Aborto, eutanasia, suicidio asistido… ¿Quién da más?

Máster en Bioética de la Fundación Jérôme Lejeune En colaboración con Universidad Francisco de Vitoria
09/10/2020
La Declaración de Great Barrington
12/10/2020

Por Nicolás Jouve, Catedrático Emérito de Genética. Presidente de CíViCa. Vocal del Comité de Bioética de España. Publicado en Actuall el 9 de octubre de 2020. (Imagen referencial / PIxabay.)

Es increíble, creíamos haberlo visto todo por parte de quienes tienen responsabilidades políticas en España, pero lejos de ello, en este año en que coincide la peor pandemia de los últimos siglos con la celebración del 25 aniversario de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II en defensa de la “cultura de la vida” y de la moral inspiradas en el humanismo cristiano, se insiste desde los sectores ideológicos de la progresía en la “cultura de la muerte”. Cosas del relativismo reinante de los tiempos contemporáneos.

El caso es que a la par de otros acontecimientos políticos y sociales más acuciantes, se trata de aprobar aprisa y corriendo una ley para despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido, y se anuncia una reforma de la ley del aborto en vigencia desde hace diez años.

Las reformas que ahora propone el partido gobernante no pueden obedecer más que a dos tipos de causas. Reafirmar la pretendida autoridad moral de la izquierda -ya me dirán en qué, – o distraer a la opinión pública, desviando la atención de otros problemas muchísimo más importantes en la actualidad, como las crisis sanitaria, económica y laboral, que por la inesperada pandemia del coronavirus han reventado la paz social y revelado la debilidad de nuestros gobernantes para hacerle frente con eficacia.

Pero, o casualidad, los temas ideológicos en manos de dirigentes políticos sin escrúpulos sirven para distraer la atención de la gente no vaya a ser que se dé importancia a las responsabilidades en la gestión de la pandemia, o a la posible imputación en graves delitos de algún gobernante. Todo vale para distraer a la opinión pública, aún a riesgo de romper la paz social establecida con tanto esfuerzo por quienes supieron levantar el país y restablecer las relaciones sociales y políticas con la modélica Transición de 1975. Y aquí están, de nuevo con sus rancias propuestas antimonárquicas, y con otra vuelta de tuerca a la “cultura de la muerte”, con el aborto, la eutanasia, el suicidio asistido y algunas más, como las grandes soluciones sociales. He de confesar que ni es lo mío ni me gusta la política. Solo me interesa en cuanto me afecta como ciudadano de un país que no se merece dirigentes cargados de ideología y prepotencia hasta impedirles consultar a expertos adecuados que podrían ayudarles a remontar los auténticos problemas con los que se enfrenta nuestro país.

El “nosotras parimos- nosotras decidimos”, que volvemos a oír para defender la nueva reforma, es tremendamente inexacto e injusto, pues ignora la realidad de que el feto es una vida independiente, alojada en el seno materno pero que no forma parte de la madre

Con relación al anuncio de la reforma de la «Ley de Salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo» de 2010, recordemos algunos hechos. Como ya expuse en julio pasado en este mismo medio –en La pandemia criminal del aborto-, este abominable e ilegítimo atentado a la vida del no nacido se convirtió en 2010, en un derecho de la mujer, sin escuchar las voces, no ya de moralistas, juristas y pensadores, creyentes o no, sino de la ciencia y la medicina que afirma entre otras evidencias que  «el embrión (desde la fecundación hasta la octava semana) y el feto (a partir de la octava semana) son las primeras fases del desarrollo de un nuevo ser humano y en el claustro materno no forman parte de la sustantividad ni de ningún órgano de la madre, aunque dependa de ésta para su propio desarrollo». Esta afirmación, que constituía un punto entre otros de la Declaración de Madrid de marzo de 2009, estaba avalada por cerca de 3000 científicos, médicos, juristas y profesionales cualificados en nuestro país. Además, el Colegio de Médicos de Madrid, apoyó dicha declaración y en su nota de prensa, publicada en junio de 2009, manifestó que «La vida comienza con la fecundación del óvulo, momento en el que se crea un ser vivo individual con su mapa genético determinado y con una esperanza de vida en el mundo desarrollado de 80 años».

