No hay fronteras, no hay confines, solo Dios es mi bastión.

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Por Javier Ros Codoñer. Sociólogo. Universidad Católica de Valencia ¨San Vicente Mártir”. Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II Faculta de Teología ¨San Vicente Ferrer”. Valencia 27 de marzo de 2020.

A finales del siglo pasado Rodney Stark publicó un texto muy interesante analizando las claves del desarrollo del primer cristianismo donde aunaba magistralmente los elementos históricos con el análisis sociológico. La obra La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico indagaba las causas que llevaron a la fe cristiana a convertirse en un fenómeno de masas en el Imperio Romano a finales del siglo tercero cuando a principios de ese mismo siglo tan solo era una realidad marginal, numérica y cualitativamente hablando.

El autor norteamericano apuntaba múltiples causas, pero hay una que destacaba entre las demás y que, a fecha de hoy, nos puede llevar a plantearnos la autenticidad de nuestra fe.

A lo largo del siglo tercero fueron varias las epidemias que asolaron Roma, destacando la peste de Cipriano allá por el 250. Atendiendo a las fuentes, Stark describe cómo en medio de la pandemia, los paganos abandonaban a sus enfermos por miedo al contagio, huían a sus villas y sus oraciones a los dioses no surtían efecto. Mientras esto sucedía, los cristianos fueron capaces de permanecer. Permanecieron atendiendo a los infectados, procurándoles cuidados higiénicos básicos y rezando con y por ellos. Esto hizo que las tasas de supervivencia de los enfermos acompañados por el Pueblo de Dios fueran mayores, lo que condujo al posterior crecimiento del cristianismo por simples causas demográficas. A ello se unió la conversión masiva de los paganos, que en una sociedad abierta a la trascendencia, percibieron que ser cristiano suponía un estilo de vida más humano: nuevo en definitiva.

En estos días asistimos a una situación pandémica similar lo que nos abre una oportunidad única para replantearnos cómo cristianos varias cuestiones. Es necesario tener claro que nuestra fe no es una filosofía ni una ideología elaborada por mentes pensantes o fruto de proyecciones más o menos histéricas para alienar y adormecer a las personas. Nuestra fe se ancla en un acontecimiento histórico que se llama Jesús de Nazaret y, por tanto, es un encuentro con el Resucitado. Encuentro del que brota una experiencia capaz de reconfigurar nuestra vida y de generar relaciones sociales siempre nuevas y fecundas. En el mismo sentido, nuestra fe es la experiencia de que Dios actúa en la historia, tanto en la de cada uno como a nivel social. Una historia que se ilumina por la Palabra y una Palabra que se va desarrollando de múltiples modos en la historia. Una historia en la que Dios siempre juega a nuestro favor.

Con este punto de partida, tenemos claro que los acontecimientos no suceden por casualidad, ni son fruto del destino ni, en última instancia, únicamente dependen de las acciones de los hombres. Frente a los ideólogos de la modernidad y la posmodernidad afirmamos con rotundidad que el ser humano no es la medida de todas las cosas y que la realidad no es únicamente un proceso de construcción social. La historia es el lugar donde Dios constantemente habla e interviene en las situaciones concretas de cada hombre, éste actúa con una libertad herida y el mal (si el mal, no digo demonio porque es políticamente incorrecto, incluso a veces para algunos cristianos) nos acecha con sus insidias.

Pero pasemos al meollo del asunto. Creo que debemos abordarlo desde una doble perspectiva: ad intra y ad extra. “Hacia dentro” hemos de cuestionarnos qué nos están queriendo decir todos estos acontecimientos como cristianos, a cada uno personalmente pero también como Pueblo de Dios llamado al amor y la unidad como imagen de la Trinidad. “Hacia fuera” cabe plantearse cómo anunciar el Reino en estas condiciones, cómo ser testigos de esperanza, en expresión de san Juan Pablo II, qué novedad aportamos hoy a nuestros contemporáneos.

