Las causas biológicas y el significado de la muerte en los seres humanos

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09/06/2022
Boletín Extraordinario de CíViCa, Nº 83, 16 de junio de 2022
16/06/2022

Por Nicolás Jouve, catedrático Emérito de Genética, Presidente de CiViCa. Publicado en el libro  «Qué aporta la muerte a la vida. Perspectiva interdisciplinar». Ed. Ideas y Libros Ediciones. Aedos. ISBN 978-84-17892-37-1. Págs. 17-29

La muerte como un proceso

La muerte humana es un proceso por el que la suspensión de las funciones respiratorias y circulatorias conduce a la interrupción irreversible de las funciones del cerebro, incluido el tronco encefálico[1] [2]. Definida así, parece claro que la muerte no es un suceso súbito, no se trata de un evento instantáneo por el que se interrumpen al unísono todas las funciones de nuestras células, tejidos y órganos, sino una cadena de fallos orgánicos que arrastran a otros, hasta que al final deja de funcionar el órgano más importante y rector del funcionamiento biológico del organismo, el cerebro.

El cerebro es el órgano que interrelaciona y controla todas las funciones y actividades de los restantes órganos corporales. Recibe las señales y responde a los estímulos externos e internos del organismo. Pero la pérdida de actividad de las células neuronales no es súbita, sino que lleva un tiempo, razón por la que la exactitud del momento de la muerte cerebral ha suscitado cierta controversia. De hecho, es posible el mantenimiento artificial de un cuerpo después de haber diagnosticado la llamada insuficiencia cerebral total. Así, lo entiende el neurólogo Alan Shewmon, de la Universidad de California en Los Ángeles, quien ha cuestionado que el fallo cerebral sea suficiente para determinar la muerte humana. Shewmon cita 175 casos de pacientes que habían sufrido muerte cerebral pero que sobrevivieron contra todo pronóstico, llegando algunos de ellos a sobrevivir excepcionalmente por más de un año[3] [4].

Esto ha supuesto la distinción entre insuficiencia cerebral y muerte cerebral crónica. Esta corresponde al caso de un paciente que sigue existiendo en un estado vegetativo permanente, normalmente con la ayuda de los médicos que mantienen al organismo vivo con el apoyo de medios artificiales. No se tratarían de muerte cerebral los casos de supervivencia a lesiones cerebrales importantes, fisiológicas o accidentales, que tras un período más o menos largo llegaran a recuperarse, con o sin ayuda de la UCI. Estaríamos ante una insuficiencia cerebral, de la que seguramente van a quedar secuelas y discapacidades físicas y mentales, más o menos graves, que determinarán un cambio importante en la vida de las personas.

Sin embargo, se considera la muerte cerebral como el criterio que define la muerte clínica.

Envejecimiento, genes y longevidad

Los avances en las investigaciones biomédicas y la enorme cantidad de recursos farmacológicos y clínicos desarrollados, junto a los conocimientos adquiridos acerca de las causas de las enfermedades, han permitido reducir la tasa de mortalidad en las primeras fases de la vida y posponer su final de forma espectacular en el último siglo. A principios del siglo XX la esperanza de vida era unos 25 años menor de lo que es ahora. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, entre 2015 y 2050, la proporción de la población mundial con más de 60 años pasará de 900 millones a 2000 millones, lo que representa un aumento del 12 al 22%. Hoy, en los países más desarrollados, gran parte de la población llega a los 80 años y muchas personas los superan. Estos datos han llevado a muchos a creer que aún no se ha llegado al techo en nuestra esperanza de vida. Incluso, los llamados transhumanistas que sueñan con la inmortalidad. ¿Es ello posible?, ¿qué factores influyen en la prolongación de la vida?, ¿cuáles son las causas del envejecimiento?

En lo que sigue trataremos de dar respuesta a estas cuestiones dejando claro desde el principio que somos seres mortales, y que, al igual que todos los animales nuestro sistema biológico tiene unos límites determinados por factores genéticos y ambientales de los que depende el funcionamiento de nuestras células.

Tras el desarrollo embrionario y durante la histogénesis y organogénesis embrionaria y fetal, las células de los mamíferos se llegan a diferenciar en más de 200 tejidos distintos que contribuyen a formar unos 21 órganos, cuya actividad coordinada hace posible el mantenimiento de la vida. La diferenciación celular y el funcionamiento de los distintos tipos de tejidos y órganos es finito y dependiente de complejos mecanismos moleculares y genéticos. La vida de los animales es más o menos larga, pero al final el deterioro celular conduce inexorablemente al envejecimiento y como consecuencia del deterioro sobreviene la muerte. Siendo seres mortales, en el conjunto de la naturaleza el ser humano posee una esperanza de vida raramente superada por otros animales[5].

