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Por José Luis Velayos, Catedrático Honorario de Anatomía y Neuroanatomía de la Universidad de Navarra. Catedrático Honorario de Neuroanatomía de la USP CEU. Fue Catedrático de Anatomía en la Universidad Autónoma de Madrid. Recibido el 13 de febrero de 2019.

El comienzo de la vida está determinado por la fecundación. El momento de la muerte, también puntual, dentro del proceso de finalización  de la vida, es parte de la biografía del individuo.

En la concepción filosófica clásica, la muerte es la separación del principio vital (alma, psique) y del cuerpo. También se han dado definiciones impersonales: la extinción del sistema individual; o también: la supresión del metabolismo.

El hombre es el animal que conoce que va a morir. Hacia los tres o cuatro años, coincidiendo con  la experiencia de la yoidad, aparece la angustia de la muerte.

La  muerte es inexplicable bajo el punto de vista de la experiencia, pues viviendo,  no es posible tener una noción precisa de lo que pueda ser. Por eso, el miedo a morir es normal: miedo a  si después hay una aniquilación o si  hay un cambio de morada. Como dice Julián Marías, es seguro que vamos a morir y no tenemos seguridad de lo que pasará después. La ciencia no puede demostrar la existencia de otra vida, pero el hombre tiene la intuición de que siempre va a vivir.

Biológicamente, la muerte es la pérdida irreversible del orden orgánico, del funcionamiento del organismo como un todo. Algún órgano u órganos pueden seguir funcionando durante un tiempo (ello hace legítimo el trasplante de órganos en esos momentos), y las células pueden seguir manteniendo temporalmente su funcionamiento; pero desaparece la unidad vital por la que el organismo funciona de forma unitaria.

Las funciones respiratoria, circulatoria y  nerviosa están entrelazadas: el cese de una de ellas determina en breve el acabamiento de las otras dos. El cerebro es el órgano crítico cuyo fallo determina irreversiblemente la muerte, pues su eliminación impide la capacidad de funcionar el organismo como un todo.

Ya no se utilizan los términos de muerte real y muerte aparente. La muerte real se correspondería con el momento en que se produce la terminación de la vida, que no se puede determinar exactamente. La muerte aparente tendría que ver con los signos externos, detectables desde fuera. La muerte clínica sería equivalente a la muerte orgánica.

Desde mediados del siglo XX se habla de muerte cerebral, en la que podría seguir el corazón latiendo y los pulmones respirando (aunque con ayuda), pero el cerebro habría dejado de funcionar.

La corteza cerebral está implicada especialmente en los procesos de consciencia; el electroencefalograma (EEG) revela su actividad eléctrica. En el tronco del encéfalo se encuentran los centros nerviosos cardiorrespiratorios; su destrucción impide el funcionamiento del organismo como un todo;  pero no impide que (aunque por poco tiempo) la corteza cerebral siga funcionando; por eso, un EEG plano (ausencia de actividad eléctrica cortical) no puede constituir criterio suficiente para el diagnóstico preciso de la muerte; se necesitan datos coadyuvantes. (En las intoxicaciones con barbitúricos se observa un silencio electroencefalográfico que puede recuperarse incluso después de muchas horas).

Un individuo muere cuando su cerebro deja de funcionar irreversiblemente, como consecuencia de un fallo cardíaco o respiratorio, o directamente, por fallo cerebral. Lógicamente, hay certeza absoluta de muerte cerebral cuando todo el tejido encefálico está destruido. En las demás situaciones, si el médico hace cuidadosamente las exploraciones pertinentes y tiene en cuenta cada caso, puede llegar a diagnosticar la muerte con suficiente seguridad.

Algunos han ampliado el concepto de muerte cerebral a los anencéfalos. Estos niños presentan un defecto en el cierre de los huesos del cráneo, con exposición al exterior del tejido encefálico. Probablemente integran alguna experiencia subjetiva, como es el dolor. No están muertos.

En el estado vegetativo persistente se mantienen las funciones cardiorrespiratorias, y no hay consciencia.  Estos enfermos no están muertos.

Los dementes graves están inconscientes y conservan el funcionamiento del tronco del encéfalo. Tampoco están muertos.

En los tres casos no se puede hablar de muerte cerebral, pues el tallo cerebral está activo, el organismo funciona como un todo. Se trata de seres humanos, y en consecuencia, respetables.

La vida es agridulce, pues conlleva alegrías, pero también va con sufrimiento, dolor, enfermedades, limitaciones. “Muerte por compasión”, “ayudar a morir”, “vida sin sentido”, “muerte digna” son términos emocionales, no racionales, utilizados para hacer aceptables la eutanasia y el suicidio asistido. Parece como si actualmente, aunque con distinto matiz,  hubiese vuelto la condena a muerte.

Aunque no es estrictamente eutanasia, sí lo parece la actitud de algunos sanitarios de no prestar cuidados ordinarios (y menos, extraordinarios) a los ancianos, por el hecho de ser ancianos (“Vd, es mayor; no merece la pena tratarle u operarle”).

Compadecer es “padecer con” el que sufre. No se da solución a una vida de mala calidad eliminándola, sino mejorándola: con cariño, compañía espiritual, medicamentos, gastando lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste, etc.  El amor al prójimo es ricamente imaginativo. Es la norma del cristiano.