Miremos primero en casa. Aunque los templos siguen abiertos y los sacerdotes en activo, nos hemos quedado sin poder asistir presencialmente a la Eucaristía, la Semana Santa va a ser online, no hay catequesis, ni celebraciones de la Palabra ni cabe posibilidad de que se reúnan los grupos de jóvenes, de matrimonios… vamos, que los planes de pastoral han saltado por los aires y comulgar físicamente está en standby. La pregunta fundamental es ¿A mí esto cómo me afecta? Porque si me da igual o no hay un anhelo de la Eucaristía y de la vida comunitaria, debemos plantearnos los motivos de nuestra asistencia regular a todo lo mencionado anteriormente. ¿Realmente tengo una vida de fe por haber tenido un encuentro personal con Cristo? Quizás habrá que ver si nuestra vida parroquial o en los distintos movimientos de la Iglesia responde más bien a la costumbre, a estar con los amigos, a que todo el mundo me valore por ser un buen catequista o cosas por el estilo.

Es momento de escrutar los corazones, de penetrar en el castillo interior en busca del Amado y darnos cuenta, con san Agustín, que tantas veces buscamos fuera a quien está en lo más profundo de nosotros mismos, esa “Hermosura tan antigua y tan nueva”.

Nos hallamos en pleno desierto que, como todo en Cristo, es tremendamente fecundo. Es el tiempo de ahondar en las motivaciones de nuestra fe, de valorar ese tesoro por el cual vale la pena venderlo todo y comprar el campo en el que se esconde. Es tiempo de purificar razones y acciones. No se trata tanto de acudir a diversos actos litúrgicos y pastorales, que en ocasiones se convierten para algunos en auténtico “turismo espiritual”, cuanto de vivirlos en la profundidad que tienen y dejándonos afectar por ellos en nuestra vida. Son días de oración y contemplación de la acción trinitaria en la historia: qué me está diciendo Dios concretamente a mí con este “arresto domiciliario”.

Es necesario también apercibirse de la importancia de la familia como Iglesia doméstica. Es un momento precioso para participar con Dios en la transmisión de la fe a nuestros hijos. La difícil situación es perfecta para que nuestros hijos vean cómo vivimos desde la fe los acontecimientos, cómo somos capaces de vivir en esperanza todo esto. Es una oportunidad de reencontrarnos con la cotidianidad familiar, tan rica en ocasiones educativas y en espacios de intimidad donde abrirnos a la trascendencia desde lo sencillo. Todo ello sin olvidar a tantas familias que están sufriendo por la enfermedad y la pérdida de sus seres queridos o aquellas que, teniendo que ir los padres a trabajar y estando los hijos en casa, están pasando momentos verdaderamente complicados.

La enfermedad y la muerte se hacen presentes más que nunca en esta sociedad que intenta ocultarlas y obviarlas. De hecho, todos estamos recluidos en nuestras casas para no cruzárnoslas por el camino a ser posible. En estos días nuestros mayores se nos hacen presentes pues ante el virus son los más indefensos. Nuestra cercanía, del modo que sea, es imprescindible, es necesaria para confortarlos, pero más importante es nuestra oración por ellos y ayudarles a vivir esta situación como lugar de encuentro con Jesucristo. Al mismo tiempo es una oportunidad para recibir el testimonio de su fe, que tanto nos construye.

En este contexto, la Iglesia militante tiene una oportunidad única de participar de la experiencia de nuestras hermanas, y hermanos, de clausura. Ellos son el corazón de la Iglesia, los que con su constante oración han apoyado y defendido la acción eclesial. Son ellos, en su contemplación del Misterio, quienes alientan y sostienen toda acción eclesial. Pues bien… ahí estamos todos metidos ahora, en ser intercesores, en poner ante las llagas de Cristo el grito de la humanidad entera que en estos momentos clama Tsajená, “tengo sed”.