De acuerdo con los avances en Biología Celular y en Genética del Desarrollo, hoy sabemos que el desarrollo embrionario y fetal es un proceso extraordinariamente organizado gracias a una regulación genética en espacio y tiempo, de modo que la diferenciación de los distintos tipos de células se debe a la expresión diferencial de una parte del genoma en cada una de ellas. Todas las decisiones que explican las distintas fases por las que va atravesando el desarrollo obedecen al cumplimiento de la información genética constituida tras la fecundación[6]. La vida celular depende de la información genética contenida en su ADN, que debe ser replicada con fidelidad en cada división celular y sometida a unos controles de expresión genética adecuada al momento y con el nivel requerido para ejercer las funciones que le son requeridas de acuerdo con su especialidad. En cada célula se activan los genes que determinan su papel funcional en el lugar y momento en que han de hacerlo. A su vez, la expresión de los genes está sometida a señales provenientes de otras células y es muy dependiente de factores externos e internos, moleculares y ambientales. El funcionamiento adecuado de nuestras células depende de un suministro equilibrado de oxígeno y nutrientes. Los genes determinan la síntesis de las proteínas que participan en los procesos metabólicos específicos de cada célula. Cuando fallan los controles de expresión se activan o se silencian genes que no han de hacerlo, o se alteran por mutación sin que sus funciones puedan ser asumidas por otros genes, sobreviene un deterioro que antes o después tendrá consecuencias para el funcionamiento del órgano de que forman parte y a la larga de la vida del organismo.

Aunque existen mecanismos muy eficaces de reparación, los genes pueden sufrir mutaciones no reparadas que alteren la síntesis de las proteínas necesarias para una función determinada o sufrir modificaciones en su expresión en el momento y nivel adecuados. Además, las proteínas de las que depende el metabolismo celular pueden sufrir modificaciones por la presencia de radicales libres, lo que puede conducir al deterioro de membranas, orgánulos y otras subestructuras celulares. Por otro lado, la maquinaria molecular que hace posible la fiel replicación del ADN en cada división celular no es perfecta, por lo que tarde o temprano surgen errores que pueden alterar el ciclo de división celular.

Cuando se alteran las funciones, la muerte celular o “apoptosis” puede ser una solución, pero también un problema. Tras la muerte celular cesarán los riesgos de incrementar su proliferación y por tanto el riesgo de la generación de un tumor. Pero la muerte celular determina la pérdida de la función para la que estaba destinada, lo que determina un deterioro del tejido u órgano de que forma parte.

La Medicina puede solucionar muchos de los problemas puntuales de salud, pero, ante la pérdida de la funcionalidad de un órgano importante por fallos en las células que lo integran o una metástasis que lo invade, llega un momento en que no es posible la recuperación y sobreviene la muerte.

De acuerdo con una teoría del Profesor de Anatomía Leonard Hayflick, de la Universidad de California en San Francisco, las células suelen experimentar un número determinado de divisiones, superado el cual dejan de hacerlo[7]. De este modo, el llamado “límite de Hayflick”, explica el fenómeno del envejecimiento celular y al mismo tiempo supone el derrumbamiento de la visión utópica de quienes proponen el alargamiento sin límite de la esperanza de vida de los seres humanos.

En 2009 se concedió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina conjuntamente a los Dres. Elizabeth Blackburn, Carol Greider y Jack Szostak por el descubrimiento de un importante factor del que depende el mantenimiento de la potencialidad de división celular. Estos investigadores descubrieron que los cromosomas, portadores de los genes, están protegidos por los “telómeros”, unas secuencias cortas de ADN repetidas en tándem que se localizan en sus extremos, sobre los que actúa la enzima telomerasa[8]. Se trata de un mecanismo fundamental que ha agregado una nueva dimensión a nuestra comprensión del comportamiento celular y del que se han arrojado nuevos conocimientos sobre los mecanismos que intervienen en las enfermedades y sus posibles nuevas terapias.

