La profesión médica, el respeto a la vida y el cuidado de la salud

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Por Nicolás Jouve, Catedrático Emérito de Genética y Presidente de CíViCa. Miembro del Comité de Bioética de España. Publicado en Actuall el 6 de septiembre de 2021.

El diccionario de la RAE define la deontología como la “parte de la ética que trata de los deberes que rigen una actividad profesional”, y el vigente Código de Deontología Médica de la Organización Médica Colegial española de 2011 nos recuerda, ya desde el segundo artículo, que “los preceptos que contiene obligan a todos los médicos en el ejercicio de su profesión”, y en el quinto que “la dignidad de la persona y el cuidado de la salud del individuo y de la comunidad son los deberes primordiales del médico”.  Se resume una tradición de la profesión médica, que ya se plasmaba en el Código hipocrático en la antigua Grecia, mantenido en el Juramento tradicional, al señalar que el médico se ha de ocupar del “régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero absteniéndose de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar”.

Más explícito es el artículo séptimo del Código de deontología médica español que define lo que es un “acto médico”, del que dice es «toda actividad lícita, desarrollada por un profesional médico, legítimamente capacitado, sea en su aspecto asistencial, docente, investigador, pericial u otros, orientado a la curación de una enfermedad, al alivio de un padecimiento o a la promoción integral de la salud«.

Como “actos médicos” caben por tanto todas las acciones que tratan de brindar un beneficio para los pacientes, pero no lo que suponga un perjuicio o daño para la salud. Además de la finalidad de la curación, alivio, prevención o promoción de la salud, los actos propios de los profesionales de la Medicina deben ajustarse a la lex artis, que según Sentencia de Tribunal Supremo de 23 de mayo de 2006 con refer3encia a la Medicina, comporta no sólo el cumplimiento formal y protocolario de las técnicas previstas, aceptadas generalmente por la ciencia médica y adecuadas a una buena praxis, sino que se realicen con el cuidado y la precisión exigible de acuerdo con las circunstancias y los riesgos inherentes a cada intervención según su naturaleza.

El Comité de Bioética de España ha emitido recientemente dos informes, que tratan de aclarar lo sustancial en relación con la eutanasia y la objeción de conciencia. Se trata de unos informes extensos y muy bien documentados en todos los aspectos científicos, éticos y jurídicos, no requeridos por el Gobierno, a pesar del papel del CBE como órgano consultor para asuntos de esta índole de acuerdo con la Ley de Investigaciones Biomédicas de 2007. Además de muchas otras consideraciones y de desbrozar las deficiencias de la nueva Ley Orgánica Reguladora de la Eutanasia (Ley Orgánica 3/2021), destaca el hecho fundamental de que la eutanasia no encaja entre los deberes profesionales de los médicos, simplemente por no tratarse de un acto médico. Y esto es así, porque la eutanasia y el suicidio asistido ahora legalizados, son justamente lo contrario a la curación, alivio, prevención o promoción de la salud. Se trata de una Ley no demandada, innecesaria y extraordinaria en el conjunto del panorama internacional. Para mayor abundamiento ahí está el artículo 36 del Código deontológico que, entre otras cosas señala que «El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste». Además, la aprobación de esta ley supone un obstáculo para algo mucho más demandado y prioritario en el panorama de la salud pública española, el desarrollo y la implantación de unos cuidados paliativos, en lo que España es muy deficitaria.

La Bioética es un campo multidisciplinar que nació en los años setenta para el estudio sistemático de la conducta humana en el ámbito de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta requiere de unos valores y principios morales. ¿Y qué valores han de atenderse que sean superiores a la dignidad y la propia vida de las personas? Evidentemente no el pretendido e inexistente derecho a la muerte.

Como señalaba hace poco el Prof. Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho de la URJC en una entrevista «Si hay un derecho a morir, habría un deber de matar por parte del médico, y esa contraposición entre derecho y deber, además de romper todos los principios de nuestra civilización europea …no encaja en nuestra Constitución». En efecto, de acuerdo con el artículo 15 de la Constitución Española, la vida misma es el presupuesto elemental e indispensable de todo derecho.

Es evidente que matar no es curar, ni aliviar. Matar es un recurso fácil y además barato. Pero, lo que no se puede decir es que es ético. ¿A qué grado de desprecio al valor y la dignidad se ha de llegar para admitir esta práctica que no supone una alternativa a nada peor? Pues la muerte es algo consustancial con todos los seres humanos. Algo que nos ha de suceder por nuestra condición de seres mortales y que por tanto no puede tratarse de un derecho. Es paradójico que quienes defienden la eutanasia rechazan la pena de muerte,, con razón en este caso al  bastar una pena de privación de libertad.