Es un momento adecuado para plantearnos seriamente como Pueblo de Dios guiado por nuestros pastores, la urgencia de la conversión, la urgencia de ser a lo que estamos llamados: otros cristos. Es urgente tomar conciencia de nuestra identidad cristiana, que no se muda, que no fluye, que no se aggiorna por “lo que se lleva” sino que, arraigada en la luz de “Quien todo lo puede”, es esplendor de la verdad. Urge Cristo. Urge una Iglesia capaz de desligarse de las estructuras del poder temporal para entregarse por la vida del mundo con total libertad y anclada en la verdad. Una Iglesia que en medio de esta crisis está totalmente silenciada en los mass media pero que sigue escuchando y atendiendo al débil y al oprimido y, desde lo oculto, ya trabaja por el hombre de hoy, en ardiente espera para los nuevos desafíos que llegarán, Dios mediante, en unos meses.

Echemos ahora una mirada hacia fuera. Tantas veces hemos descrito a una sociedad cansada, hastiada de tantas experiencias que no la sacian, una sociedad con el consumo de ansiolíticos disparado y con tantas posibilidades de alienación a la carta: el alcohol y la fiesta, los videojuegos, el consumo desenfrenado, las redes sociales, las plataformas de televisión, la pornografía, el mismo trabajo… No cesan de aparecer leyes contra la vida, contra el matrimonio y la familia, no damos abasto para asimilar tantas iniciativas que acechan al hombre. Y ahora, lo que faltaba… el virus y la pandemia… es como un tsunami que arrolla todo. Ante todo esto no son pocos los cristianos y gente de bien en los que amanecen signos de desesperanza y, por qué no decirlo, de repliegue y acomodación al mainstream cultural.

Estamos en un kairós, en un momento propicio. No sé si es la nueva evangelización o la Iglesia en salida, eso da igual, lo importante es desplegar ante el hombre de hoy los bienes del Reino. Sin gritos, sin tumulto, sin esperar reconocimiento alguno sino desde la fidelidad a nuestra identidad ¡Iglesia, sé tú misma!

Como cristianos no podemos esperar a que las estructuras, sean sociales o eclesiales, salgan a solucionar los problemas. Todos y cada uno de los bautizados ejerzamos, desde la comunión en Cristo con los pastores, nuestra responsabilidad ante la gracia bautismal recibida. No es cuestión de llenar templos ni de volver a épocas pasadas con una nostalgia que no siempre nos deja ver los límites de otros momentos de la historia de la Iglesia. Éste es el tiempo que nos ha preparado la Providencia para vivir y nuestra sociedad que se desmorona de puertas para dentro (porque todo el mundo siempre parece que está estupendamente, véanse las redes sociales o la fiesta constante de los fines de semana) necesita espacios de acogida y curación. En palabras del Santo Padre, no podemos balconear.

Ya Benedicto XVI veía el futuro de la Iglesia como un pequeño pueblo, como un pequeño rebaño. Es imprescindible que nuestros pastores sigan atentos a discernir la bondad de esos pequeños lugares de encuentro con la Palabra, tantas veces marginales y escondidos, que nos permiten vivir en profundidad el encuentro con el resucitado en el seno de la comunidad cristiana. Esta es la clave, las minorías creativas como lo fue el cristianismo en sus primeros momentos. El primer cristianismo, como se ha apuntado arriba, fue capaz de dar la vuelta a la cultura pagana, ¡y empezaron Doce!

Es tiempo de vivir con autenticidad nuestra fe, es tiempo de no amilanarse por lo políticamente correcto, es tiempo de anunciar con nuestra vida sin tapujos y ni complejos la Buena Noticia…en nuestros colegios, en nuestras comunidades, en el trabajo, en las conversaciones con amigos y vecinos… Es momento de mostrar la fuerza de Cristo en nuestra debilidad, de hacer patente que por encima de la enfermedad corporal lo que verdaderamente acaba con nosotros es la enfermedad del alma. Es momento de reconocer la imagen de Dios que todo ser humano lleva en su interior, tal y como nos lo están mostrando los médicos, las enfermeras y tantos otros “a pie de obra”. Ese es el lugar del encuentro con el hombre, su ansia profunda de verdad, de amor. Ahí conectamos fácilmente.