La Dra. María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), y coautora del libro Morir joven, a los 140[9], ha estudiado el efecto sobre el envejecimiento celular de los telómeros. Estos capuchones moleculares de ADN dotan a los cromosomas de una adecuada replicación y estabilidad y son necesarios para mantener el nivel proliferativo de las células. Sin embargo, las copias de la secuencia repetida se van reduciendo en número a medida que las células se dividen. Esta pérdida, junto a las deficiencias de la enzima telomerasa acompañan al proceso de envejecimiento. Además, cuando el acortamiento llega a un límite determinado se produce una inestabilidad cromosómica que puede generar un cáncer[10].

El conocimiento de estos hechos ha conducido al convencimiento de una relación entre factores genéticos, longevidad y en último extremo la muerte. Sabemos que el envejecimiento se retrasa en determinadas personas que parecen gozar de un grado mayor de supervivencia a muchas de las alteraciones que lo acompañan. En esta propiedad, además de los telómeros, podrían estar implicados genes concretos, cuyas mutaciones podrían determinar un grado mayor o menor de estabilidad celular. De hecho, el estudio de la base genética de la longevidad fue uno de los objetivos que motivaron el Proyecto Genoma Humano.

La primera evidencia de la influencia de los genes en la longevidad se tuvo en 1998, tras la secuenciación del genoma completo de un pequeño gusano nematodo, denominado Caenorhabditis elegans. Las biólogas Cynthia Kenyon y Julie Pinkston, de la Universidad de California, descubrieron que un cambio en un solo gen, llamado daf-2, conducía a la duplicación de la longevidad de los gusanos que la poseían, cuya vida media es de unas tres semanas[11]. Este descubrimiento fue confirmado posteriormente en organismos superiores, como en el ratón, lo que implica su presencia potencial en los restantes mamíferos y por tanto en el hombre.

En efecto, en los seres humanos se han encontrado alelos de determinados genes y variaciones en regiones del genoma relacionados con la longevidad. Así, unas variantes alélicas el gen FOXO3A, un gen semejante al daf de Caenorhabditis elegans, se presentan con mayor frecuencia en el genoma individual de personas centenarias[12]. En otra investigación, la Dra. Paola Sebastiani, de la Universidad de Boston, llevó a cabo el estudio comparativo de muestras de ADN de personas centenarias y no centenarias basado en el análisis de unos 150 SNPs[13]. A partir de los resultados, que diferenciaban significativamente los genomas de ambas muestras de población, ha desarrollado un modelo de predicción de la longevidad[14]. Los dos grupos de población no se diferenciaban en otras variantes genéticas asociadas con enfermedades por lo que el carácter longevo o no longevo investigado se podía atribuir a genes específicos implicados en la longevidad.

Estas y otras investigaciones han llevado a la conclusión de que, en el ser humano, al igual que en los restantes animales, existen variantes de determinados genes que pueden influir en la prolongación de la vida, probablemente de forma indirecta a través de un retraso del envejecimiento por su participación en mecanismos de reparación de los sistemas de los que depende la estabilidad del ADN o los ritmos del ciclo celular.

Al sopesar todos los elementos, que intervienen en el envejecimiento y como consecuencia la longevidad y en última instancia la muerte, se concluye que, como en tantas otras manifestaciones fenotípicas humanas intervienen dos tipos de factores, uno genético, que podría representar no más del 20%, determinado por las variaciones de genes concretos y la longitud de los telómeros, y otro ambiental, que constituiría el 80% restante.

Dado que el componente hereditario se reduce al 20% de los factores de envejecimiento, está claro que para prolongar la vida, la receta es cuidar los factores ambientales de los que depende la salud de nuestras células. Es decir, promover una buena alimentación, ejercicio físico y buenos hábitos de vida, y evitar todo aquello que pueda alterar el funcionamiento celular e interferir en su aparato genético, como el sedentarismo, las drogas, el alcohol, el tabaco, etc.

La muerte frente a la ensoñación de la inmortalidad

A pesar de todo lo señalado, la prolongación de la vida está entre las propuestas del movimiento pseudocientífico del “transhumanismo”.

El transhumanismo, es una corriente surgida en las últimas décadas como consecuencia de los avances tecnológicos en nanotecnología, biotecnología, ciencias de la información y ciencias del conocimiento o neurociencias -NBIC-, que entre sus objetivos pretende la prolongación de la vida hasta los 200, 300 o más años. El sueco Nick Bostrom, catedrático de Filosofía de la Universidad de Oxford, fundador y director de la World Trasnshumanists Association, define el transhumanismo como: «Un movimiento cultural, intelectual y científico que afirma la deuda moral para mejorar las capacidades físicas e intelectuales de la especie humana, y para aplicar al hombre las nuevas tecnologías que puedan eliminar los aspectos indeseados y no necesarios de la condición humana: el sufrimiento, las enfermedades, la vejez e incluso su condición mortal»[15].