Y llegados a este punto, parece obvio que si la eutanasia y el suicidio asistido no son actos médicos, tampoco lo son el aborto, convertido en un derecho tras la ley española de Educación sexual e interrupción voluntaria del embarazo de 2010, ni los preceptos legales que aceptan la utilización, selección, eliminación o instrumentalización de los embriones humanos procedentes de las técnicas de fecundación in vitro, regulados por las leyes de Reproducción Humana Asistida de 2006 y de Investigaciones Biomédicas de 2007. Por cierto, estas dos leyes están deslegitimadas desde la sentencia de Tribunal Europeo de justicia de Luxemburgo, que, en octubre de 2011, sentenció en el caso Green Peace vs Bristle, que los embriones no deben ser utilizados como material de investigación ni sujetos a la obtención de patentes, por razones de moralidad y orden público.

Doy por hecho que a estas alturas de los avances del conocimiento científico sobre el inicio y el desarrollo de la vida humana nadie puede cuestionar que la vida es un hecho biológico. No valen los eufemismos, ni las falsas definiciones, ni las ideologías que relativizan el valor de la vida humana. El dato científico que importa es que hay vida humana desde la fecundación, cuando se establece el cigoto, una célula inicial totipotente que supone la primera realidad corporal humana, con una identidad y singularidad genética de la que depende su desarrollo inmediato en las fases embrionaria y fetal. Tras la formación del cigoto la vida transcurre sin solución de continuidad hasta la muerte. Si hoy, tras el conocimiento del genoma humano es posible diagnosticar en el ADN de una célula embrionaria o fetal, la presencia de una mutación responsable de una posible patología, lo es precisamente porque toda la información adquirida tras la fusión de los gametos se mantiene de por vida en todas las células humanas. Pero, si bien se puede detectar por diagnóstico genético preimplantatorio o prenatal una posible alteración genética, el descarte de los embriones o la eliminación del no nacido, en función de sus resultados, además de ser actos contrarios a la vida, no están exentos de errores (falsos positivos o negativos, mosaicismos, etc.), ni, en muchos casos señalan el grado de expresividad de la patología o anomalía que se supone detectan. Pero, sobre todo, como bien defendió la AEBI (Asociación Española de Bioética y Ética Médica) tras la aprobación de la ley del aborto en 2010, «no corresponde a la Medicina, decidir qué es la vida humana ni el nivel de calidad de vida que es necesario alcanzar para poder conservarla» y al recordar que el Código de Ética y Deontología Médica en vigor afirma que «al ser humano embrio-fetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas» que a los demás pacientes.

Hago aquí un inciso para recordar que la defensa de la dignidad y de la vida humana se puede hacer perfectamente desde presupuestos científicos y antropológicos basados en la dignidad e igualdad de todos los seres humanos. Y por supuesto también por motivos religiosos. A este respecto cabe recordar los continuos escritos, documentos y llamamientos del Magisterio de la Iglesia Católica, que en sus instrucciones Donum Vitae (1987) y Dignitas personae (2008), por citar los más recientes, nos recuerdan que ya el embrión humano posee dignidad de persona humana. Por citar lo más reciente así se pronuncia el papa Francisco en su última encíclica Fratelli tutti, de octubre de 2020 «no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—».

Dicho todo lo anterior, las leyes desarrolladas en España que afectan a la utilización y selección de los embriones (2006, 2007), el aborto (2010) y la eutanasia (2021), no reconocen el valor de la vida en todas las etapas del ciclo biológico ni responden a las condiciones de respeto al valor supremo de la vida en cualquier circunstancia, que es el principal objetivo de la Bioética, ni por tanto a los deberes deontológicos de los médicos, quienes se supone tienen el deber de atender la salud.

Como consecuencia se puede afirmar que las leyes que atentan contra la vida humana, siendo legales no son justas, ni por tanto legítimas, pues no contemplan la lex artis de los médicos, ni responden a los objetivos de la curación, alivio, prevención o promoción de la salud. Ante estas leyes cabe perfectamente la objeción de conciencia tanto de los médicos como de las instituciones de salud que defiendan en su ideario el respeto a la dignidad y la vida humana.

Nicolás Jouve de la Barreda
Nicolás Jouve de la Barreda
Catedrático Emérito de Genética de la Universidad de Alcalá. Presidente de CiViCa.