado contra los bioeticistas sofisticados y sofistas, que consideran que su papel es buscar justificación a cualquier cosa. Diego Gracia admite, de manera muy descarnada, la situación trágica de una ética abocada al conflicto, con frecuencia solo resoluble a través de pactos o componendas.
Sea como sea, la realidad del hombre se nos va a seguir mostrando cada vez de forma más completa gracias a la ciencia. Por mucho que Dennett, admitiendo el valor de la vida de cualquier ser humano adulto, pretenda que la definición de las condiciones de entorno —inicio y final— de la vida se puede acordar de manera convencional. En ese terreno de lo difuso se situaba el contramanifiesto de unos científicos que hace tres años, en España, se opusieron al manifiesto con el que otros científicos nos mostrábamos contrarios a la ley del aborto, hoy vigente. El referido contramanifiesto señalaba que el momento en que puede considerarse humano un ser no puede establecerse mediante criterios científicos…, entra en el ámbito de las creencias ideológicas o religiosas. El problema de planteamientos difusos de este tipo se puso de manifiesto de inmediato, cuando la ministra proponente de la ley afirmó con seguridad —imagino que ante el pasmo de los autores del contramanifiesto— que un feto de trece semanas es un ser vivo, pero no un ser humano, precisamente queriendo apoyarse en la ciencia. No se preocupó la referida ministra de indicar a qué especie podría pertenecer ese ser vivo de trece semanas de gestación, ni de argumentar que ocurría a las diez o las quince semanas.
La fría argumentación de Giublini y Minerva nos confronta a todos con la verdad de lo que se esconde detrás del aborto provocado. Si un feto puede ser eliminado por defectos de salud o incluso por decisión de la madre, que no quiere aceptar los costes psicológicos, económicos o sociales que conlleva su maternidad, lo mismo cabría hacer con el recién nacido. Al fin y al cabo, la propia capacidad de sobrevivir fuera del seno materno la tiene el feto bastante antes del alumbramiento. De ahí, también, que estos autores legitimen el infanticidio en los casos en que los test prenatales fallaron para detectar alteraciones de salud, o, incluso, que piensen que la madre puede estar legitimada para acabar con la vida del recién nacido, cuando sus circunstancias cambiaron tras la etapa en que aceptó proseguir con su embarazo. El lector que aguante la náusea que provoca la lectura del artículo también encontrará apoyo para la tesis del infanticidio si la madre alega graves inconvenientes psicológicos para dar a su hijo en adopción.
En estas circunstancias, cabe esperar el pronto cumplimiento del compromiso ya anunciado por el Gobierno que recientemente ganó las elecciones en España. Al proponer protección de la maternidad, del derecho a la vida del no nacido y de la familia y el cuidado de los hijos menores, suscita la esperanza frente al tenebroso escenario que se deriva cuando se trata de desposeer al ser humano de su propia naturaleza.