El deseo de inmortalidad es probablemente tan antiguo como la misma conciencia de la muerte a lo largo de la historia de la humanidad. Ahora, con la llegada de los extraordinarios avances tecnológicos de los últimos años, se ha despertado un tecnoptimismo desmesurado de que ello es posible. Los transhumanistas han convertido la prolongación de la vida en un objetivo prioritario.

Esto, aparte del escepticismo que suscita, plantea de entrada una serie de interrogantes cuya respuesta es difícil de conciliar con los conocimientos actuales y en la sociedad en que vivimos: ¿es concebible un mundo en que los humanos prolongasen indefinidamente sus vidas?, ¿es posible una longevidad en estado juvenil?, y ante los problemas demográficos que se generarían, ¿es concebible un mejoramiento de la especie a base de un número limitado de humanos cada vez más longevos?, ¿qué sería mejor, que algunos vivan más o que todos vivan por el tiempo que su naturaleza les permita?

Los transhumanistas creen en el alargamiento de la vida y no tienen en consideración el principio de justicia que daría las mismas oportunidades a todas las personas. De hecho, ya han surgido proyectos e investigaciones con este fin. Así, el gerontólogo y transhumanista inglés Aubrey de Grey, que desarrolla su actividad en el Departamento de Genética de la Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, dirige un proyecto denominado Senescencia Negligible Ingenierizada que pretende prolongar la vida de forma indefinida. Sus objetivos consisten en lograr una longevidad por años sin término, a base de aplicar una serie de métodos para la reparación de las células y los tejidos humanos. De Grey parte de un convencimiento básicamente reduccionista y materialista, el de que el “hombre es un compuesto químico” y que el envejecimiento es el resultado de una autointoxicación, por lo que cree que una reparación de los daños moleculares y celulares que se van acumulando a lo largo de la vida permitirán alargarla de forma indefinida[16]. Para conseguirlo propone una serie de acciones entre las que se encuentran evitar la pérdida celular, aumentar la resistencia a la muerte celular, evitar el exceso de la proliferación de las células, eliminar los desechos intracelulares e intercelulares, reducir la rigidez de los tejidos y eludir el deterioro de las mitocondrias. Sin duda, muchos de estos factores son determinantes del envejecimiento, pero, a diferencia de las plantas, los animales estamos constituidos por sistemas cerrados, caducos y mortales cuya complejidad supera todas las acciones que se quieran hacer en la línea de evitar indefinidamente el deterioro de sus células, tejidos y órganos. Se podrá actuar para algunos de esos factores, pero dada la diversidad, complejidad e interactividad del conjunto de las actividades de todos los componentes del organismo, lo que en una dirección se haga podrá tener consecuencias en el equilibrio fisiológico y funcional del conjunto del organismo.

Significado biológico de la muerte. La herencia genética y la herencia cultural

Otro elemento a tener en cuenta en una reflexión sobre la muerte en una especie como la humana, es que, si bien comparte características biológicas comunes con el resto de las criaturas, se ha de tener en cuenta la racionalidad.

Con la muerte se cierra el ciclo vital de un ser humano, aquél que comenzó con la fecundación de un óvulo por un espermatozoide. Se habrá cumplido el programa biológico determinado por la identidad genética que se constituyó entonces y quedará suspendido todo el potencial genético del que dependían las capacidades vitales y reproductivas de cada ser humano. Al fallecer finaliza el ciclo de la vida en su la materialidad biológica. Solo los genes que se hayan transmitido a los hijos gozarán de una cierta continuidad y permanecerán como un reflejo de sus ancestros en las generaciones posteriores. Al mismo tiempo, cada vida humana dejará un legado cultural y afectivo, que permanecerá en la memoria de las personas con las que convivió, se relacionó y en las que influyó. He aquí la gran diferencia entre la muerte humana y la de las restantes criaturas de la naturaleza. Analicemos la muerte desde la doble perspectiva biológica y cultural.

Los seres vivos pluricelulares con reproducción sexual tienen en común su origen individual. Tras la fusión de unas células gaméticas, un óvulo materno y un espermatozoide paterno surge una célula totipotente, a la que llamamos cigoto, que es la madre de todas las células del organismo. Este se edificará a partir del cigoto siguiendo una cadena de divisiones celulares que se prolonga a lo largo de la vida.