La fe, que es la certeza del amor recibido, empuja a la Iglesia a vivir en la esperanza, que es la seguridad del amor que será, del amor que es Dios y nunca falla. En medio de una sociedad tan herida y tan acechada por las insidias del mal, estamos llamados a ser consuelo de todos y posada donde acoger con el aceite del Espíritu Santo y el vino de la Eucaristía a tantos que vagabundean en su existencia. En estos momentos es acuciante ser-para-otro, en medio del dolor físico de tantos, así como en el dolor espiritual que este virus está sacando a la luz en muchos corazones malheridos y con tan pocas defensas espirituales.

Permanecer. Esta es la piedra angular. Guardar el compromiso que Dios tiene con cada uno de nosotros por el Bautismo y la Eucaristía que nos lleva a poder permanecer al lado del que sufre, como ejemplificaba el apunte histórico al inicio de estas líneas. Y permanecer no tanto en “las cosas de Dios”, que tanto pueden ajetrearnos y son importantes, sino permanecer “en Dios” para desde ahí saltar a la misión. Hoy en día, en esta posmodernidad acelerada e hipermutante, la fidelidad, especialmente en las peores situaciones, es un rayo de eternidad en el mundo. Mirando a María constantemente, que siendo experta en humanidad supo permanecer al pie de la cruz.

El anuncio kerigmático fue transformando la vida de las personas, haciendo surgir pequeñas comunidades y creando una cultura de la vida donde, como apunta la Didaché, los cristianos no abortaban, no abandonaban a sus hijos ni a sus enfermos. La Iglesia no es una ONG, va mucho más allá: es poseedora del secreto de la vida eterna y por eso es capaz de cuidar la vida en cualquiera de sus ámbitos y, así, transformar la sociedad. Sobran muchos “tenemos qué” y “debemos hacer” que rozan el pelagianismo pero también sobran otros tantos “Dios lo hará” tangenciales al luteranismo.

En este momento la Iglesia triunfante nos abre una vía de acción concreta frente a estas dos dificultades que en no pocas ocasiones nos acechan “desde dentro” y ante el escenario que se nos pone delante. Nuestros santos, hermanos mayores en la fe, supieron encarnar cada uno en su época el Evangelio, completaron en su generación los sufrimientos de la cruz de Cristo. Como predecesores es importante fijarnos en ellos y, desde su experiencia de la fe encarnada, orientarnos a la acción.

Son muchos, pero en estos momentos de urgencia ante el mundo, me vienen a la mente… la entrega por los últimos de santa Teresa de Calcuta, la fidelidad a la verdad ante el poder de santo Tomás Becket y santo Tomás Moro o el incansable anuncio de la misma por san Juan Pablo II, la educación en piedad y letras de san José de Calasanz o la formación de buenos cristianos y buenos ciudadanos de san Juan Bosco, lo oculto en la misión de santa Teresita del Niño Jesús, la alta dignidad de los pobres que supo reconocer san Vicente de Paúl, la intercesión constante por los demás ante el Padre de san Pío de Pieltricina, la entrega a los enfermos hasta el contagio de san Damián de Molokai, la santificación en el trabajo de san Josemaría Escrivá, el ardiente anuncio de Cristo de san Francisco Javier, el amor a las Escrituras de san Jerónimo, el apasionado amor al Señor de santa Catalina de Siena o santa Teresa de Jesús… son tantos. Si ellos fueron capaces de ser luz en medio de su generación por gracia De Dios y por su sí confiado y total, ¿es que nosotros somos menos cristianos que ellos? Lo recuerdo… eran Doce y “muy humanos”.

En fin… pertrechados con las armas de la luz dispongámonos al combate, al fundamental, al que no es contra la carne ni la sangre. Es momento de estar centrados y eso significa poner el centro en Cristo, no en nosotros mismos. Porque en la medida en que Él sea nuestro centro, cada uno de nosotros podremos entrar en nuestra realidad y desde ahí, injertados en la Vida, servir a los demás dónde, cuándo y cómo sea. No por una Iglesia más grande sino por una Iglesia que sea luz, sal y fermento en estos tiempos de incertidumbre social.