Tales verdades científicas no han cambiado y la verdad sobre el inicio de la vida y la singularidad del no nacido siguen siendo las mismas. El “nosotras parimos- nosotras decidimos”, que volvemos a oír para defender la nueva reforma, es tremendamente inexacto e injusto, pues ignora la realidad de que el feto es una vida independiente, alojada en el seno materno pero que no forma parte de la madre. El hecho de que hayan pasado diez años desde que se aprobó la Ley de Salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, y que en virtud de la misma se hayan perdido cerca de un millón de vidas desde entonces (en cada año transcurrido más del doble de las muertes causadas por la COVID-19), no legitima la ley, sino que revela la docilidad e indiferencia de muchos ciudadanos que no les queda más remedio que aceptar las leyes, por injustas que sean.

Pero, ya es triste constatar que quien pudo volver a la cordura y modificar la nefasta “ley Aído”, no lo hiciera, a pesar de tener una mayoría parlamentaria que hubiera permitido hacerlo. El Partido Popular, tuvo ocasión de ello y hasta un anteproyecto de reforma de la ley de 2010. Este partido que sucedió al PSOE en 2011, había anunciado en su campaña electoral una reforma de la ley y, tras la elaboración por parte del ministro Alberto Ruiz Gallardón de un anteproyecto de Ley Orgánica para la Protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada, se echó para atrás y lo retiró sin dar más explicaciones. Lo que diferenciaba esa reforma era que, ante un conflicto de valores entre la voluntad de la madre y la vida del no nacido, se elevaban las garantías de defensa de este, ya que el único derecho que la ley de 2010 atendía era el de la madre a abortar, incluso libremente durante las primeras 14 semanas del embarazo. Tras la desaparición de esta reforma lo único que hizo el PP fue aprobar una “reformilla” en 2015 en el sentido de abolir la norma que impedía a las menores interrumpir el embarazo sin autorización parental.

Es obligado decir que lo que ha anunciado la actual ministra de igualdad Irene Montero no es abolir la «Ley del aborto del Partido Popular», cosa que no existe ni nunca ha existido, sino volver a la ley de 2010, la ley Aído, con la eliminación de la tímida reforma de 2015.

Al mismo tiempo, se encuentra ya en trámite parlamentario una ley para despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido. Otra reforma innecesaria cuando de hecho nadie en este país es condenado por tales atentados contra la vida, lo que, además de otras consecuencias dejaría el camino abierto hacia un abuso de estas acciones, la llamada “pendiente deslizante”, aparte de suponer una pérdida de seguridad de los pacientes frente a las decisiones que puedan adoptarse en contra de su autonomía. Todo ello, además, sin haber resuelto la auténtica necesidad de una regulación de los cuidados paliativos, que es lo urgente para afrontar el sufrimiento físico, psíquico y espiritual en la fase terminal de la vida.

De este modo, la eliminación de la vida humana en las dos fases más vulnerables y débiles, la inicial y la terminal, es apoyada por quienes se pretenden progresistas. Sin reparar ni siquiera en las consecuencias ni en el crítico momento actual, cuando a las cien mil vidas perdidas por el aborto se sumarán más de cincuenta mil, por la pandemia del SARS-Cov-2, se abunda en la “cultura de la muerte”. Esto no es ni edificante ni urgente, cuando se están viendo las consecuencias de un invierno demográfico en el que el aborto tiene mucho que ver y cuando la COVID-19 se está llevando por delante a tantas personas de edad. Todo esto solo sirve para alimentar las dudas sobre una gestión política de la pandemia, sin expertos médicos y científicos, lo que ha llevado a España a la cabeza del ranking mundial de los países más afectados por este gravísimo problema sanitario.

Ya que estamos en el 25 aniversario de la encíclica Evangelium vitae viene bien terminar con una referencia a la misma, perfectamente asumible en el momento presente. Dice el citado documento que «cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión ‘tiránica’ respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular? En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un ‘ordenamiento’ y, como tal, un instrumento y no un fin».

Leyes injustas no dejan de ser leyes, incluso de obligado cumplimiento, pero si su legalidad se basa solo en ideologías que niegan el conocimiento científico o en el relativismo moral de quienes las proponen y aprueban, y no en el valor universal de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, seguirán careciendo de legitimidad y no podrán obligar en conciencia a cumplirlas a nadie.

Nicolás Jouve de la Barreda
Nicolás Jouve de la Barreda
Catedrático Emérito de Genética de la Universidad de Alcalá. Presidente de CiViCa.