La muerte biológica supone el final de la cadena de divisiones celulares y tras el fallecimiento todas nuestras células cesan en sus funciones. Sin embargo, en el hombre, como en las restantes criaturas pluricelulares con reproducción sexual, no todas las células habrán acabado en el marco vital que va desde la fecundación a la muerte. Si tenemos descendientes es porque un tejido de los dos centenares que constituyen nuestro organismo, es capaz de generar unas células especiales destinadas a ser transmisoras de vida y trasladar parte de nuestra información genética a nuestros descendientes. Se trata del “tejido germinal” en los que se producen los gametos. Al menos una de nuestras células por cada uno de nuestros hijos se habrá librado de nuestra muerte y sobrevivirá a la extinción del resto de nuestro organismo. Al final del siglo XIX el citólogo alemán August Weismann (1834-1914) emitió la idea de la inmortalidad del plasma germinal, o “teoría del plasma germinal”. En los seres con reproducción sexual hay una parte del organismo que constituye el “soma” y limita su vida al marco vital, y un tejido “germinal”, que es el encargado de producir las células reproductoras que determinan la continuidad de generación en generación. Gracias a las células germinales hay una cadena de prolongación celular que se perpetúa de forma inmortal.

El sentido biológico de esta división de tareas entre el “soma”, constituido por cientos de tejidos y el “tejido germinal”, que es único, es claro. Si solo unas pocas células, de entre los óvulos y espermatozoides producidos por el tejido germinal, sobreviven y gozan de una aparente inmortalidad es porque al tiempo que se constituyen se genera diversidad. Las gametogénesis femenina y masculina suponen la constitución de combinaciones nuevas de genes por el barajeo de los alelos paternos y maternos[17]. Es decir, se produce una diversidad que contribuye a la variación necesaria para la supervivencia de la especie frente a los cambios del ambiente, de acuerdo con la teoría de la selección natural[18]. Sin embargo, una vez constituido un individuo, todas las células del soma, mantienen invariable la información del cigoto a lo largo de la vida, salvo las mutaciones locales que ocasionalmente se pudieran producir[19]. La multiplicación de las células somáticas sin variación es necesaria para atender las funciones de los diferentes tejidos que constituyen el organismo.

Sin embargo, la invariabilidad en las células germinales haría insostenible el mantenimiento de la vida a lo largo de las generaciones. El soma requiere estabilidad e invariabilidad, mientras que la línea germinal proporciona la variabilidad necesaria para la adaptación frente a los cambios y las agresiones ambientales.

Por tanto, en lo biológico cada vida es un suceso particular que afecta a cada individuo por separado, pero que lo relaciona con otros a través de unas células gaméticas iniciales, el óvulo y el espermatozoide que aportan la información y que proceden de otros individuos de la misma especie. Estos, a su vez proceden de la unión de óvulos y espermatozoides de otros, y estos de otros anteriores, lo que hace que toda la humanidad comparta dentro de una gran diversidad, un acervo genético común, el genoma propio de nuestra especie, el Homo sapiens. Nuestras diferencias biológicas se deben a la identidad genética de cada uno, que se configura en el comienzo de cada vida individual, tras la fecundación.

Pero el ser humano es mucho más que un cuerpo material, es una realidad personal, que transita su andadura vital desde la concepción hasta la muerte, por lo que interesa atender al significado cultural de la muerte de cada persona.

Suele tenerse como una definición clásica del término persona la del filósofo romano Boecio (480-525): «sustancia individual de naturaleza racional». A diferencia del resto de los seres vivos, el ser humano se caracteriza por estar dotado de una realidad indisoluble de cuerpo y alma. En la concepción antropológica cristiana, el cuerpo existe en cuanto unido al alma. Tras la muerte, el alma inmortal se mantiene y sobrevive, por lo que el concepto de muerte solo se refiere al cuerpo, que tras el óbito se irá descomponiendo hasta convertirse en polvo.

Para entender mejor el significado cultural de la muerte humana debemos referirnos a lo que hace diferente al hombre del resto de seres de la naturaleza. En la evolución humana hay un proceso exclusivo, la “humanización”. A diferencia de los restantes homínidos y del resto de las criaturas, el hombre adquiere una racionalidad que le hace dominador del ambiente con el que se relaciona. Además, adquiere la conciencia de su existencia y de la muerte que inexorablemente le espera. El ser humano no solo vive entre los seres mortales, siendo el mismo un ser mortal y necesitado de recursos para su supervivencia, sino que siente que vive y que su vida acabará en un momento dado. La muerte del cuerpo es común a todos los seres vivos, pero la conciencia del hecho de morir sitúa al hombre en una posición distinta al resto de las criaturas vivientes.

El hombre sabe que es mortal. Es consciente de que la muerte solo es el final de la vida corporal, pero, al margen de la concepción religiosa de cada persona, tiene un sentido de la trascendencia, una conciencia de que, tras la muerte, su alma perdurará y su memoria se perpetuará en este mundo en las personas con las que se relacionó, que guardarán el recuerdo de su vida. Este pensamiento de trascendencia tanto en este como en el otro mundo condiciona la vida de todo hombre y le hace pensar en el sentido de la vida y de la muerte.

Sabemos que los grandes simios, y cualquier otro animal tienen determinada su conducta por el instinto de supervivencia, que hace que, ante los mismos estímulos respondan de forma automática y genéticamente determinada, como consecuencia de largos procesos de evolución por selección natural. Independientemente de su posición filogenética, lo que domina en el comportamiento animal será aquello que biológicamente le reporte un mayor beneficio. El ejemplo más claro lo suponen las conductas sexuales o la depredación, necesarias para la reproducción y la alimentación, regidas muchas veces por comportamientos agresivos o violentos. Por el contrario, cada ser humano se edifica sobre la base de su doble dimensión biológica y espiritual.

La dimensión biológica, como en el resto de las criaturas vivientes se rige por la herencia genética recibida de sus padres. Cada persona posee una “identidad genética”, que corresponde al conjunto de genes de cada individuo. Pero sobre la “identidad genética” se construye, al margen de los genes, una “identidad personal”. Se trata de la personalidad, una dimensión que se forja de acuerdo con la racionalidad y voluntad que libremente modela y conforma el modo en que cada persona se conduce en la vida. Al final de la vida, cada individuo dejará tras su muerte el legado de su identidad personal. La bondad, solidaridad, generosidad, humildad, altruismo, honestidad, etc. o sus manifestaciones contrarias, constituirán el poso de los recuerdos que tras de sí dejará cada persona tras su muerte. Un legado inmaterial de su pasado.

El genetista americano de origen ucraniano Theodosius Dobzhansky (1900–1975), estudió el tema de la diversidad y la evolución humana y en su obra Mankind Evolving, publicada en 1962[20], señaló los factores exclusivos antropológicos y sociológicos determinantes de la evolución humana. De acuerdo con este autor, a la evolución biológica se le añade un proceso único y singular en el ser humano, que es la “evolución cultural”. En un ensayo sobre las peculiaridades de la evolución humana señala que: «La especie humana ha evolucionado de un modo único para componérselas con el ambiente. Este modo es la cultura. La cultura no se transmite de generación en generación, por medio de los genes, aunque esa sea la forma en que se transmite su base biológica»[21]. El hombre destaca por su dominio de la naturaleza y por la capacidad de relacionarse y comunicarse con los demás con sus actos y por medio del lenguaje. Esto ha hecho posible la evolución cultural, con la transmisión de la filosofía, el arte, la ciencia y la tecnología.

De modo que los humanos no estamos ceñidos a un ciclo inexorable de nacimiento-vida-reproducción-muerte, no nos limitamos solo a dejar descendientes y transmitir genes, tras lo cual desaparece nuestra misión en este mundo. Al morir, cada persona deja un legado a sus seres más próximos y a la sociedad en los ambientes en que se desenvolvió. El conocimiento adquirido y todas las obras y manifestaciones de lo que cada persona hizo mientras vivió se traduce en su legado cultural, una herencia que deja a las siguientes generaciones al margen de sus genes. El espíritu que anima en cada persona está presente en todo lo que hace y es lo que determina su forma particular de vivir. Si como sostiene la tradición judeocristiana el hombre es el fruto del deseo de Dios de crear una criatura a su imagen y semejanza, esta habría de poseer un espíritu que le permitiera imponer las acciones razonadas y bondadosas a las meramente instintivas y negativas. Para San Pablo: «el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5, 16–25).

Nicolás Jouve de la Barreda
Nicolás Jouve de la Barreda
Catedrático Emérito de Genética de la Universidad de Alcalá. Presidente de CiViCa.